He vuelto a leer los Principios del conocimiento humano de George Berkeley y me queda la sensación incómoda de que el obispo irlandés del siglo XVIII nos observa desde su tumba con una mezcla de ironía y compasión, como quien contempla a niños empeñados en cometer los mismos errores que ya se les advirtieron. Berkeley propuso algo escandaloso para su época y que sigue siendo escandaloso hoy: que la materia no existe, que las cosas son solo porque las percibimos, que todo el universo físico es, en última instancia, una colección de ideas en nuestras mentes. Y nosotros, armados con nuestros teléfonos inteligentes y nuestros aceleradores de partículas, seguimos sin entender lo que intentaba decirnos.
La filosofía de Berkeley no es un juego intelectual ni una provocación gratuita. Es una respuesta seria a un problema serio: cómo podemos conocer algo si todo lo que tenemos son nuestras percepciones, nuestras sensaciones, nuestras experiencias inmediatas. Locke había abierto la puerta al empirismo diciendo que el conocimiento viene de la experiencia, pero se detuvo a medio camino, aferrándose todavía a la idea de que debe haber una sustancia material ahí afuera, independiente de nosotros. Berkeley dio el paso que Locke no se atrevió a dar y dijo: si todo lo que conocemos son nuestras ideas, si jamás tenemos acceso directo a esa supuesta materia sino solo a nuestras percepciones de ella, entonces por qué diablos insistimos en que existe. Es la navaja de Ockham aplicada con valentía: no multipliquemos entidades innecesarias. [En otra entrega hablaré de Guillermo de Ockham].
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Lo fascinante es que Berkeley no era un escéptico ni un nihilista. Al contrario, era un obispo profundamente religioso que creía estar defendiendo la fe contra los materialistas de su época. Su argumento era brillante en su simplicidad: si las cosas existen solo cuando son percibidas, entonces debe existir una mente infinita que las percibe constantemente para que no desaparezcan cuando nosotros no las miramos. Esa mente es Dios. Berkeley convirtió el empirismo en teología y lo hizo con una lógica que sus contemporáneos encontraron difícil de refutar, aunque fuera profundamente perturbadora. Samuel Johnson supuestamente intentó refutarlo pateando una piedra y gritando así lo refuto, sin darse cuenta de que solo estaba demostrando que percibía la resistencia de la piedra, exactamente lo que Berkeley sostenía.
Pero dejemos a Dios de lado por un momento, porque Berkeley planteó algo más inquietante que tiene consecuencias para nuestra época. Si la realidad es lo que percibimos, entonces la calidad de nuestra realidad depende directamente de la calidad de nuestras percepciones. Aquí es donde su filosofía deja de ser una curiosidad académica y se convierte en algo urgente. Vivimos en un tiempo donde las percepciones se manipulan industrialmente, donde ejércitos de publicistas, políticos, creadores de contenido y algoritmos trabajan día y noche para modificar lo que percibimos y, por tanto, lo que consideramos real.
Berkeley escribió en una época donde el engaño de los sentidos era un problema filosófico abstracto. Hoy es una industria multimillonaria. Las redes sociales nos muestran versiones cuidadosamente editadas de vidas que no existen, los noticieros seleccionan qué hechos merecen atención y cuáles deben ignorarse, los gobiernos construyen narrativas que poco tienen que ver con lo que sucede en las calles. Y nosotros, atrapados en la trampa que Berkeley identificó hace tres siglos, no podemos apelar a una realidad objetiva más allá de nuestras percepciones porque no tenemos acceso a ella. Solo tenemos lo que vemos, lo que nos muestran, lo que nos permiten percibir.
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El obispo sostenía que nuestras ideas vienen de dos fuentes: las que producimos nosotros mismos mediante la imaginación y las que recibimos pasivamente del exterior, que son más vividas, más coherentes, más constantes. Estas últimas, argumentaba, provienen de Dios. Pero qué pasa cuando no podemos distinguir entre unas y otras, cuando las ideas que nos implantan desde afuera son tan vividas y coherentes como nuestras propias percepciones directas. Cuando la realidad virtual se vuelve indistinguible de la realidad a secas, cuando los deepfakes replican perfectamente voces y rostros, cuando las burbujas algorítmicas nos encierran en mundos perceptuales diferentes, aunque compartamos el mismo espacio físico.

Berkeley habría encontrado todo esto perturbadoramente familiar. Él ya había advertido que no podemos estar seguros de nada más allá de nuestras percepciones inmediatas. Lo que nos salva, decía, es que hay un orden en esas percepciones, una regularidad que nos permite predecir y actuar. El fuego quema, el agua moja, las piedras son duras. Pero ese orden se está fracturando. Cada grupo social, cada facción política, cada comunidad digital habita ahora su propio universo perceptual con sus propias regularidades, sus propios hechos, su propia versión de lo que es real.
La crítica más común a Berkeley siempre fue que su sistema es absurdo, que nadie vive realmente como si las cosas dejaran de existir cuando no las miramos. Hume señaló que, aunque no podamos refutarlo lógicamente, la naturaleza humana nos obliga a actuar como si hubiera un mundo material ahí afuera. Kant intentó superar el problema distinguiendo entre las cosas como las percibimos y las cosas en sí mismas, inalcanzables pero reales. Pero todos estos intentos de escapar de Berkeley comparten una incomodidad: la sensación de que tiene razón en algo fundamental, aunque no queramos admitirlo.
Esa incomodidad persiste porque Berkeley tocó un nervio que sigue expuesto. No podemos salir de nuestras percepciones para verificar si corresponden a algo externo. No podemos quitarnos los lentes de nuestra experiencia para ver cómo son las cosas sin lentes. Y hoy cuando las percepciones se fabrican industrialmente, donde la distinción entre lo real y lo simulado se vuelve cada vez más borrosa, donde la verdad se fragmenta en versiones incompatibles que compiten por nuestra atención, la pregunta de Berkeley resuena con una urgencia nueva: si ser es ser percibido, quien controla nuestras percepciones controla nuestra realidad.
Lo que me inquieta no es tanto que Berkeley tuviera razón en negar la existencia de la materia, eso sigue siendo debatible y probablemente irrelevante para la vida práctica. Lo que me inquieta es que su análisis del conocimiento como percepción describe perfectamente nuestra situación contemporánea. Hemos construido una civilización que depende de tecnologías que median cada vez más nuestras percepciones, que filtran y modifican lo que vemos, escuchamos y sabemos.
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