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Si bien este pretende ser un texto esencialmente testimonial, también es cierto que mi vida, como la de toda bestia social, se ha visto influenciada y vulnerada por su entorno. Me refiero a un entorno que surgió de un concepto que venía torcido de raíz; un concepto que, al igual que los individuos, también se vio influenciado por su época. Habría que tomar en consideración que los primeros borradores del sionismo se esbozaron a finales del siglo XIX, durante la decadencia de los imperios que se fueron disolviendo a raíz del creciente nacionalismo étnico que surgió como respuesta y rechazo a estos modelos de gobierno impuestos a base de espada. De este modo y obedeciendo al espíritu nacionalista que se respiraba en la época, el proyecto sionista también se ideó contemplando el aspecto étnico como la esencia primordial de sus cimientos ideológicos, favoreciendo así específicamente a la población judía, lo que implicaba una exclusión por antonomasia de cualquier otro grupo étnico.
Aunque, a diferencia del resto de las futuras naciones que buscaban emanciparse en Europa, el sionismo tenía desafíos mayores, dado que la diáspora milenaria del pueblo judío los había relegado de una tierra que pudiera delimitar y dar forma a esa Nación hasta entonces exclusivamente varada en el concepto; en una Europa que, como ya mencioné, se encontraba en pleno apogeo del ultranacionalismo, donde los judíos eran y siempre fueron percibidos como intrusos cuando no personas non gratas. La única alternativa viable era recurrir a la historia, a una historia tan lejana y fantástica que se remontaba a los pasajes ficticios del rey David y Goliat, para así poder aterrizar el concepto de una Nación judía en un territorio geográfico concreto con fronteras físicas que lo avalaran. Este proyecto, calificado como “descabellado” por muchos judíos de ese entonces, quedó en el tintero hasta que el ultranacionalismo europeo se tornó insostenible por el peligro inmediato que suponía para las vidas de los judíos, culminando en el genocidio nazi que, de pronto, le otorgó un sentido no sólo realista sino urgente al proyecto sionista. Esta combinación de factores hizo que aquello que se antojaba imposible se materializara tras la declaración del Estado judío por decreto de las Naciones Unidas en 1948. Todo esto ocurría mientras los palestinos y demás pobladores de la zona contemplaban del mismo modo en que los dinosaurios observaban el cielo de la península yucateca: sin comprender del todo las implicaciones catastróficas de ese acontecimiento hasta entonces ajeno a sus existencias; sin sospechar que David estaba a punto de convertirse en Goliat.
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En un principio era el verbo…
Los padres intelectuales del sionismo estaban muy conscientes de que no hay un país sin lengua propia, por lo que se basaron en el hebreo bíblico -dado que el yiddish representaba únicamente al judío europeo y simbolizaba el idioma del “judío débil”, de ese que, de acuerdo con gran parte de quienes se salvaron del genocidio alemán, “se entregó al matadero nazi cual ganado”- para reinventar y modernizar un idioma inédito y único; un idioma digno de un pueblo renovado y surgido de las cenizas cual Ave Fénix, y así darle una voz fresca al Estado naciente, un Estado representado por un pueblo fuerte y emancipado de la Europa genocida. El discurso oficialista que resonaba en este idioma prototípico era lineal, simplista, efectista y sumamente efectivo, cuyo leitmotiv giraba en torno a la noción de que ésa era la tierra que pertenecía a los judíos por derecho histórico y que era la única garantía para su supervivencia, con el latente y por demás fresco recuerdo del exterminio nazi a modo de advertencia permanente. Cualquiera que atentara en contra del derecho a un país judío soberano sería declarado por omisión como apologista del Holocausto y enemigo del Estado.
