En Frankenstein (EU-México, 2025), abrasivo opus 13 del tapatío especialista monstruológico de 61 años Guillermo del Toro (El laberinto del fauno 06, La forma del agua 17, Pinocho 21), con guion suyo basado en la novela de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo, el canoso capitán danés Anderson (Lars Mikkelsen) queda varado con su barco en un hielo eterno durante su expedición al Polo Norte a mediados del siglo XIX, enfrenta con tiros de trabuco a una invulnerable Criatura monstruosa que le hace perder seis subalternos y rescata a un grave y deshecho doctor experimentalista edinburgués con prótesis en una pierna Víctor Frankenstein (Óscar Isaac) que, apenas un poco repuesto y asaeteado por los remordimientos en serie, le narra su trágica historia, como hijo de tiránico padre médico (Charles Dance) que latigueaba su rostro pero respetaba sus manos de futuro cirujano heredero suyo, y como huerfanito que, al fallecer su adorada madre de nuevo parturienta (Mia Goth), juró desde niño vencer a la muerte, desafiando después escandalosamente a la ciencia y al pensamiento teísta conservador para crear vida indestructible en un laboratorio ad hoc montado por su sometido hermano William (Felix Kammeren) y un autosacrificial cómplice financiero enardecido Harlander (Christoph Waltz) dentro de una torre insular, una Criatura con vida propia a través de un ensamblaje de sangre, restos de cadáveres y chispas eléctricas que regenerarían al infinito la consistencia de un monstruo repulsivo aunque inteligente (Jacob Elordi) que, no obstante decepcionar en un principio a su hacedor, lograría sobrevivir de milagro al incendio del laboratorio-torre (acaso el único medio de acabar con él), y que, al tomar consciencia de sí mismo y de su origen, se volvería de manera exigente (de compañía) y homicida contra su creador (su dios Víctor), tal como justifica la semicapturada Criatura misma, quien ha irrumpido en el camarote de la capitanía para terciar en la narración y exponer su devenir realmente sensible, gracias a poder ocultarse en la cabaña de un sabio anciano ciego (David Bradley) cuyas enseñanzas teleológicas miltonianas iluminarían su entendimiento pese al acoso de sus parientes cazadores y de lobos exterminadores, aunque provocando con su sola presencia el asesinato de la amada imposible del rabioso Víctor por él mismo: la bella perturbada Elizabeth (Mia Goth en un segundo rol más bien simbólico), justo el día de su boda con el deleznado hermano William pronto a ser muerto, dando como resultado una feroz persecución vengativa-punitiva, por tierra, mar y cielo, de Víctor contra ésa su Criatura sintetizada cual espejo actuante (“Sólo los monstruos juegan a ser Dios”) de un odiado exceso humano.

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El exceso humano se desenvuelve como un feliz y autoexcitado desmembramiento personal entre la fidelidad literal al texto novelístico y la imaginación monstruofílica más desatada (hasta en la tierna e inverosímil pasión súbita de Elizabeth por la Criatura), entre la riesgosa ilustración del folletín romántico de Shelley y el persistente amor a la tradición genérica (tan lejos de los delirios tecnológicos o de la IA y tan cerca del Frankenstein de Whale 31), con estructura ficcional en dos subjetivistas relatos complementarios aunque divergentes (el de Víctor y el del monstruo), tras un envolvente preludio-posludio paramusical en el Ártico, y teniendo como común denominador un neoexpresionismo creador de mundos en claroscuro constante, angustiosos y sobrecogedores, donde la luz crepuscular crea espacios sombríos y la sombra es una forma de la luz enajenada, porque todo sucede en otra dimensión de la realidad con su propia lógica, y los seres entrechocarán, más que relacionarse, como si todos tuvieran por dentro un abismo.

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Crédito: Especial
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El exceso humano sostiene como señas particulares con un alto nivel expresivo secuencias tan enigmáticas e inclasificables como la tabla de madera ostentando un compactado sistema linfático listo para ser activado, el patrocinador sifilítico terminal Harlander bregando inútilmente a grandes gritos por perpetuarse, el cuerpo de la inahogable Criatura hundiéndose en el océano con los brazos extendidos a modo de autohomenaje a La forma del agua (aún insuperable), el aspirante divino Víctor conmovido al oír su nombre clamado por la Criatura al grado de modificar su actitud para dejar de erigirse como padre tiránico (semejante al que padeció), el inmostrable monstruo convertido en omniprotector Espíritu del Bosque y lector enardecidamente inspirado por El paraíso perdido de Milton, el ataque de los lobos liquidadores de todo descubrimiento de los inefables valores de la refundacional amistad pacificadora, el devastado derroche de una moribundia arrolladora (de la madre, el ciego y William o Elizabeth y Víctor) siempre sellada entre el consuelo impotente y la revelación interior pero envidiada por el monstruo receptor.

El exceso humano revive así ontológicamente las dialécticas de la vida y la muerte y de la existencia y la resurrección bajo la modalidad de una lucha sorda entre el ser declinante (de ahí la multiplicada insistencia en la agonía) entre la sórdida morbidez y la esperanza (encarnada en la rechazante Elizabeth cual radiosa Beatriz de Dante o Margarethe del Fausto de Goethe-Murnau 26), y por eso un onírico ángel oscuro y el burlesco malvado florón de Caravaggio que presiden y atizan o condenan las audacias blasfemas del héroe elevado a verdugo y víctima de sí mismo y de su criatura, a la vez y para siempre luego de que ésta realice la increíble hazaña de empujar el buque de Anderson ahora resuelto entre aclamaciones a retornar al hogar distante.

Y el exceso humano que también representa la Criatura aún ahora sigue alejándose por el paisaje ártico, intentando abrazar la luz del sol como aprendió de su miltoniano mentor, marchando de espaldas absolutas hacia un ocaso imposible y perpetuo, sin posibilidad de apoteosis de redención final.

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