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En Formas de atravesar un territorio (México, 2024), afectuoso film 2 de la documentalista chiapaneca de 43 años Gabriela Domínguez Ruvalcaba (primer largo: La danza del hipocampo 17; cortos: Del huipil a la chilaba 06, Hermosa danza de la resistencia 13, y Ladridos 17, codirigida con Tuji Kodato en Cuba; un episodio del film ómnibus Dancing in the Street, 11 grados de separación 20), mejor documental femenino en Morelia 24 y mejor documental en el Portland Ecofilm Festival 24, la matriarca tzotzil doña Sebastiana Hernández vive a solo treinta kilómetros de la gran ciudad chiapaneca de San Cristóbal de las Casas al lado de sus jóvenes hijas de padre finado Maribel, Margarita, Rosalinda y Angelina Pérez Hernández y cuatro más pues en total son 11, con las que se dedica a la siembra de maíz, el pastoreo de ovejas y el tejido y el bordado que ejecutan siguiendo métodos tradicionales e incluso ancestrales, ya que de ellas sólo una de las mayores, Margarita, habla español y trabaja desde hace diez años en un hotel donde lo aprendió, primero como recamarera y ahora como supervisora de piso, y al que diario se dirige a bordo de una motocicleta que pasa a recogerla, mientras su familia permanece en su pequeña propiedad y en sus selváticos alrededores serranos próximos a un río, aceptando de buena gana y a plena conciencia (“Mira que te están grabando”) participar con otras mujeres tejedoras de la localidad de Bautista Chico (o Sba Vits Tik) en la película que filma su amiga la realizadora Gabriela y su equipo técnico integrado en exclusiva por mujeres para no espantarlas ni perturbar su sencillo pero excepcional predominio, jamás fácil porque está lleno de sorpresas de un territorio femicomunal.
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El territorio femicomunal sitúa propositivamente así su fresca y humilde pero tenaz acometida formalista, jamás crítica, en un crucial punto creativo donde pródigamente convergen el realismo documental, la ficción intempestiva, la fantasía deliberada y el inalcanzable cine ensayo, bajo una profunda y cordial perspectiva femenina de esas chavas campesinas originarias cada día distribuidas de tres en tres (tres tejedoras, tres sembradoras, tres pastoras), diríase genealógicamente veraz, pues la contundencia narrativa de los hechos va a registrarse y a surgir desde su principio, desde los orígenes básicos de sus actividades preservadas, desde la trasquila de blancas o negras ovejas recién atrapadas que se efectúa mediante grandes tijeras especiales, el deshilado utilizando husos antiguos, la elaboración de bolas de estambre con ayuda de un palo sujeto en sus extremos por las manos de un niñita auxiliadora, la siembra encabezada por la incansable madre diligente, el pastoreo que rebasa el sector custodiado por el generoso guardabosques don Manuelito Hernández Gómez para prolongarse hasta las inmediaciones de la urbe contigua, todo ello puesto en diáfana y vivencial evidencia por la reposada edición de Delia Huerta Cano y la realizadora y siempre respetando los diálogos en tzotzil nítidamente captados por la sonidista en directo Emma Viviana González, para destinarse a un recreativo ambiental diseño sonoro de Christian Guiraud.
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El territorio femicomunal acomete desde su órbita de relaciones más inmediatas el retrato de un gineceo de criaturas solas de risa fácil y lágrima llana, conviviendo entre ellas o al interactuar con la realizadora amiga, botadas de risa al atrapar a las ovejas para amarrarlas rumbo a la trasquila y al analizar la vieja foto escolar de la directora a los 6 años descubriendo sus zapatos blancos, gimoteando en un sacudimiento al recordar eventualmente al padre difunto que “me enseñó tantas cosas”, cual momentos privilegiados y supremos, por encima de cualquier discurso verbal o preconcepción retórica, acontecidos de pronto sin previo aviso ni preparación, sucedidos y valorados porque sí, en situaciones cotidianas (acompañando a las chavas a su faena o a Margarita a su transporte hacia la ciudad en motocicleta anónima) o suavemente provocadas (por la añorante foto ajena de fin de cursos hecha circular en el reposo nocturno), pues la cordial docuficción también se ha atrevido a cruzar sin fractura el territorio del carácter, la actitud y la índole afectuosa de esas féminas admirablemente accesibles y espontáneas, de trato distinto al de los “kaxlanes” urbanos (blancos y mestizos ladinos) al lado de quienes habitan, o ven vivir en la televisión de la que hablan, muy dueñas de su cultura, sus tradiciones y su indomable lenguaje, en las actividad andariegas e inmóviles de su ámbito más íntimo, al parecer igualmente impenetrables e indescifrables, como si sucedieran en territorio infranqueable o difícil de atravesar (de ahí el conceptuoso y largo título de la cinta).
El territorio femicomunal puede entonces, y únicamente entonces, plantearse el dilema de si se posee un territorio o el territorio nos posee, que corre subyacente a lo largo de todo el preficcional y predramático flujo descriptivo-expresivo de la cinta, cuyas inminencias poéticas crean esa súbita coreografía improvisada a un costado de los sembradíos, o esa bucólica virgiliana imagen cuya simpleza se interviene casi puerilmente con motitas de lana que lentamente caen y llueven por todas partes, dotando al relato de un discreto y brioso onirismo hipercalculado que poemáticamente se provee a breves y eficaces dosis, en manera sorpresiva, al mismo nivel de encantamiento feérico que la imprevista sesión de bordado de las pastoras mientras arreados por un perro Canelo sus borregos, o se hallan a punto de extraviarse en busca de pastizales más a su gusto, y por supuesto el triunfal arribo de esas mismas pastoras a las estrechas calles descendentes de San Cristóbal de las Casas.
Y el territorio femicomunal se permite concluir su quasi metaensayístico no-discurso con una nube de lana sin urdir, apenas manipulada por dedos rebosantes de alba suavidad y tersura sensual compensatodo.