Así, quienes pagaron la factura del genocidio nazi fueron los palestinos tras el denominado Nakba: el final de una avalancha traumática que concluyó con la expulsión de más de 750 mil palestinos quienes fueron despojados de sus viviendas a punta de cañón, además de las matanzas aleatorias de quienes se negaban a hacerlo. Esa fue la primera aniquilación del pueblo palestino. Pero hubo otra, la que se refiere a la omisión de su existencia en la historia escrita por el sionismo y a la negación de su derecho implícito a vivir cuando no a coexistir en esa tierra; un discurso que vive introyectado en una facción predominante de la sociedad israelí. Esa fue la losa que soterró por completo las aspiraciones de los palestinos de volver a sus hogares y de ser incluidos en el proyecto de Estado sin ser relegados a la categoría de ciudadanos de tercera. Y es que la historia oficialista que Israel suplanta en la mentalidad de sus ciudadanos desde su estado embrionario es una en la que el pueblo judío se muestra como víctima única y héroe inmaculado en un entorno rodeado de villanos unidimensionales. Esta narrativa, lejos de cuestionarse, se refuerza y se blinda con cada generación gracias a un abanico de factores. Los más evidentes, quizás, sean la natural lejanía cronológica de estos sucesos que se genera con el transcurso del tiempo: un factor que dificulta la posibilidad de desenterrar la verdad para los pocos aventurados interesados en hacerlo; también está la comodidad que ofrece la narrativa simplista de la propaganda oficial, replicada ad nauseam por la cobertura de los medios de comunicación en donde, nuevamente, se refuerza el victimismo del pueblo judío como uno exclusivo, idea que permite conciliar el sueño a quienes cometen cualquier tipo de atrocidades en contra de la población palestina, ya sea en nombre de las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) en Gaza o de Dios en Cisjordania, por los zelotes judíos colonizadores que atormentan a la población palestina de manera sistemática con el incentivo y absoluta permisividad de la actual teocracia judía.
Pues bien, como todo hijo de vecino (israelí) yo también nací inmerso en esta narrativa unilateral de la maquinaria propagandística del Estado y de su cámara de eco que, a decir verdad, no se interponía en lo absoluto con una infancia paradisíaca a las orillas del mediterráneo; un mundo idílico de plena libertad entre las dunas y el mar que se fue quebrantando gradualmente conforme yo iba cobrando una noción y una consciencia del hecho de que aquellas siluetas borrosas que barrían las aceras y construían nuestras ciudades pertenecían a un pueblo ocupado y reprimido por el mío.
Se dice fácil, pero lograr y sobre todo contar con la disposición premeditada de cuestionar, deslindarse y ver más allá del discurso oficialista es lo equivalente a salir del clóset para inmediatamente saltar de cabeza dentro de las fauces de un abismo cuya oscuridad, resulta, paradójicamente, más iluminadora conforme avanza la caída hacia el fondo. Pero esta iluminación, por así llamarla, llega con muchos costos, desde los más inmediatos, como lo son el rechazo familiar, el social y las repercusiones inmediatas a cualquier aspiración profesional y laboral en la vida civil, hasta las de carácter de mayor impacto: las que hacen eco en los abismos internos que despliega la introspección. Implica reconocer que nada de lo que suponías real tiene un sustento en la verdad.
Para estas instancias yo ya vestía el uniforme de las FDI en calidad de soldado estacionado en una base de entrenamiento en el desierto del Neguev para un pelotón de tanques de guerra. Estaba protagonizando otro personaje que encarnó por inercia un papel dictado la narrativa oficial, entrenando para enfrentar a un enemigo inexistente, hasta que mis posturas ideológicas estaban a punto de ser puestas a prueba por la inevitable realidad. Nuestro sargento nos ordenó para cuadrarnos en las protocolarias hileras de tres que nos obligaban a formar cada vez que debíamos ser instruidos en los siguientes objetivos a realizar. Dividió nuestro grupo en mitades con su dedo. La mía fue ordenada a fregar los restos de humus de las ollas en la cocina de la base militar, mientras que la otra fue enviada a Gaza. En ese momento preciso mi personaje entendió que debía deslindarse del guión. No me veía capaz de formar parte activa de la Ocupación ni podía imaginarme encañonando a otro ser humano en nombre de ninguna causa, sobre todo una tan impersonal. Uno de mis compañeros de armas dio un paso al frente para expresar su negativa de participar en la Ocupación, consciente de que su objeción de conciencia tendría implicaciones muy graves, desde una condena larga en la prisión militar hasta una vida civil limitada por su calidad de traidor a la patria. Mis convicciones se vieron cimbradas y reflejadas en mi doppelgänger ideológico mediante un espejo cuyo reflejo me cegaba y a la vez me permitía ver con toda claridad mi lugar en esta retorcida puesta en escena. Ese acontecimiento representó mi primer despertar y me obligó a emprender una retirada unilateral del ejército y desempolvar toda la doctrina que se había adherido a mi persona durante 18 años. Opté por la vía psiquiátrica, insinuando intenciones suicidas. Tres meses después, tras ser evaluado por una pila de médicos psiquiatras y de pasar por más de un hospital militar, conseguí el sello que representaba mi baja final del ejército, sin tener que poner un solo pie en los Territorios Ocupados. Pero aún después de volver a la vida civil y de radicarme en México en definitiva tras el asesinato de Isaac Rabín, no había comprendido la dimensión real de la injusticia y de los crímenes cometidos en nombre del sionismo en contra de los palestinos.
