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Una casualidad entre simpática y siniestra ha querido que la presentación del libro Los héroes no le temen al ridículo (La Rana, 2024), de Carlos Martínez Assad, se realice un 20 de noviembre, siendo que los héroes aludidos en el título son varios de los protagonistas de las distintas etapas de la Revolución mexicana, acontecimiento cuyo comienzo en 1910 es justamente el que en esta fecha se señala con letras de oro en nuestro calendario cívico.

Digo que la casualidad es siniestra porque no hay libro alguno en el que la Revolución mexicana se analice o se mencione que se libre de ver sus páginas (y las manos de quienes los leen) bañadas en los ríos de sangre producidos por una guerra que ni siquiera cuando concluyó oficialmente (digamos en 1917, con la aprobación de la Constitución y el comienzo del régimen de Venustiano Carranza) logró que dejaran de correr, al punto que podría decirse que a partir de entonces esos ríos aumentaron su caudal, sobre todo por la contribución de plasma y vísceras de los miembros de la casta militar, "cuya principal preocupación, entre 1915 y 1930, fue la autoaniquilarse".

Y digo que a la vez resulta simpática porque, más que tratar de la Revolución en sí, el libro del maestro Carlos Martínez Assad trata de las múltiples y contradictorias maneras en que esa fase histórica ha sido contada por todo tipo de narradores: por quienes hicieron la guerra en uno y otro bando; por quienes la vivieron como testigos de primera línea o como meras víctimas; por quienes encabezaron los regímenes triunfantes y sus voceros; por los cronistas, historiadores y novelistas de diversas épocas y, entre toda esa turba no necesariamente infame, por el guanajuatense Jorge lbargüengoitia quien -aunque nació en enero de 1928, cuando la sangre revolucionaria no había dejado de correr- no trasladó esos turbios cauces a sus libros.

O mejor dicho, los transfiguró en un pase mágico, de entrada haciendo desaparecer a las masas sufrientes de sus obras, y luego convirtiendo las conspiraciones asesinas propias del movimiento en escenas de sainete y vodevil; las cargadas militares en representaciones incruentas de una desopilante ópera bufa; a los héroes en payasos involuntarios.

De esa forma, la coincidencia da lugar a otra circunstancia llamativa y hasta curiosa. Aunque Carlos Martínez Assad es reconocido como uno de los más puntuales conocedores de la Revolución mexicana, más allá de su aspecto militar, como el acontecimiento político e ideológico más determinante de la historia del país en los últimos 120 años; aunque ha escrito libros panorámicos sobre el movimiento y particulares sobre figuras revolucionarias como Tomás Garrido Canabal y Saturnino Cedilla; con eso y todo, al componer el que nos reúne no ha escrito uno más sobre la Revolución mexicana, sino uno muy aleccionador sobre las formas en que tal acontecimiento ha sido contado.

Me atrevería incluso a decir que para la escritura de este libro Martínez Assad ha procedido más como autor y lector literario (terreno en el que realizado estupendas crónicas memoriosas y novelas sin ficción) que como sociólogo e historiador, aunque él declare en el primer apartado que en tal condición (la de historiador) elaboró el homenaje que sus páginas entrañan.

El argumento que sustenta esa observación es algo tosco pero transparente: aunque en cada una de las páginas de Los héroes no le temen al ridículo Martínez Assad pone al servicio de su exposición y de los lectores su detallado conocimiento de las fuentes históricas coetáneas y posteriores a las fases militar y de consolidación ideológica de la Revolución, de manera deliberada no las explora de forma exhaustiva por el motivo ya mencionado de no ser éste un libro sobre el movimiento, sino sobre la evolución que su tratamiento escrito ha tenido en los estudios académicos que se le han dedicado y en la literatura, proceso que en términos gruesos ha recorrido el trayecto que va de la justificación política, el relato triunfalista y apoteósico, y la elevación de algunos de sus actores al pedestal heroico a lo que Martínez Assad llama "el movimiento revisionista" cuyo inicio él mismo sitúa en la década de los años 40 con las críticas a la corrupción del régimen hechas por Daniel Cosío Villegas, y su punto más alto con el estallamiento de los movimientos ferrocarrilero, agrario, médico y estudiantil entre 1958 y 1968 (y eso sin olvidar el antecedente de Los de abajo de Mariano Azuela).

Dicho en términos más simples, aunque Carlos no puede renunciar a su condición de sociólogo e historiador, en ningún momento nos hace creer que su libro sea el lugar donde un lector interesado accederá al conocimiento documentado de los pasajes de la Revolución evocados en él: las actuaciones militar y política de Pancho Villa, Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón (y el asesinato de éste en julio de 1928); la matanza en Huitzilac de Francisco Serrano y una docena de seguidores en octubre de 1927 ordenada por Obregón; y la revuelta escobarista de marzo de 1929 dirigida contra Calles.

