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Desde su primera edición en el año 2011, el Festival Internacional de Cine de la UNAM se ha convertido en un espacio fundamental para acercarse a otras cinematografías bajo un marco de selección que, a contrapartida de las expectativas fílmicas moldeadas dentro de la cartelera comercial, permite apreciar formas multivalentes del pensar y hacer cinematográficos. Heredero de la práctica exploratoria iniciada por el viejo FICCO (Festival Internacional de Cine Contemporáneo, 2004-2010), la intención de base era crear un nuevo panorama de autores y películas que no encontraban un nicho de exhibición en los festivales conocidos hasta ese momento, además de consolidar un festival realizado dentro del recinto universitario que albergara espectadores de la más diversa índole.
A lo largo de estos 15 años, mediante sus distintas secciones y eventos como seminarios, conferencias y mesas redondas, FICUNAM ha confeccionado un inventario fílmico enciclopédico donde encontramos desde Masao Adachi, Chantal Akerman, Alan Clarke, Lav Díaz, Marguerite Duras, Harun Farocki, Marcel Hanoun, Eve Heller, Otar Ioselani, Saodat Ismailova, Leobardo López Arretche, Darezhan Omirbayev, Artavazd Pelechian, Kinuyo Tanaka, Peter Tcherkassky, entre muchos más. Este año conmemorativo no fue la excepción y pudimos comprobar del 29 de mayo al 6 de junio, la plasticidad de un cine de resistencias y aleaciones, versátil, celular que ha construido en torno de sí una urdimbre fílmica de referencias y amplitud visionaria. La imposibilidad de abarcar toda la oferta audiovisual en unas cuantas páginas obliga al ejercicio de selección forzada, tentativa de atisbo singular de ideas fílmicas en materia o mosaico en construcción.

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Tres magníficas retrospectivas surcaron las historias del festival: la tríada colaborativa de Anne-Marie Miéville, Jean-Luc Godard y Fabrice Aragno, la etnografía sensorial de la cineasta brasileña Paula Gaitán y el cine del tiempo diferido o lo no regular de Hou Hsiao-Hsien. En esta última tuvimos la oportunidad de ver en 35 mm películas además de las conocidas Polvo en el viento (1986), Tres tiempos (2005) Millenium Mambo (2001) o La asesina (2015), entre otras; esa maravilla de El tiempo de vivir y el tiempo de morir (1985) que contiene toda la belleza límpida y crepuscular de la infancia del cineasta taiwanés, los conflictos China-Japón expresados en la pequeña historia familiar con sus característicos grandes planos generales entre estatismo y movilidad intermitente, empleo de mamparas, emplazamientos múltiples y laberínticos donde el detalle de las ramas de un árbol revela una instantánea reminiscente del joven Hou, caminando de la mano de su abuela mientras recogen guayabas en el trayecto.
Muchos redescubrimientos también en esa otra sección de reciente cuño Umbrales, caleidoscopio fílmico experimental que, en el afán de disgregación y analogía, conjunta todas las historias del cine desde las vanguardias de los años veinte hasta los máximos exponentes del cine estructural que con dos ejemplos bastan. El cortito más reciente del discípulo de Peter Kubelka, el austríaco Albert Sackl; su Milena Fina al teléfono (2025), juguetito filosófico con una cámara Bolex en movimiento milimétrico controlado de un lado a otro, a la Michael Snow, para repensar las intensidades espaciotemporales y la duplicidad del fotograma en cuasiesteroscópicas secuencias que dan cuenta del reverso de la imagen de potencialidades inciertas. O bien, El cuarto de sombras (2024) del colombiano afincado en Francia, Camilo Restrepo, barthesiana cámara de ecos textuales, pictóricos y fílmicos que van desde Paul Klee al Libro de la risa y el olvido kunderiano, de Brecht a Travis Wilkerson o de Dennis Hopper a Paul Grimmault pasando por Debord, Kluge y un largo etcétera, donde una actriz habita un universo de encuadres perfectos y colores primarios ubicuos, espacio estrecho e infinito a la vez cuando el mundo en guerra se manifiesta en sonoridades abrumadoras. En este lugar entre el sueño y la vigilia, las frontalidades armonizan con las declamaciones de Élodie Vincent a la Straub-Huillet que recuerdan a la configuración en superficies de un Georges Perec en su Cámara obscura.