Ese acontecimiento marcó un antes y un después en el panorama político de ese país que se volcó a la derecha extrema en un pestañar de ojos, todo esto gracias a una campaña negra orquestada de la mano del criminal de guerra que actualmente ocupa el trono de la teocracia israelí, Benjamín Netanyahu y los rufianes mesiánicos que forman su gabinete. Si bien, como ya mencionaba anteriormente, el sionismo era un concepto torcido de raíz, también es cierto que tenía matices. Antes, me contaba Nitzán (un amigo israelí activista político pro-palestino), para que tu vida como ciudadano israelí corriera peligro tenías que estar manifestándose de la mano de camaradas palestinos frente a las FDI. Hoy por hoy, me decía acertadamente, basta con expresar tu opinión en la vía pública.
Pues bien, no fue sino hasta 2006 (año en que fui enviado de vuelta a Israel por un diario mexicano para cubrir las secuelas de la segunda guerra con El Líbano), cuando tuve la fortuna de conocer a un corresponsal de guerra catalán que trabajaba para una ONG pro-palestina, situada, casual e irónicamente, sobre la calle de Gaza en Jerusalén, enfrente de la residencia de Benjamín Netanyahu. Pasqual, quien en ese momento estaba realizando un ensayo fotográfico retratando las casas de los palestinos expulsados en el 48, fue quien me ayudó a ver el panorama completo a través de su mirada imparcial. Una de estas viviendas se encontraba a las afueras del pueblo -Ashdod- donde habían transcurrido mis años formativos. Fue entonces que comprendí el tamaño de mi negación; una negación que padece la mayor parte de la población israelí.
Para hacer una alusión a esta negación a la cual me refiero, me gustaría recurrir a otra anécdota muy representativa y simbólica que aconteció la noche de ese mismo día. Acepté la invitación de una tía a un asado en el jardín de su casa en Ashdod (una ciudad situada a 30 kilómetros de Gaza). Era una agradable noche veraniega. Pasamos el rato degustando cortes finos y vino portugués, mientras la charla giraba en torno a cualquier tema excepto a la campaña que estaba llevando a cabo la Fuerza Aérea Israelí en Gaza. De vez en vez, las ventanas se sacudían debido a las ondas expansivas de los bombardeos. Me voltee con mi tía para preguntarle si las sentía y ella me respondió, con toda naturalidad, que esto no era más que un claro efecto del viento, como en un cuento de Milan Kundera.
Si bien hay una gran facción de la sociedad israelí que vive en este profundo estado de negación, también están quienes gobiernan actualmente al país, sujetos que viven convencidos de que existe tal cosa como la supremacía judía. Estos fanáticos son quienes están al mando de la maquinaria bélica israelí y justifican, apoyan abierta y activamente la aniquilación de toda una población completamente deshumanizada gracias a su retórica maniqueísta. Lo que antes era una limpieza étnica a cuentagotas, a raíz del 7 de octubre se convirtió en un inconfundible genocidio. Y hay que llamar al niño por su nombre: esto no es una guerra, sino un exterminio descaradamente evidente.
Me temo que uno debe abusar del optimismo o de la psilocibina recreativa para suponer que este conflicto tiene una solución. Mientras la mentalidad del israelí de a pie y de cualquier apologista de esta barbarie siga varada en la negación o, en su defecto, en la creencia de que un pueblo es superior a otro por decreto divino o por cualquier otro disparate demencial, esta matanza no tendrá punto final.