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A lo largo de mi carrera, habiendo olvidado a los estoicos, llegué a una conclusión que me ha servido para superar a mi manera las ansiedades. No a todos nos toca lo mismo en la vida; digamos que aprendí a dejar ir aquello que quizá deseo pero que puede o no “llegarme”. Esto no implica dejar de buscar o perseguir los objetivos; tampoco caigamos en la condescendencia. Pero cuando logras entenderlo, encuentras una paz interior. Revisando los materiales para esta entrega me doy cuenta de que esa “filosofía” adoptada es parte del estoicismo y su doctrina que, de una u otra forma, había olvidado.
El estoicismo es una de las escuelas filosóficas más influyentes de la antigüedad y más utilizadas en nuestra época de forma muy comercial. Esta forma de pensamiento ha demostrado ser más que una doctrina de su tiempo: es un arte de vivir que, milenios después, sigue ofreciendo respuestas a los problemas profundos de la existencia humana. Inclusive, mientras escribo, estoy intentando no vender la idea como superación personal. El atractivo del estoicismo no radica en teorías metafísicas ni en discursos complacientes; al contrario, su crudeza y practicidad lo convierten en una herramienta para quienes buscan enfrentar la vida con dignidad y determinación.
Zenón de Citio fue el fundador del estoicismo hacia el siglo IV antes de Cristo. En su núcleo, el estoicismo parte de una verdad simple y brutal: la mayor parte de lo que ocurre en la vida está fuera de nuestro control. El clima, las decisiones de otros, los giros del destino, todo esto escapa a nuestro dominio. Frente a esta realidad, los estoicos no aconsejan resignación pasiva, sino una aceptación activa y racional. Este principio, encapsulado en la dicotomía del control, se resume en la pregunta: ¿puedo cambiar esto? Si la respuesta es no, preocuparse es una pérdida de energía; si es sí, preocuparse sigue siendo inútil porque la acción es lo que importa.
Filósofos como Epicteto, Séneca y Marco Aurelio expandieron este pensamiento. Epicteto, un esclavo que ascendió a la libertad intelectual, enseñó que la libertad no depende de las circunstancias externas, sino de la capacidad de gobernar nuestros pensamientos y deseos. Los fundamentos de esta doctrina se centran en la virtud como el bien supremo, el control de las pasiones, la dicotomía del control, el cosmopolitismo y la aceptación del destino. Este enfoque racional y práctico ha perdurado, ofreciendo un marco de vida que busca armonizar al individuo con el cosmos y consigo mismo. La virtud, entendida como sabiduría, justicia, coraje y moderación, es el núcleo del pensamiento estoico. Solo la virtud es el verdadero bien, ya que conecta al ser humano con el orden racional del universo. Vivir conforme a la virtud asegura la felicidad, pues nos permite actuar de manera ética y sensata, independientemente de las circunstancias. Este ideal se complementa con el control de las pasiones, emociones irracionales que los estoicos consideran perturbadoras.
Al alcanzar el estado de apatheia [término griego que denota el estado de la mente que no se deja perturbar por nada], el individuo actúa de acuerdo con la razón y no bajo el dominio de impulsos. La dicotomía del control es otro pilar del estoicismo. Este principio diferencia entre lo que está en nuestras manos, como las decisiones y emociones, y lo que no podemos controlar, como los hechos externos. Esta claridad permite enfocar la energía en lo que realmente importa, cultivando una paz interior. La apatheia, ahora apatía, no tiene nada que ver con la indolencia ni la inmovilidad como puede conocerse también. Según Zenón, la apatía era una mente imperturbable para lograr enfocarse y no una apatía donde el malestar hacia el mundo reine: la gente apática sin movilidad se pudre.
En cuanto al cosmopolitismo, los estoicos sostienen que todos los seres humanos forman parte de una comunidad universal regida por la razón y la ética. Este ideal fomenta o debería encargarse de fortalecer la fraternidad y la justicia global, resaltando nuestra responsabilidad compartida como ciudadanos del mundo. Finalmente, el concepto de amor fati nos invita a aceptar el destino con entusiasmo. Esta aceptación no implica resignación, sino colaborar activamente con los sucesos que la vida presenta, reconociendo que todo sucede por una razón inherente al orden natural. O, como dije al principio: aceptar que a todos nos corresponden cosas diferentes en la vida. La importancia de la razón, piedra angular del estoicismo, radica en su capacidad para guiarnos frente a la adversidad y errores de juicio, ayudándonos a vivir en armonía con nosotros mismos y el universo.
Por otra parte, el neoestoicismo, por llamarlo así, surgido en el siglo XVI bajo el pensamiento Justo Lipsio, representa una síntesis entre la serenidad racional del estoicismo y la profundidad espiritual del cristianismo. En un mundo convulso, donde las pasiones humanas amenazaban con desbordar el orden moral, Lipsio propuso una senda intermedia: someter las emociones al juicio de la razón, pero elevando esta virtud al servicio de Dios. En su obra De constantia y los tratados que le siguieron, construyó un puente entre Séneca y Epicteto con el Libro de Job, del Antiguo Testamento. Abogaba por una vida guiada no solo por la virtud terrenal, sino también por la fe en la providencia divina. Este movimiento reclamó la soberanía del espíritu humano frente al miedo, el dolor, la gula y la alegría desbordada, reconociendo en estas pasiones no enemigos absolutos, sino pruebas que invitan al perfeccionamiento del alma. Así, el neoestoicismo influyó profundamente en los intelectuales de los siglos XVII y XVIII, desde el barón de Montesquieu hasta Francisco de Quevedo, dejando como legado una reflexión atemporal sobre la disciplina de la mente y la esperanza en lo eterno.
En el siglo XX, la influencia del estoicismo se filtró incluso en la psicología moderna. En un mundo marcado por la velocidad, la incertidumbre y la búsqueda obsesiva de la validación externa, el estoicismo ha encontrado un renacimiento, pero en el mundo de la superación personal.