Tres músicos que también son guardaespaldas, un helicóptero a su disposición, un zoológico privado, una piscina en la oficina para recordar el mar y sumas millonarias de dinero para comprar voluntades, son los lujos que forman parte de la cotidianidad de Román Higareda, personaje ficticio que el escritor Vicente Alfonso sitúa, en su reciente novela La noche de las reinas (Alfaguara, 2025), como gobernador de Sinaloa durante 1978.

Ese retrato de los mandamás que existieron en el país —y que hasta la fecha persisten como una herencia del poder— llevó al autor a desentrañar una historia que evidencia las extravagancias de los políticos.

“Si García Márquez hizo un catálogo de los dictadores latinoamericanos en El otoño del patriarca, lo que quise hacer fue un catálogo de los gobernadores de México en los años 70, que no es menos escalofriante que el de los dictadores latinoamericanos”, apunta en entrevista Vicente Alfonso.

El nuevo libro del escritor y periodista se titula   La noche de las reinas (Alfaguara, 2022),/ Gabriel Pano/ EL UNIVERSAL
El nuevo libro del escritor y periodista se titula La noche de las reinas (Alfaguara, 2022),/ Gabriel Pano/ EL UNIVERSAL

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La noche de las reinas cuenta cómo hace más de 40 años se celebró en México un certamen de Miss Universo, en una entidad donde el Gobierno Federal dispuso todas sus fuerzas militares para apagar una guerrilla y reprimir las protestas estudiantiles. La novela sucede en Mazatlán, un lunes 14 de julio de 1978, ahí confluyen las historias de Melinda Farmer, la Miss Universo de Sudáfrica; Jacinto Garay, el reportero que no se rinde ante el silencio impuesto; Irene Aguilar, una mujer que busca justicia; y Román Higareda, el gobernador.

En conversación, el autor y Premio Nacional de Novela Élmer Mendoza 2022 (por La sangre desconocida) platica sobre la investigación que desarrolló para la escritura del libro, las violentas herencias que envuelven al país en múltiples censuras y el papel del escritor como transmisor de testimonios.

La novela se desarrolla en Sinaloa, pero bien podría ser Guerrero o cualquier estado del país.

En una reunión con un grupo de narradores me preguntaron por las referencias directas y les respondí que todos los personajes son inventados, pero todos los hechos son reales. Decía Juan José Saer que la ficción no es lo opuesto a la verdad, sino un complemento. Entonces quise hacer un ejercicio a partir de eso. Es decir, personajes como Higareda son una amalgama de muchos personajes. Encontré anécdotas referidas en libros y periódicos, muchas que parecían inverosímiles porque en ese momento, en los años 70, los gobernadores eran dueños absolutos de su territorio, a la única persona a quien le respondían era al Presidente de la República y eso se ve reflejado en la novela.

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La reina de belleza sudafricana Margaret Gardiner, el 24 de julio de 1978. HEMEROTECA DE EL UNIVERSAL
La reina de belleza sudafricana Margaret Gardiner, el 24 de julio de 1978. HEMEROTECA DE EL UNIVERSAL

Hoy ese poder no ha cambiado.

Tenemos tradiciones fuertes, algunas no muy honrosas, pero fuertes.

Por ejemplo, la tradición de la violencia generada por corrupción y la corrupción como un mal que gusta.

Sí, y también la violencia silenciada. La primera vez que escuché referir de un muchacho desaparecido por razones políticas en Torreón, Coahuila, fue porque estaba leyendo un libro de Elena Poniatowska, Fuerte es el silencio, ahí menciona el nombre y la situación en que desaparece un muchacho en Torreón. Lo leí como una especie de errata, me parecía que ese tipo de cosas no pasaban en mi ciudad. Fue una absoluta vuelta de tuerca darme cuenta de que sí estaban ocurriendo, lo que no estaba pasando era que se contaran, que se socializaran. Entonces hay ciertas prácticas arraigadas, la violencia es una de ellas y la imposición de silencio es otra.

El personaje Garay menciona que nadie quiere hablar.

