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Se impone la idea, no sin estar expuesta a restricciones históricas y rechazos académicos, que los populismos actualmente predominantes en el mundo son fascismos de baja intensidad, o como los llama Federico Finchelstein, los Trump y compañía serían “Wannabe Fascists” que comparten características –ya estructurales, ya fenoménicas– con los movimientos, las aspiraciones y los regímenes de Benito Mussolini y Adolf Hitler.
En The Wannabe Fascists. A Guide to Understanding the Greatest Threat to Democracy (California University Press, 2024), Finchelstein, profesor de origen argentino radicado en Nueva York, dice que Donald Trump (su libro fue escrito antes de la Segunda Venida del nuevamente presidente de los Estados Unidos) y sus imitadores, como Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Narendra Modi, Javier Milei y Viktor Orbán, entre otros, son “fascistas aspiracionales” que incluso sin asumirlo plenamente o no haber leído Mi lucha, toman del ideario fascista y nacionalsocialista la violencia como fin en sí mismo y la militarización de la política, la mentira como arma recurrente de propaganda, la xenofobia militante (contra los migrantes, los delincuentes, los musulmanes o los laicos, o nuevamente, los judíos) y el poder absoluto de un hombre fuerte. Habría sido interesante conocer –lo ignoro– el gasto social de los grandes dictadores con el realizado por el populismo de hoy para comparar esa inversión pública tan redituable. La repulsa de las élites es común al fascismo y al populismo; este último ha agregado a la lista el odio a los intelectuales y a los científicos, en su tiempo cortejados por los antiguos fascistas.
Pero mientras Hitler llegó al poder en las elecciones de 1933 con el 43 % de los votos y logró la mayoría en el Reichstag que poco después incendiaría, pactando con los centristas, Mussolini, una década atrás, obtuvo la presidencia del consejo de ministros tras presionar en la calle al rey Victor Manuel III. El Duce fue un dictador constitucional en el contexto legal de una monarquía de la que habría querido deshacerse, según algunos historiadores, mientras Hitler destruyó con rapidez la democracia; ambos, a diferencia de los populistas actuales no tenían los recursos democráticos como armas a usar a contentillo. Las daban por abolidas.
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A partir de 1945, con el general argentino Juan Domingo Perón, antiguo fascista a la cabeza, los populistas se deshicieron de lo más ostentoso de los regimenes derrotados (e incluso el general Francisco Franco, cosa que no menciona Finchelstein, “desfascistizó” su dictadura temeroso de ser desalojado del poder por los aliados) e hicieron de las elecciones la forma de revalidar su mandato, poniendo al servicio del Estado la lucha contra un formidable “enemigo interior” que hiciese casi imposible la victoria de oposiciones “desnacionalizadas”, es decir, privadas de toda pertenencia a la comunidad nacional, al “verdadero” Pueblo como un cuerpo uniforme con el dictador como cabeza.
A veces, los populistas aceptan derrotas parciales, o recurren, respaldados por el ejército, al fraude electoral masivo, como ocurrió el año pasado en Venezuela. El caso de Silvio Berlusconi es de interés y hubiera merecido algunas páginas: su populismo alteró la mentalidad italiana pero no quiso o no pudo colonizar el resto de un Estado democrático que lo sobrevivió.
Queda claro, que como los fascistas ayer, los populistas utilizan la democracia liberal para desmantelarla o conservarla de manera cosmética. Combinan los populistas, la noción dictadorial de la soberanía nacional encarnada en el jefe con procedimientos electorales, que más que para la alternancia política, sirven para mantener en estado de movilización total y belicosa a las masas. Quisiéramos haberlo leído en The Wannabe Fascists pero su autor no encuentra esa función en las convocatorias electorales populistas.
Algunos populistas, nos recuerda Finchelstein, como Modi, no están exentos de haber promovido la violencia étnica y de insinuar su bondad cada vez que pueden, mientras Trump, el 6 de enero de 2021, intentó un golpe de Estado en el Capitolio, que habiendo fracasado, deja muy claro su carácter confeso de dictador, tarea en la que se empeña desde hace cien días desde la Casa Blanca. El populismo contemporáneo, “forma autoritaria de democracia” haría “trascender” al fascismo clásico, dice Finchelstein, o sería su paradójica “democratización”, pues lejos de sacralizar la violencia, la convierte en la actividad permanente de sus enemigos.
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Las formas de represión populista suelen ser selectivas, ajenas al Terror de Estado, porque su control social es tan absoluto que no requieren de este, salvo en situaciones de emergencia como la que padecieron Daniel Ortega y su siniestra esposa en 2019 o Nicolás Maduro. Olvida Finchelstein, por cierto, que los populistas suelen subcontratar a la delincuencia organizada o tolerarla, como en México, para que la ciudadanía se concentre sólo en autopreservarse y la población posterge la política democrática como una urgencia cívica. Tampoco explica el autor como los valores fascistas del peronismo, trasvestidos en guevarismo, pasaron a la dictadura de Jorge Videla, en principio, “antiperonista”.
Ágil y claro, aunque escasamente profundo, The Wannabe Fascists no es el mejor de los innumerables tratados que el populismo como tema de nuestro tiempo está dando a las prensas, aunque su tesis central, me parece, es correcta. El populismo puede llegar a ser, parafraseando a Susan Sontag, “el fascismo con rostro humano”. Es lástima que Finchelstein prefiera analizar a los populistas de derecha que a los de izquierda, olvidando que esa distinción es anacrónica y le falte claridad al decir que métodos bárbaros de exterminio, como los utilizados por las dictaduras argentina y chilena durante la pasada centuria, no fueron necesariamente fascistas, porque el fascismo clásico, como el populismo contemporáneo, suele hacerse del poder merced a la democracia.
Vladimir Putin, por ejemplo, sólo tiene de populista el haber llegado al poder electoralmente, mientras que las dictaduras coreana, cubana o china, no son populistas pues carecen –orgullosamente– de todo origen democrático, así sea ilusorio, como fue el caso del PRI y de sus ancestros.
México, como es frecuente en esta clase de estudios, no aparece en The Wannabe Fascists, acaso porque el populismo de López Obrador y de su sucesora, aún en 2024, les parecía de muy baja intensidad. No sería mala idea que alguien le envíe a Federico Finchelstein un ejemplar de Letras Libres de mayo de 2025 para que lea el histórico ensayo del expresidente Ernesto Zedillo, “México: de la democracia a la tiranía”. Quedará actualizado el profesor en el tránsito hacia la autocracia comandado, aquí, por nuestros “aspiracionistas” en el poder.