Siempre he admirado la facilidad que tiene Adrián Curiel Rivera para narrar con tanta soltura sin preocuparse demasiado por las modas literarias. Desde los relatos intimistas incluidos en Unos niños inundaron la casa (1999), su primer libro, hasta sus sarcásticas novelas ambientadas en Yucatán, Blanco trópico (2014) y Paraíso en casa (2018), pasando por sus recientes cuentarios, Amores veganos(2021) y El camino de Wembra y otras utopías feministas (2023), Adrián ha tenido el buen tino de escribir historias cotidianas llenas de humor que, bajo su aparente sencillez, obligan al lector a mirar la realidad que se esconde detrás de las apariencias.

En esta ocasión, para fortuna de los que veneramos el cuento, Adrián se decanta de nuevo por este género tan incomprendido por las editoriales y nos regala en Humanas jaurías (Lectorum 2024) cinco relatos donde los perros domésticos, bichos que nunca faltan en las familias mexicanas de buena reputación, juegan un papel fundamental.

El primero de ellos, “Día Franco”, trata de Horacio, un hombre maduro, de clase alta, cuarentón y homosexual que un viernes cualquiera, cuando había decidido pasar su tarde libre paseando a su adorable Weimaraner por el parque, un inesperado accidente doméstico trastoca sus planes.

En cualquier momento, la vida te depara cosas peores que un padre homofóbico y alcohólico, parece ser la consigna de esta historia que refuerza la truculencia de su trama con ayuda de algunas metáforas que pintan con saña los hechos.

“La engañosa integridad del organismo de Roge se deforma en turgencias cárdenas, en tajos cubiertos de una lechada oscura sobre las afloraciones de piel. Intento nuevamente ponerme de pie con él. Temo abrirme por los intestinos; caigo de rodillas y se me escurre el teléfono”.

Lo bueno es que estas crudezas parecen diluirse cuando en este fatídico paseo, Curiel Rivera despliega algunas imágenes con el sarcasmo que acostumbra:

“A mi paso encontraba tal cantidad de excrementos que imaginé a Neil Armstrong avanzando sobre los cráteres de una luna de bostas”.

“Salida número catorce”, el segundo, historia a caballo entre la ciencia ficción y el cuento intimista es, ante todo, un relato de infidelidad y frustración; un adulterio imposible de consumar por culpa de una extraña invasión canina que obliga a las autoridades a evacuar la ciudad:

“Por el espejo retrovisor, en lontananza invertida, alcanza a distinguir cómo prosigue su marcha invertida la marabunta canina, los escuadrones dispersos que se perfilan contra el recuadro urbano. Frente al parabrisas vienen muchos más”.

Es un cuento que evoca aquellas aterradoras series donde los habitantes de ciudades invadidas por voraces zombis insisten en vivir, beber y enamorarse como si lo que sucediera su alrededor no tuviese la menor importancia

“Influyente”, relato número tres del quinteto, me recordó a Una nubecilla, de James Joyce, aquella historia en la que un poeta frustrado, Chico Chandler, en un instante de rabia y ofuscación, desea con vehemencia que la muerte se lleve a su llorón recién nacido para que él pueda dedicarse a leer con calma un volumen de poemas de Byron. En el fondo, todos los que escribimos somos un poco como Chico Chandler, o como Braulio, el cuentista fracasado de Influyente. ¿Por qué chingados lo habré tenido?, murmuramos entre dientes, llenos de ira, cuando a mitad de un texto, ya que las ideas han comenzado a fluir en el teclado de la computadora, el hijo pequeño se acerca a molestarnos con sus ganas de jugar. ¡Si se muriera!, pensamos, aunque casi enseguida, el arrepentimiento viene a estrellarse con toda su fuerza como búmeran sobre nuestras conciencias.

“Te extraño, bestia” es un cuento donde la soledad y el sexismo campean a sus anchas. Imposible no solidarizarse con la protagonista, esa patinadora sobre hielo de tercera, cuando los clientes del bar donde trabaja le tantean las nalgas, o peor aún, cuando le pide a su madre que le ponga al teléfono a Filomeno, su perro que se encuentra al otro lado del continente, para que éste la escuche.

¿Por qué en lugar de comunicarse con el amante adinerado al que todavía extraña decide hablarle a la mascota? Paola está disgustada consigo misma, y acaso el animal sea el único capaz de comprenderla.

Tuve en mi infancia un perro mestizo de orejas grandes, cuerpo esbelto y pelambre abundante al que llamé Dogui. Era mi compañero de juegos en el enorme patio de la casa vieja donde viví hasta mis diez años. Más de una vez lamenté no haber obligado a mis padres a llevarnos a Dogui con nosotros cuando nos cambiamos a la casa nueva, donde, en vez de patio arbolado y pileta de mampostería, había un delicado jardín y una piscina recubierta de azulejos.

Al cabo Dogui moriría de tristeza, igual que Jeremías Berlín, el protagonista de “Un anciano en la azotea”, el cuento que cierra esta colección, quien escoge la muerte en lugar de la soledad impuesta por los otros. ¿Y quiénes son los otros? Su propia familia: el yerno, un corrupto empresario al que apodan el Verraco; su hija, una mujer madura que maneja un Mercedes Benz y que desea con toda su alma llegar a ser una escritora tan famosa como su admirada Greta von Grundnorm. Para lograrlo, divide su tiempo entre el tenis, el club Campestre de Mérida y los talleres de creación literaria impartidos, nada más y nada menos, que por Carlos Briceño. Ironía pura.

Dice Adrián en una entrevista que “este libro, como en mis anteriores obras, es la materialización de una imperiosa necesidad de escribir, de vengarme del mundo”.

Más allá de los deseos de revancha del autor, este volumen, emparentado de manera directa con sus sarcásticas novelas que transcurren en Yucatán, constituye una manera inteligente de celebrar el lenguaje, de reírse un poco de esas vidas que resultaron de elecciones incomprensibles, pero que al mismo tiempo las convirtieron en fracasos. Humanas jaurías es también una manera sublime de celebrar a los perros como compañeros del hombre y al cuento como género literario más vivo que nunca en México.

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