Garay es otro personaje compuesto. Uno piensa de inmediato en Ricardo Garibay, pero también en Federico Campbell que estaba haciendo crónicas en esos años y que refiere cómo lo más difícil es encontrar quién quiera hablar. La gente tenía miedo porque muchas veces la policía política se disfrazaba de reporteros o de antropólogos e iban a la sierra a preguntar. Cualquier persona podía ser un agente del gobierno y eso volvía sospechosos a todos. Entonces nadie quería hablar. La misma Elena Poniatowska se topó muchísimas veces con esa barrera de silencio que hacía más difícil recolectar testimonios. Garay es una suerte de homenaje a todos esos que se echaron a la espalda la tarea de recopilar testimonios incómodos.

¿También es homenaje a Carlos Montemayor?

Sin duda. Montemayor de quien ya hice una investigación sobre cómo fue recopilando lo que cuenta en Guerra en el paraíso, efectivamente se enfrentó a silencios oficiales y no oficiales, y todavía lo recordamos y le agradecemos por lo que hizo, no sólo en ese libro sino también en Las armas del alba.

Es sintomático que a los muchachos que murieron en el asalto al cuartel Madera (1965) y a los que nombraron sus cómplices —algunos ejecutados—, les llenaran la boca de tierra porque eso quiere decir que se está imponiendo un silencio, era una amenaza, un escarmiento para quienes quisieran hablar de ello.

Imponer una cortina de silencio viene desde nuestros primeros minutos como nación. Hay que recordar que cuando fueron ejecutados Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, sus cabezas fueron colgadas en la Alhóndiga de Granaditas por diez años y hubo una pena que iba desde diez años de cárcel hasta incluso la muerte para quien siquiera los mencionara. De ahí viene nuestro miedo casi genético.

¿Qué silencios enfrentaste en la investigación?

Tardé cuatro años investigando y la novela la escribí en cuatro meses, fue un trabajo de archivo importante. Soy alguien que se siente mejor escribiendo desde el reporteo, desde la investigación, pero la oficialidad tiene una habilidad tremenda para instalar narrativas felices, sobre todo en ese momento, en una era pre internet. Es decir, las versiones oficiales borran cualquier hecho que sea indeseable o incómodo y eso es lo que pasó en muchas de las situaciones que aparecen en la novela. Siempre encontraba versiones oficiales y eso me complicaba hacer la crónica. Por ejemplo, de la “Operación Asalto al Cielo” que ocurrió en Culiacán (1974) se conservan crónicas, pero cada vez es más difícil encontrar testimonios directos.

De esto, José Emilio Pacheco decía que se parecía al cuento El bosque de Akutagawa que conocemos popularmente como Rashomon, en donde hay muchas versiones encontradas y en disputa. México era un poco así, sobre todo cuando se refería a la violencia política. Siempre había nuevas versiones que trataban de borrar la anterior. El desafío fue ir pelando las capas de la cebolla para encontrar lo que hay al final de todas esas versiones.

El concurso de Miss Universo ¿representó un riesgo por tener los ojos del mundo sobre realidades complejas?

En los años 70 había el discurso de que esos certámenes eran prácticas saludables de convivencia entre naciones y creo que no hay mucha manera de defender esa visión porque en realidad son prácticas de cosificación de las mujeres. También se decía que no había nada de política involucrada, pero en los mismos 70 ya andaba en circulación el lema que ahora ha regresado: lo personal es político. No podemos hablar de que no hay política cuando en Sudáfrica se celebraban dos certámenes porque estaba el Apartheid, entonces ¿cómo podía haber una eliminatoria para chicas blancas y otra eliminatoria para chicas de color?, ¿cómo podían decir que no había una política involucrada si se estaba haciendo una práctica discriminatoria? Para darle vuelta al asunto organizaron una nueva eliminatoria que se supone era abierta a todas, pero persistían las prácticas horribles como la matanza en Soweto, ¿cómo defender eso? o hablando de otros países, ¿cómo defender la presencia de la junta militar en Argentina o la estancia de Pinochet en Chile?

