He pospuesto la escritura de estas líneas día con día con cualquier pretexto, ya saben: mañana temprano empiezo, hoy en la tarde, pero qué voy a decir si han escrito ya tanto sobre él… Antenoche, me pregunté con qué cara me iba a presentar aquí, si no había redactado algo sobre Hernán, nada menos que sobre Hernán, mi hermano entrañable. Nos unían muchas cosas.

Me estaba evadiendo de este compromiso por no enfrentar una realidad que me entristece, que nos entristece: Hernán, como Marco Aurelio Carballo, Joaquín-Armando Chacón, Vicente Leñero, Rafael Ramírez Heredia, Guillermo Samperio y Gerardo de la Torre se han ido de aquellos días memorables de las comidas en La Bodega, cuando jugábamos a escribir una novela a once manos y, sin darnos cuenta, en realidad ese ejercicio sirvió para descubrirnos, escribirnos a nosotros mismos, para caminar juntos por ciudades imaginarias, aventuras imposibles, tiempos que como los de Elena Garro a los que quedamos de aquellos días nos llevarán por siempre del pasado al futuro si ellos, del presente al pasado con una emoción a veces alegre, a veces desoladora: viviremos en un tiempo redondo e interminable donde, a veces, todos estaremos estrechando las manos de los personajes que fuimos, que inventamos, que quisimos.

Lee también:

Crédito: GERMAN ESPINOSA
Crédito: GERMAN ESPINOSA

Se han ido, pero están aquí como veo ahora en este momento a Hernán: sonriente, generoso, espléndido, caballero, discreto, moviendo la mano derecha al compás de sus palabras o dando un trago a su whisky o escuchando en la sobremesa de su casa a las cantantes del jazz que tanto le gustaban quizá por su amor a la literatura de habla inglesa: Ella Fitzgerald, Billie Holiday, Sarah Vaughan…

Lo conocí en el famoso primer encuentro de escritores en Cuautla organizado por José Agustín, la UNAM y el INBA en 1983. Agustín nos había despertado la vocación a los dos, como se la despertó más tarde a Juan Villoro y tantos más por su soltura, su sí se puede, su irreverencia. Yo ya había leído De Zitilchén, como si fuera la vida de mis conocidos por mi padre campechano, y se lo dije. A partir de entonces, nos hicimos cuates, cuates. Yo lo veía reír: arrugaba la frente y resaltaba su mirada traviesa e inteligente. Lo escuchaba hablar con Leñero, siempre docto pero divertido y apasionado. Lo sentía alegre, entrón. Un gran conversador.

Los dos (Hernán y yo) del mismo año; los dos habíamos disfrutado de niños los cómics que comprábamos en el puesto de periódicos. Él en la Del Valle, yo en la Anzures: El Llanero Solitario, Superman, La pequeña Lulú, Gasparín. Era lo que había a la mano. Pero la gran diferencia es que desde entonces él soñaba con ser escritor, hasta que logró deshacerse de una carrera y un trabajo que lo agobiaban.

Lee también:

Un día le comenté que nosotros no pertenecíamos a ninguna generación y me contestó de inmediato que éramos la del 68 porque compartimos ese momento histórico, nos tocó el nacimiento del rock, vivimos el concepto de contracultura, de la píldora anticonceptiva, de la revolución sexual, porque fuimos testigos de la llegada del hombre a la luna, de la Revolución cubana… Compartíamos, decía, los sueños de la autogestión y admirábamos lo mismo al Che que a Allende, a Sartre que a Russell, a Buñuel que a Godard, a Dylan que a los Beatles, a Borges que a Henry Miller. Pero fuimos miembros de una generación disgregada. Empezamos aislados, solos, silenciosos, sin conciencia de grupo, sin buscar el padrinazgo, despreciando hasta ahora la autopromoción, sin congregarnos en una publicación periódica, cada uno en lo suyo como párvulos aplicados a hacer bien la tarea y punto. Y cosa significativa, nunca nos preocupó romper con los escritores que nos antecedieron aprendíamos de ellos y miramos siempre interesados el trabajo de los que nos siguieron. La ruptura se dio en nosotros en la búsqueda personal, individual, de nuestros temas. Escribíamos, punto. Para nosotros eran tan importantes Fuentes como Agustín, casi nuestro hermano, Elizondo como Garro o García Ponce (su gran amigo, maestro y paisano), Pacheco o Leñero que llegó para juntarnos definitivamente y por fin. Leñero fue para nosotros un igual, un amigo que nos guiaba con mano firme por la arriesgada carretera de la escritura y la lectura. Así, solitario, surgió el trabajo de Hernán que incluye la cátedra en nuestra querida UNAM.

Un día descubrió su realidad: “Vi con ojos deslumbrados la vida de provincia porque era yo un niño citadino. Eso me marcó definitivamente”. Sí, aquellas temporadas de vacaciones en el sureste, la humedad, el calor, la comida, las historias locales, los personajes que afloraban en la conversación de los abuelos, los tíos, sus padres, el habla particular con palabras mayas intercaladas en el español como si nada, la sensualidad y la cachondez de la gente, así como sus relaciones sociales y políticas se le metieron muy hondo en la memoria y en el azoro de niño y de joven que un día comprendió otra manera de ser que le pertenecía.

Gracias a sus vínculos con la tierra familiar y de sus temporadas en Campeche y Mérida entendió aquella otra concepción del mundo y la hizo suya. Por eso, varios de sus libros hasta Península Península son el resultado de tantos años de un deseo insondable de atrapar ese universo que llevaba en la sangre. Pero la literatura de Hernán no se quedó en eso, su consolidada formación universitaria y su amplia cultura, así como su inteligencia y el ansia de ser escritor, lo llevaron a alcanzar su meta. Su escritura no ensalza lo mítico sino desciende a las pasiones humanas. Sus cuentos pueden suceder en cualquier parte del mundo y sus personajes son siempre seres humanos vistos con hondura y comprensión, descritos incluso en el descenso con serenidad: otra de sus cualidades, por eso su firme escritura y sus estructuras de ingeniero de la palabra se sostendrán en el tiempo.

Comentarios