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Ochenta años después de la aparición de sus novelas en Chile, se publica, al fin, en México, a Juan Emar, una de las figuras de ese género inefable de narrativa creado en América Latina por las vanguardias, cuya resonancia en la otra orilla a veces fue más perdurable que en París o en Zurich. Junto a Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, María Luisa Bombal o Arqueles Vela, está el chileno Juan Emar (cuyo pseudónimo viene del francés “J’en ai marre” y coloquialmente bien puede querer decir “estoy hasta la madre”).
Nació Emar como Álvaro Yáñez Bianchi (1893–1964), hijo de una oligarquía que le permitió moverse entre París y Santiago de Chile, publicar en los periódicos de su padre (quien fue senador y empresario), y tras la muerte de Vicente Huidobro, su valedor, refugiarse en la escritura de una obra inmensa, Umbral (al fin pudo publicarse completa en 1996 y hoy está agotada), que reuniría sus libros precedentes, potenciados junto a la febril reescritura del mundo lograda por Emar.
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Ayer y Un año (De Bolsillo PRH, 2025) aparecidos originalmente en 1935, son artefactos que preceden a la libertad de la imaginación propia de autores como Italo Calvino, César Aira, Georges Perec y Enrique Vila–Matas porque en Emar hay seres demediados, colores que escapan de las telas, letras plantadas en el camino al escapar de los libros y escritores ocultos escribiendo sin publicar.
Estos irregulares o “contraintuitivos” (según Juan Pablo Villalobos, uno de los prologuistas) como Emar, no usan la varita mágica de los autores inmaduros que creen suficiente un golpe de efecto para tornar verosímil cualquier invención, sino trabajan y perfeccionan un mecanismo de ilusión, probado una y otra vez como los mejores trucos de magia. En Ayer, según dice María José Navia, quien presentó la más reciente edición chilena, “tenemos un diario que no es un diario” donde se cuenta, por ejemplo, la historia de un decapitado, en una imaginaria y recoleta ciudad chilena, guillotinado por haberse imaginado una vida sexual más excitante con su esposa.
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Absuelto civilmente, es la Iglesia la decidida amputarle a don Rudecindo Malleco el órgano –aquel que produce la imaginación– con el que ha pecado y tras lograrlo en un acto circense, el narrador decide continuar su vagancia de día festivo, en compañía de su esposa, visitando otras atracciones de Santo Agustín del Tango (“el Macondo o el Yoknapatawpha de Emar”, según Alejandro Zambra, el otro de los prologuistas), ciudad imaginaria chilena de “622 708 habitantes situada a 32 grados de latitud sur y 73 grados de longitud oeste” donde, además de decapitaciones por lujuria, hay un zoológico que permite al narrador y a su esposa observar a leones y avestruces imponiendo la ley de la selva, fragmento inspirador de aquella frase de Pablo Neruda, inexacta, comparando a Emar con Franz Kafka.
De aventura en aventura, la pareja se toma su tiempo para almorzar y dejar constancia del menú, pues Emar gusta, como Juan José Arreola después, de lo fantástico cotidiano, y así ocurre en su siguiente visita, al estudio de un amigo pintor, cuyo taller colorea a sus visitantes. Es decir, los colores escapan y se adueñan –en este caso el verde– de todo: “Mi mujer, espíritu grande, trascendental y generalizador, percibió de pronto, flotando en las telas del amigo, todos los verdes que acompañaban, en alguna parte, a los crepúsculos […] Yo, espíritu no tan vasto, permanecí dentro de mis posibilidades. Sólo percibí pequeños verdes fugaces, especies de fuegos fatuos” a cuya explicación se dedica el personaje, cuyo Ayer terminará en una peculiar escena de familiar entre las llamadas “escenas de lectura”, como califica Navia a las de Emar.
Un año es un diario apócrifo, más bien una aventura entre libros, que empieza con una interrupción en la lectura de Don Quijote y termina con otra pausa, la de la Divina Comedia, pasando por la de Los cantos de Maldoror, víctima de la destrucción selectiva, por la polilla, de la letra e: “Hoy he traspasado el umbral de mi biblioteca. Hacía diez y siete años que no había penetrado ni una vez en ella. Mucho polvo. Mucha media luz ennegrecida por el tiempo. Una mosca zumbaba alrededor de la lámpara, ¡diez y siete años! Y sobre la mesa de trabajo, Los Cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont. ¡Cuanta emoción al volver a mi vieja estantería! Se desprendía de ella una tibia temperatura. De cada libro colgaba una rama marchita, silencio. Silencio, sí… Más pronto mis oídos, habituándose a él, percibieron un leve, un levísimo rumor de trituración menuda casi microscópica, pero implacable”. No falta un primero de septiembre donde Emar se anticipa a “Mi vida con la ola” (1949), de Octavio Paz y otro, el primero de noviembre, donde entran en relación quirúrgica la oreja, el teléfono y el amor.
Para Emar, es evidente, la literatura universal no está hecha para ser destruida u olvidada, como creían los vanguardistas más rústicos, sino para ponerla en movimiento perpetuo, sacarla de la biblioteca como museo y estrujarla en busca de ese nuevo sentido, que para eso están Cervantes, Dante y el conde de Lautréamont. No sé si Sergio Pitol, en su distinción entre los vanguardistas (Tzara, Marinetti, Breton) y los raros (Gogol, Schulz, Aira), colocaría a Emar entre los primeros o entre los segundos. Emar hizo grupo –el Montparnasse en los años veinte para respaldar a Paul Cézanne–, lo cual es característico de la vanguardia, pero nunca creyó invalidada, gracias a la suya, a la anterior literatura. Ésa es una de las características más notorias del vanguardismo, según Pitol, afecto a los raros.
En Militín 1934 (1937), entre otras gracias y desventuras, Emar pone a examen a la crítica, habida cuenta del disgusto causado por su obra en Alone (Hernán Díaz Arrieta, 1891–1984), el crítico conservador quien pese a todo desafió a los golpistas en septiembre de 1973 asistiendo al entierro de Neruda. Contra Alone, arremetió Emar:
“¡Diga, señor crítico, sin miedo negro a equivocarse, por qué ante don Fulano se ha llenado su corazón de usted de frenéticos entusiasmos y ante don Zutano su corazón de usted ha estado a punto de paralizarse de ira! Pero trate de decirlo con calma, pausadamente, desmontando como un relojero las razones de su entusiasmo y de su ira ¡Examínese usted mismo hasta llegar a ver –y hacernos ver– qué bichitos habitan en su organismo de usted que al contacto de la obra X se lanzan a la más loca de las farándulas, y al contacto de la obra Y muestran los dientes refunfuñando cual dogos enfurecidos! Explíquenos señor crítico, no la obra X o Y, sino su propia mentalidad de usted, su propia sensibilidad, sus íntimas ambiciones frustradas, sus esperanzas aún en pie que repentinamente removidas por tales obras se han exaltado o se han achicharrado.”
Y enseguida, Emar ofrece, en Militín 1934, unas formas de “autollenado” que el sediciente crítico debe registrar para que sea él, y no el novelista, quien desentrañe la trama de la escritura.