La ciudad de México en la que Frida Kahlo nació en 1907, la que pintó en los años 20, por la que se desplazaba para estudiar, pasar por el estudio fotográfico La Perla que su padre tenía en Motolinía y Madero, trabajar en un taller de grabado o caminar con su novio, hoy es una urbe en donde se ha vuelto cotidiano su rostro.
A la vista de los miles de estudiantes que llegan a la Preparatoria 5 de la UNAM, al sur de la capital, está un food truck con una atractiva pieza de arte urbano: una Frida Kahlo con la edad de las preparatorianas, que oye música a través de grandes audífonos sobre su diadema de flores, toma café caliente y mira directo con sus ojos negros y sus cejas tupidas que parecen las alas de un pájaro volando.
En las calles su imagen toma más espacios cada vez. Sus cejas únicas ahora están en muñecas Lelés de indígenas otomíes o en las de lana que cuelgan de los espejos de los autos.
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Frente a la Fuente de los Coyotes, en el corazón de Coyoacán, en los puestos de artesanías es inevitable advertir su rostro y figura estampados en ingeniosos productos con sello mexicano. Sobresale uno en el que, entre bolsas, playeras y alcancías, exhibe unas muñecas Fridas con trajes típicos de la República Mexicana. “Sus vestidos los hacen unas compañeras oaxaqueñas”, dice la señora Aidé Reyes mientras sostiene en sus manos una que luce como tehuana.
“Se las llevan para Colombia, Italia o Argentina”, cuenta esta mujer que todas las mañanas, desde hace 40 años, viaja de la colonia Guerrero a Coyoacán para instalar un pequeño negocio que comparte con su esposo y que, en los últimos dos años, ha sido refugio para sobrellevar sus enfermedades. Aidé ha creado un relato que la une a Frida en el dolor y que expresa su devoción por ella: “Soy sorda, y tengo fibromialgia y lupus. Frida también tenía fibromialgia y yo me identifico mucho con ella, por eso empecé a trabajarla más. Nos dicen que esto no nos permite levantarnos porque todo el día estamos con dolor, pero también tenemos que comer”.
Aidé es una de las tantas artesanas o comerciantes que ofertan productos inspirados en la obra y personaje de la artista en plazas o sitios turísticos de la ciudad, principalmente en Coyoacán. Desde las playeras, bolsos y delantales que cuelgan en pasillos del mercado de Xicoténcatl y Allende, hasta chalinas con autorretratos y diademas con flores de satén que mujeres indígenas venden en la esquina de la Casa Azul. En frente, otra comerciante despliega en un puesto rodante pines, imanes, carteras, bolsas y coloridos cinturones y aretes de chaquira, cuyas pequeñas cuentas perfilan el busto de la pintora.
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La artista, que no pudo crear murales, inspira a artistas urbanos que tapizan muros en distintas zonas. Tan solo a una cuadra de la Casa Azul se despliega un mural de grandes dimensiones, mientras que en la colonia Juárez otro decora la fachada del Mercado Lucerna y, en la Escandon, las paredes de una cocina argentina muestran a Frida junto a La Mona Lisa, la Venus de Botticelli y La joven de la perla de Johannes Vermeer, en una salida nocturna de chicas con la ciudad y sus luces al fondo.
Esas escenas urbanas se suman a las esculturas que se encuentran en rincones de Coyoacán, como en el Parque Frida Kahlo, donde, en una escultura de Gabriel Ponzanelli, la artista vigila el sitio desde su pedestal en forma de pirámide. Desde ahí dialoga con otra de sus estatuas, también de Ponzanelli, quien la inmortalizó de pie junto a Diego Rivera en una escena que engalana un corredor verde y florido. A unas cuadras de ahí, en el Palacio de Cortés, otra escultura de Juan Carlos Peña, retrata a la pareja de artistas.

TRINIDAD MEXICANA
Todo esto no sólo hay que pensarlo en términos de la “fridamanía”, tan citada en este milenio, sino que en México la imagen de Frida está tan presente como las de la Guadalupana en diciembre y la Catrina en noviembre. Una trinidad de figuras femeninas con muy distintos cultos, ideologías y seguidores, que ya es parte de la historia cultural. Con las tres se producen constantes formas de reapropiación cultural que son llevadas a una economía informal y que conectan especialmente con grupos sociales populares y jóvenes.
Como ha pasado con aquellas, Frida cada vez ocupa nuevos lugares urbanos y familiares, pero también adquiere representación en la cultura popular con una alta creatividad o grupos contemporáneos la retoman y adaptan. Su imagen, su obra y su escritura se adoptan: “Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?” se lee en letra manuscrita, bajo un corazón, en una espalda tatuada. Esa relación tiene que ver por una parte con los vínculos de Kahlo con el arte popular -que se perciben más en los exvotos- y, por otra parte, con su capacidad única de verse a sí misma que detona preguntas y respuestas, en particular, entre mujeres del mundo actual.