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De la sección Atlas que nos brindó la oportunidad de disfrutar lo mejor del cine de autor contemporáneo, encontramos, por ejemplo, a dos grandes del cine chino: las dos partes de Juventud (2024) del documentalista Wang Bing (película sobre la que escribí en Confabulario el año pasado) o A la deriva (2024) de Jia Zhangke, o también la última película del enfant terrible rumano Radu Jude, Kontinental’25 (2025) o del conocido cineasta coreano Hong Sang-Soo, En la corriente (2024). Y ya que de filias siempre se trata, prefiero centrarme en la última película del cineasta poliédrico londinense Ben Rivers. Como ya lo había hecho desde su corto Esta es mi tierra (2006) y en su largometraje Dos años en el mar (2011), Rivers regresa en su Bogancloch (2024) al trabajo colaborativo con Jake Williams, un ermitaño, especie de Walt Whitman redivivo que habita los bosques escoceses en el más puro estilo de un Thoreau en Walden cuyo acontecer dividido en las estaciones del año nos ofrece el entorno vivo y secreto de la vida natural. Rivers se recrea en ese ecosistema multivalente filmado en 16 mm de blancos y negros monocromáticos, alternados en montaje por imágenes fijas de los recuerdos de Jake, polaroids a color, intervenidas y erosionadas por el tiempo. Como en otras partes de su filmografía, Rivers trabaja con las densidades matéricas de lo documental, en gradaciones o estratos de imágenes cuyos principios de grano, textura, profundidad y metamorfosis convergen en un plano secuencia cuando Jake se prepara un baño en una tina ubicada en el exterior, frente a un paisaje inmenso y nevado (mientras nos recuerda su canto a las hojas en una secuencia previa, al recitar The Underground de Seamus Heaney) y una cámara omnipotente inicialmente frontal, luego oblicua hasta llegar a un top-shot progresivo que culmina en una vista a ojo de pájaro de tiempo dilatado, convertida en plano cósmico magistral.
Finalmente, de la sección Competencia Internacional caracterizada por la presencia de grandes realizadoras como la cineasta iraní Bani Khoshnoudi con su Punto de Fuga ( 2024), la argentina Tatiana Mazú con la película ganadora de esta sección, Todo documento de civilización (2024) o el primer largometraje de la directora portuguesa Marta Mateus, Fuego de viento (2024), incluida también dentro de la Semana de Cine Portugués en la Cineteca Nacional realizada del 11 al 19 de junio. De entre ellas, ahondaré en la película Underground (2024) de la directora japonesa Kaori Oda que ya había sorprendido en otras ediciones del Ficunam desde Cenote (2019) filmada en el norte de Yucatán, y que en esta ocasión retoma algunos de los motivos de su película anterior Gama (2023) donde relataba, mediante la presencia de un guía, las historias de los sobrevivientes escondidos en las cuevas naturales durante la Batalla de Okinawa. Podríamos pensar que es un díptico entre testimonio-narración y acción viva, o performance en actualización al iniciar con una secuencia en profundidad de campo de un túnel con Oda de espaldas mientras observamos una serie de proyecciones multicolor y estroboscópicas sobre las superficies, acompañada de un diseño sonoro electrónico extenso. Así, la película transcurre entre tres caminos distintos: las secuencias-experiencia del guía en las cuevas, las secuencias subterráneas performáticas de superficies cual si fueran lienzos donde se manifiestan imágenes marítimas en sobreimpresión, garabatos a color o fosforescencias abstractas sobre muros y cuevas y, finalmente, la ficción en paralelo de una chica que juega a desdoblarse en otra, identificada como “La sombra” (en homenaje directo al pre-cine de las sombras chinescas) actriz-bailarina-cineasta con la que Oda colaboró para crear otra forma de superposición proyectiva del cuerpo sobre rocas, árboles y otros objetos. Estas “huellas vivas” como las llama Oda o inscripciones (si seguimos la idea de Farocki) de la memoria histórica y personal en la naturaleza se transforman en imágenes testigo e incluso ejercicio metacinematográfico durante un momento dentro de una sala de cine para desembocar en los cruces entre lo humano y lo animado, aquello que la voz de la chica señala: “Pienso-Yo, Pienso-Nosotros.” Afirmación de interdependencia e interrelación de los seres cuyo corolario en la secuencia final en long-shot del bosque en silencio sonoro (que nos recuerda a los bosques de luto de Naomi Kawase) mientras un joven toma una cornamenta de venado y se funde con el paisaje.
Este breve recorrido deja fuera, inevitablemente, muchas películas y algunas secciones más, por ejemplo, la competencia de Ahora México con un espectro de cine mexicano contemporáneo por demás sugestivo entre los que destacó, a mi parecer, Un techo sin cielo (2025) de Diego Hernández. De tal modo, algunos festivales de cine pueden ser más que una alfombra roja para las celebridades, sino una red de pasajes que combinan los más diversos itinerarios fílmicos, criaturas contradictorias, inasibles, de volatilidad y resiliencia, que parecieran invocar otro tipo de espectador. Es en ese placer soterrado, donde no hay escapismo espectacular sino despertar y pregunta, ese universo de simultaneidades múltiples que el cine permite visualizar al mismo tiempo, en donde encontramos una inventiva galopante y las desdichas cotidianas posibilitan momentos de coincidencia y recuperación del ejercicio colectivo. Enhorabuena, pues, Ficunam por convertirse en un pequeño continente, promesa de nuevos imaginarios y transmigraciones fílmicas.