En Black Dog (Gou zhen, China, 2024), crispado film 13 del cinestilista chino de Beijing también TVserialista de 55 años Guan Hu (Vaca 08, Mr. Six 15, Los 800 20), con guion suyo y de Rui Ge y Bing Hu, mejor película en la sección “Una cierta mirada” de Cannes 24, el exconvicto pelón otrora célebre motociclista acrobático circense Lang (Eddie Peng) regresa en libertad provisional a su pequeña urbe perdida recién egresado de la prisión, pero antes se le detiene en pleno desierto de Gobi como sospechoso del robo a un pasajero a raíz de la volcadura del vehículo en que viajaban provocada por la estampida de una jauría de perros salvajes, es puesto bajo custodia policiaca local con la prohibición de rebasar los límites urbanos para vigilar su rehabilitación laboral en esa población vuelta en gran medida una ciudad muerta tras ser abandonada por sus antiguos dueños y a punto de ser demolida y gentrificada por empresarios impersonales, y el silencioso Lang se refugia en su casa en ruinas, apenas se comunica telefónicamente con una hermana para enterarse que su padre minado por el alcohol vive asilado en su propio zoológico, consigue una chamba como soldador y luego es contratado por el tiránico restaurantero dirigente de redadas anticaninas Tío Yao (el gran cineasta veterano Jia Zhan-ké) como inepto cazador de perros callejeros que infestan la ciudad, acaba adoptando a un delgado perro negro salvaje que primero lo muerde sanguinariamente y después acepta ser domesticado durante una dura cuarentena de ambos (por temor a una infección de rabia) recluidos en la miserable cabaña del archisolidario amigo cocinero Nie Shili (Zhou You), debe enfrentarse con el feroz gánster líder de pandilleros cultivadores de víboras Butcher Hu (Xiaoguang Hu) terriblemente ávido de vengar la muerte de un sobrino (por cuyo deceso pasó Lang 10 años preso), tiene amores con la malcasada cirquerita Grape (Tong Yi) hasta que ella le insinúa la exigencia matrimonial, debe alimentar al tigre-mascota del padre tras ingresar a éste en un hospital, y fracasa en varios intentos desesperados por escapar con el perro negro a las conspiraciones de su rabia conjurada.
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La rabia conjurada dramatiza la difícil inserción social-comunal a un nivel fatalista y trascendente como no se estilaba desde los clásicos suprahollywoodenses Soy un fugitivo (LeRoy 32) y Sólo vivimos una vez (¿por coincidencia Lang? 37) o el postneorrealista Los bandidos de Orgosolo (De Seta 61), pero aquí no habrá ni cadena delictiva obligada ni amantes malditos que perseguir, sino sólo la aspereza de una devastación urbana, el acecho de un degradante alcoholismo latente/virulento endémico, la ironía de un jubiloso contexto histórico contrastante (la Olimpiada de Beijing de 2008, un sismo, el eclipse del siglo en el desierto) y la fotogenia infecta de una ciudad comunista en desmantelamiento y liquidación bajo la égida de un neocapitalismo corrupto y rampante, donde el héroe se agita como un ente asediado sin apenas compensaciones humanas posibles, sobrio y callado hasta la autoanulación.
La rabia conjurada impone a nivel de obra maestra fílmica el perenne ruido y la furia implacable de imágenes del fotógrafo Weizhe Gao tan palpitantes e indelebles como las panorámicas de ida y vuelta sobre la áspera blancura del inexpugnable desierto de Gobi sin horizonte, todas las sistemáticas figuras románticas negativas del héroe visionariamente distante y ultradisminuido, los abundantes planos sintéticos omniabarcadores con interactuantes profundidades de campo, la cruel persecución chaplinesca a mordiscos del perro negro a Lang, las autohumillaciones luctuosas o de respeto abyecto en últimos términos o perpendiculares, la soldadura de megasignos chinos en la inmensidad por el insatisfecho obrero Lang, los ventarrones que impiden la salvadora travesía desértica al lado del perro negro, la obsesión por el sumidero del acantilado en donde pereció por accidente y homicidio el sobrino del hampón, los esporádicos truenos o burlas de la música hipostasiada atonal de Vivian Breton, o el semiahorcamiento del héroe colgado de un columpio aunque rescatado por un terremoto contradictoriamente providencial.
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La rabia conjurada puede entonces concentrar toda su recóndita y casi subrepticia pero vigorosa fuerza vivificante en la adopción y domesticación del perro negro salvaje, lleva la metáfora del protagonista como un perro rabioso hasta sus últimas consecuencias significantes y ubicuas, tanto la posible rabia/hidrofobia canina como la literal rabia/inquina contenida, coincidiendo en esto último el buen domesticaperros Lang con la apasionada unilateral heroína límite de Un amor de Mesa/Coixet (23), pero en lo que para la española era el agravamiento de un abismo nietzscheano, para el motorista chino es una forma de saciarse y conjurar a un tiempo su marginalidad y su inexpresada rabia extrema, cual si se tratara de una disciplina feroz y feraz en el encierro de la cuarentena (demasiado parecido al de la pandemia por covid-19), un doliente proceso de reeducación mutua y de redención/autorredención, previo a encontrar al perro moribundo y enterrarlo bajo un piramidal túmulo funerario a mitad del páramo, antes de atreverse a desconectar al hospitalizado padre por petición suya (dentro de un complejo plano sublime con tres distanciantes mamparas interpuestas) y soltar a los animales del zoo (en plena TVinauguración de la olimpiada), mientras la sobreviviente muchedumbre urbana se vuelca al desierto para disfrutar del llamado eclipse olímpico y que la galana efímera Grape huya solitaria en un autobús.
Y la rabia conjurada culmina con la partida del protagonista redimido y desafiante de las leyes penales, hacia otros horizontes, a bordo de su minúscula motocicleta, sobre las cumbres del peor desierto laberíntico, pero llevando en la mochila a un cachorro dichosamente habido por el bendito perrote negro antes de morir como reencarnable chivo expiatorio.