Al proceder de esa manera, Martínez Assad traza lo que llamo un gesto de empatía académica con su objeto de estudio, en este caso una de las obras de teatro -f/ atentado, de 1963- y dos de las novelas de Jorge Ibargüengoitia -Los relámpagos de agosto y Maten al león-, quien, aunque con frecuencia se pasa por alto, no escribió libros de historia sobre la Revolución y sus héroes, al punto que en ninguna de esas tres obras menciona a la una ni a los otros.

Si nos sujetamos a la autonomía literaria que esas obras poseen, El atentado escenifica el asesinato del ficticio presidente electo Ignacio Borges a manos del ficticio Pepe y con el beneplácito del ficticio presidente saliente Vidal Sánchez, a quienes de ninguna manera debemos confundir ni identificar con Álvaro Obregón, José de León Toral y Plutarco Elías Calles, respectivamente. A su vez, Los relámpagos de agosto no habla ni trata sobre los efectos del asesinato a balazos de Obregón y el levantamiento escobarista del año siguiente, sino sobre la muerte por apoplejía del ficticio general Marcos González y la participación que el general José Guadalupe Arroyo (inventado también) tuvo en la Revolución del 29, no menos apócrifa.

La aclaración parece quisquillosa y condenada al fracaso y no lo es. Es más, debe hacerse cada que -por facilidad, inercia y conveniencia académica- se pase por alto, y debe extenderse al resto de la obra literaria de Ibargüengoitia, la cual suele leerse asumiendo que Las muertas trata sobre las Poquianchis (y no sobre las Baladro), Estas ruinas que ves sobre Guanajuato (y no sobre Cuévano) y Los pasos de López sobre la conspiración de Querétaro, la primera etapa de la Independencia y la figura del Cura Hidalgo, siendo que describe el recorrido picaresco del cura ficticio Domingo Periñón que justo antes de morir declara su verdadera identidad: López, el puro apellido sin nombre.

Por supuesto, la tentación de identificar acontecimientos, personajes, lugares y épocas reales con los respectivos que aparecen en las obras de Ibargüengoitia es no sólo fuerte sino inevitable, al seruna equiparación inducida por el autor, quien con deliberación establece las semejanzas, pero si incurrimos en ella, si caemos en la tentación igualadora, cometeremos varios pecados odiosos asociados a ese error metodológico y esa falta de matización: reducir la literatura a la categoría de acompañante encubierto de la historia; atribuir a la obra del guanajuatense un contenido ideológico que no persiguió ni tiene; y en gran medida aminorar el prodigio de creación artística y verbal que supuso para él reconvertir la realidad histórica en mundos paralelos y autónomos tras hacerla cruzar el prisma de la literatura y la imaginación.

Como lo señala en varios pasajes de su libro, Martínez Assad conoce a la perfección la brecha existente entre la realidad histórica y la recreada ficcionalmente en los libros de Ibargüengoitia, al punto de atribuir a esa toma de conciencia por parte del autor la piedra fundacional de su obra. Dice Carlos en la p. 58: "La frescura del relato de Ibargüengoitia radica no sólo en la espontaneidad y el humor para para ficcionar sus fuentes, sin importar cuánto o de qué manera responde a los modelos o hechos reales (...) sino en la distancia existente entre autor y sucesos históricos". Y luego en la p. 64: "Lo que hizo no fue redactar una crónica detallada de determinados sucesos históricos, sino escribir una obra literaria con sus propias reglas (...) Lo importante para él no fue establecer símiles entre tales acontecimientos y los narrados en su novela (...) Su objetivo final fue desmitificar desde la literatura, mediante su humor ácido y su estilo irónico, lo que hasta entonces se había abordado con tal solemnidad y grandilocuencia que derivó en una propuesta rígida y sin espontaneidad".

En estas y otras aseveraciones, Martínez Assad parece insinuar que la intención central de los libros del guanajuatense reside en la ridiculización de la historia misma, del proceso revolucionario y sus protagonistas, único extremo que no compartiría con él, pues, según yo entiendo, añadido a su propósito egoísta de componer una pieza verbal redonda que no existía y a él se le antoja leer, Ibargüengoitia no censuró ni a las personas ni a sus comportamientos: criticó sus relatos, su forma de hablar, y ni siquiera de manera explícita sino por medio de su reelaboración paródica, la cual tuvo el efecto de trasladar el efecto de la ridiculización de los personajes ficticios a los sujetos históricos, procedimiento que incluso usó con frecuencia en sus artículos. Y tan fue ese su recurso esencial que la obra teatral y las novelas revisadas en este libro toman como punto de partida relatos previos que Ibargüengoitia leyó en obras de Álvaro Obregón, Francisco Santamaría, Juan Gualberto Amaya, Martín Luis Guzmán, en un discurso de Calles y en las actas del juicio seguido a los asesinos del Manco de Celaya, como lo han probado Adriana López Téllez y Víctor Díaz Arciniega y lo reafirma Martínez Assad.