Pienso en estas chicas, entre 17 y 20 años de edad, que se convertían, de pronto, en embajadoras involuntarias de sus realidades, algunas se atrevían a expresarse libremente y eran coartadas de inmediato.

También está Irene que en nombre de la libertad es sometida.

Si el certamen de belleza es un catálogo de violencias, en México, en la sierra, se robaban chicas de doce, trece y quince años —aun sucede—. Lo que pasa en el nivel de las reinas, pasa también en el de las muchachas de todas las clases sociales.

Con Irene es de nuevo el juego de las identidades. Con ella pensamos en Lucio Cabañas pero también están algunos dirigentes estudiantiles y profesores universitarios que, involucrados en la lucha, de pronto resultaba que ellos de 30 y tantos años tenía de pareja una chica de catorce años. Es brutal, con eso lo que quiero decir es que era uno de los asuntos silenciados, cómo estos personajes partícipes en movimientos parecía que todo lo que hacían estaba bien y no, tenían su lado oscuro.

¿Hay paralelismo entre los caciques del pasado y los sicarios actuales?

Los hay, en algún momento me tocó subir a una sierra en el norte del país, iba con la encomienda de reportear, pero me topé con que nadie en el pueblo quería hablar porque el padrino del pueblo era un hombre poderoso, era el dueño del hotel, era el que apoyaba la escuela, era el que pagaba los quince años de todas las muchachas, era el que apadrinaba a los chavos que se querían ir a trabajar al otro lado y entonces todo mundo tenía este voto de silencio.

Si en ese momento había gobernadores con la cultura del self-made man (el hombre que se hace a sí mismo, el que viene desde abajo, que es pescador, obrero o campesino), ahora también está la cultura del personaje que dice: pues aunque la vida sea corta, a ver hasta dónde me alcanza. Creo que es una trampa que persiste, sobre todo porque son narrativas que se imponen con mucha fuerza y que no necesariamente significa que esas personas sean así, un buen ejemplo de self-made man.

Garay está obsesionado por hallar una buena historia, ¿te reflejas en ello y en la nostalgia por el periodismo?

Sí, soy un periodista que hace novelas, como decía el maestro García Márquez: me siento más cómodo reporteando las novelas que inventándolas. En varias ocasiones me tocó ver conversaciones entre Daniel Sada y Federico Campbell. Campbell venía de la escuela del periodismo y decía que había que investigar las novelas, Sada venía de la escuela de la fabulación y decía que uno tenía que sacar todo de la imaginación. Soy team Campbell sin dejar de admirar a Daniel Sada.

En el personaje de Garay hay mucho de mi arribo a la madurez, el decir qué puedo hacer y qué retos me voy a imponer. Por eso también aparece ahí el libro de El viejo y el mar de Hemingway porque es otro periodista que se metía a hacer novelas y que a los 53 años publicó esa obra que es una muestra de lo que puede hacer un narrador experto.

Regresando a Higareda, ¿cuál es la cosa más extravagante que leíste sobre los gobernadores?

Me encontré con un testimonio de un gobernador norteño que solía hacer fiestas y por alguna razón —creo que porque las piscinas eran símbolo de estatus—, hacía cenas de gala; todo el mundo llegaba muy bien vestido y en el momento clave de la cena aparecía un personaje con una charola llena de centenarios, es decir, de monedas de oro. El tipo empezaba a arrojarlas a la alberca y decía: "El que se meta a sacarlas son suyas". Entonces la gente vestida de gala se tiraba a la alberca y el gobernador disfrutaba mucho organizando eso.

Y los músicos que armonizan hasta las siestas de Higareda, ¿son reales?

Sí, encontré gobernadores que no tenían tres músicos, algunos casos era una pequeña orquesta que los acompaña para todos lados, es increíble cómo las figuras de los gobernadores llegan a acumular tanto poder. Me parecía una manera interesante de reflejar su protagonismo y aludir a algo que tiene que ver con el título de la novela porque todo el tiempo, por ejemplos estos músicos que también son guardaespaldas, hablan de las armas como las reinas. No nada más es la noche de las señoritas que están concursando, es una noche que está llena de armas.

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