Además de que da nombre a escuelas y casas de cultura, están los museos donde se pueden ver obras y aspectos de su vida: el Museo de Arte Moderno, que exhibe su mayor obra: Las dos Fridas; la Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo, en San Ángel; la Casa Azul, en Coyoacán, donde pasó su vida -una alcaldía donde es más famosa que los coyotes mismos-, y ahí mismo la recién abierta Casa Roja, que fue propiedad de su padre y que muestra la vida familiar.
Sin embargo, algunos de los cuadros más icónicos están cada vez más lejos del público. El acceso a la Casa Azul, por ejemplo, tiene un costo para ciudadanos mexicanos de 160 pesos y para extranjeros de 320 pesos; además, sólo es posible comprar por Internet con antelación. A esto se suma que el Museo Dolores Olmedo, que posee la colección más vasta de su obra, cerró sus puertas desde la pandemia.
REDESCUBRIMIENTO Y AVIDEZ
Fue a finales de los años 70 cuando inició una especie de redescubrimiento de Frida Kahlo; un proceso en el que tuvieron que ver feministas de Estados Unidos, y donde fueron claves los libros de Raquel Tibol, Hayden Herrera y Marta Zamora.
A la par del mercado del arte, se abrió otro: el de productos con su imagen y nombre, que es controlado por una empresa internacional, Frida Kahlo Corporation, dueña de los derechos de la marca; es propiedad del venezolano Carlos Dorado, después de que en 2005 Isolda Pineda Kahlo y su familia vendieron la marca; no obstante, las partes mantienen un pleito legal por la vigencia de esa venta.
Una idea de lo que es ese mercado se ve en el IMPI (Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial) que tiene 69 registros bajo el nombre “Frida Kahlo”, que incluyen la comercialización y renovación de licencias de cientos de productos; una vasta lista de objetos convencionales y costosos disponibles en tiendas departamentales y en línea: perfumes, tequila, vino, muñecas, toallas sanitarias, limpiadores, tazas, bolsas, playeras, tenis, lentes...
En esta relación de la ubicuidad de Frida, el personaje, su marca y su imagen se multiplican en las exposiciones inmersivas: han sido más de 10 las programadas desde 2019; el acceso oscila en los 300 pesos y no hay obras de arte sino ambientaciones sobre el personaje. Sin control, surgen museos y hasta restaurantes con su nombre.
Mientras, en las grandes ligas del mercado del arte, Frida es una de las favoritas de las casas de subastas rompiendo récords por encima del propio Diego Rivera. El último que logró fue en 2021 cuando el cuadro Diego y yo alcanzó los 34,9 mdd. Sotheby's alista una subasta para noviembre en Nueva York de su autorretrato El sueño (1940), que estiman que se venda entre 40 y 60 mdd, con lo cual podría convertirse en la obra más cara de ella e, incluso, de cualquier mujer artista.
La fiebre por Frida también domina la agenda de museos internacionales. El Museum of Fine Arts, de Houston, prepara para enero de 2026 la exposición Frida: The Making of an Icon, con 130 piezas, que luego viajará a la Tate Modern de Londres, donde estará hasta enero de 2027.
LA CIUDAD QUE PINTÓ
Aunque se vio interrumpida por el accidente de 1925, hubo una cotidiana relación entre la ciudad y Frida Kahlo que se conoce por su escritura y por algunas de sus primeras obras. De la década de los 20 es su Paisaje urbano, con chimeneas y postes de luz; en Échate la otra, de 1925, y la Cantina tu suegra, de 1927, pintó pulquerías; en la inconclusa Pancho Villa y la Adelita, de 1927, aparecen ella, los volcanes, un tren y fábricas; de 1929 es El camión, un óleo donde se ven edificios, letreros, humo de fábricas y un muy diverso grupo social.
Si bien, después pintó más las ciudades de San Francisco y Nueva York, volverá a trazar detalles de Coyoacán en Mis abuelos, mis padres, y yo, donde aparece su casa; llevará personajes populares a El Zócalo es suyo, o escenas de la vida urbana como el crimen de una mujer en Unos cuantos piquetitos, y un cuadro inconcluso del año de su muerte, 1954, reflejará la urbe en construcción: Los hornos de ladrillo, un paisaje que vio en Iztapalapa en una de sus últimas salidas. Aunque menos populares que sus autorretratos, estas obras revelan su vínculo con esa ciudad que la transformó hace 100 años y que hoy la ha convertido en un icono.