El propio Ibargüengoitia asentó una y otra vez su crítica contra los relatos mal construidos y el desprecio debido a sus autores, mas no contra los hechos y sus protagonistas. Un artículo de 1974 es transparente a ese respecto: {{La historia que nos han enseñado es francamente aburridísima (...) Pero si es aburrida no es por culpa de los acontecimientos, que son variados y muy interesantes, sino porque a quienes la confeccionaron no les interesaba tanto presentar el pasado como justificar el presente".

Comienzo a concluir. El libro que nos reúne tuvo su primera edición en 2013, en la UNAM y ésta segunda en La Rana se distingue de aquélla por los siguientes aspectos: la “Presentación" de 2013 lleva ahora el título “Leer la historia con desenfado", adelantando desde ese punto una de las conclusiones del libro; al capítulo séptimo se añade el apartado “Contar hechos reales como ficción o al contrario", con un fin parecido; se hacen dos ampliaciones al capítulo titulado "Un paréntesis cinematográfico", una sobre la poco conocida colaboración de Ibargüengoitia en el guion que García Márquez hizo en 1967 para la película Juego peligroso, dirigida por Arturo Ripstein y compuesta por dos partes, la primera titulada "H.O.", por el nombre del protagonista (Homero Olmos), y la segunda "Divertimento"; y la otra ampliación para incorporar el dato muy reciente sobre la filmación de una serie de Netflix basada en Las muertas, dirigida por José Estrada, hijo de Luis del mismo apellido, quien en 1977 dirigió la adaptación de Maten al león.

A esos cambios se suma, por un lado, la inclusión de más fotografías, que pasan de 4 a 9 al agregarse stills de "H.O." y de las adaptaciones al cine de dos obras de Ibargüengoitia; y por otro lado, la reproducción de 3 documentos, entre los que destacan la portada de El atentado que perteneció a Carlos Monsiváis y la dedicatoria más que afectuosa cumplidora que le puso lbar en 1978.

Como quienes me escuchan lo saben y se insinúa en el respectivo pie de foto, 14 años antes de estamparla, Ibargüengoitia y Monsiváis sostuvieron en la Revista de la Universidad una agria discusión luego de que el primero se burló bien y sabroso del patriarca Alfonso Reyes y Monsi (lanzado al ruedo por Jaime García Terrés) salió indignado a defender al sagrado muerto.

El origen del pleito, que derivó en la renuncia definitiva de Jorge no sólo a la crítica teatral sino al teatro, fue el comentario destructivo que lbar dedicó a dos textos de Alfonso Reyes escenificados por esas fechas en la Casa del Lago bajo la dirección de Juan José Gurrola: La mano del comandante Arando y Landrú. Fiel a su estilo, Ibargüengoitia dijo de la primera: "es una obra extraordinaria, que podría llamarse Cómo matar de tedio en ocho páginas, escrita por un señor (Alfonso Reyes) que no tenía nada que decir y estaba empeñado en escribir ocho páginas", las cuales, como hace la mano que protagoniza la obra, “debieron suicidarse" y al no hacerlo dejaron vivir a un texto “de una estupidez y una densidad verdaderamente lamentables".

En cuanto a Landrú escribió que los 20 años transcurridos entre el comienzo y el último tratamiento parecen no haberle bastado a Reyes “porque la obra no está terminada"; que los versos del Preludio “están muy bien para leerse, pero como cuarteta inicial de una opereta es pedante, confusa y floja" y al fin que “lo más triste del caso" es que Reyes, habiendo descubierto las posibilidades dramáticas de Landrú y haberlo visto como lo que sin duda fue (“un señor mediocre y vagamente degeneración"), no haya logrado redondear la pieza.

En un artículo de Excélsior, Ibargüengoitia dijo detestar el cuento de Caperucita Roja, primero, por no satisfacer su deseo de que el lobo se comiera a la {{niña estúpida que pasa la mitad del cuento haciendo monerías y después es incapaz de reconocer a su abuela", y sobre todo por una razón de técnica literaria: plantea una trama inverosímil, sus personajes no responden a su naturaleza, su final es previsible y, para acabarla de amolar, su trayecto narrativo está lleno de eso que en la jerga teatral se llama “plumero".

Aunque podría añadir otros, los tres ejemplos aducidos bastan: al dirigir su burla contra los relatos sobre la Revolución, Alfonso Reyes y Caperucita, antes que un moralista, Ibargüengoitia fue un crítico literario que desnudó el fraude de la escritura y el aburrimiento, para luego él mismo aportar un ejemplo de perfección y de gozo en sus libros.


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