Hoy la Unión Europea (UE) enfrenta una de las mayores crisis político-democráticas de su historia. El ascenso visible de la extrema derecha en varios países alerta sobre los cambios político-sociales que se desarrollan en el Viejo Continente, y los retos que ello implica.

Hace dos décadas, la irrupción de partidos populistas de extrema derecha en la política europea habría sido inimaginable. Basta recordar el ascenso del Partido de la Libertad en Austria, cuando logró formar una coalición en el 2000 y acceder al poder. Esta situación generó una reacción inmediata por parte de la Unión Europea y la mayoría de sus países miembros, quienes manifestaron su preocupación y marcaron distancia ante las posturas políticas adoptadas por este partido.

En aquel entonces, existía cierta confianza en la capacidad de las sólidas y arraigadas democracias europeas para contener y detener estas anomalías políticas. Sin embargo, en 2010, en Hungría, el partido populista de extrema derecha Fidesz tomó el poder, desafiando nuevamente estas expectativas y generando un nuevo panorama político en la región.

En la actualidad, los partidos de extrema derecha están experimentando un rápido avance, lo cual se refleja tanto en las encuestas como en la obtención de posiciones, además de su influencia en las políticas nacionales, impulsadas por plataformas nativistas y populistas.

Al analizar las tendencias dentro de la UE, resulta evidente que los países con mayor población muestran alguna forma de presencia política de partidos de extrema derecha, representando un porcentaje que supera el 20% de las preferencias electorales. Es decir, una quinta parte de los electores.

¿Qué ha propiciado este incremento político de los partidos de extrema derecha? Se trata de un fenómeno complejo y multifacético en Europa, producto de diversos factores socioeconómicos, políticos y culturales en la región.


El primero de estos factores tiene sus raíces en la caída del Muro de Berlín y el desmembramiento del bloque socialista europeo. Durante la era bipolar, los partidos socialdemócratas promovían políticas sociales y la construcción de un Estado de bienestar, para evitar “contaminarse” de las ideas comunistas.

A la caída del bloque soviético, se fortaleció la creencia de la superioridad del liberalismo económico, que abogaba por la apertura de mercados, la globalización y la interdependencia en redes comerciales como la principal premisa para la paz mundial y el desarrollo social. La interconexión de los Estados impediría los conflictos y el libre mercado incrementaría la calidad de vida.

Sin embargo, el desmantelamiento del rol del Estado como gestor del entorno económico tuvo impactos negativos en las políticas sociales. Las ayudas fueron disminuyendo. El peligro del comunismo soviético había desaparecido y, quizá, ya no eran tan necesarias. La crisis económica de 2008 marcó el fin de esta narrativa. La disminución del nivel de vida en varios países europeos fue un golpe devastador.

Surgió un discurso en contra de las élites, de la corrupción de los gobiernos tradicionales, de la incapacidad de los tecnócratas gubernamentales, a quienes se culpó del deterioro generalizado del nivel de vida, se señaló a Bruselas de imponer políticas neoliberales y controles fiscales en contra de las necesidades reales de las poblaciones y, por supuesto, también se culpó al banco central europeo. Todos estos elementos fueron tomados por los partidos de extrema derecha.

Las fuerzas antidisturbios forman una barrera en la avenida Hrushevskoho, Kiev, Ucrania, el 22 de enero de 2014. El día anterior se habían empezado a producir enfrentamientos violentos entre las unidades antidisturbios y los manifestantes a favor de la UE, lo que dejó un saldo de al menos cuatro personas muertas y cientos de heridos. Fotos: "Crisis de Ucrania" © Guillaume Herbaut, Agence VU’ vía World Press Photo
Las fuerzas antidisturbios forman una barrera en la avenida Hrushevskoho, Kiev, Ucrania, el 22 de enero de 2014. El día anterior se habían empezado a producir enfrentamientos violentos entre las unidades antidisturbios y los manifestantes a favor de la UE, lo que dejó un saldo de al menos cuatro personas muertas y cientos de heridos. Fotos: "Crisis de Ucrania" © Guillaume Herbaut, Agence VU’ vía World Press Photo

La crisis económica generada por la pandemia de Covid-19 —la mayor que se haya registrado— agravó las disparidades económicas y sociales ya existentes en la Unión Europea. Se redujeron las tasas de crecimiento en general y se distorsionaron las cadenas de suministro para la producción industrial. A esta situación, ya delicada, se sumó la guerra en Ucrania. En 2022, se registró una inflación elevada derivada de la escasez y la especulación en los mercados energéticos, así como del aumento en los precios de los alimentos, lo que a su vez afectó los precios de otros productos y el costo de vida.

En 2022, mientras la inflación alcanzaba 8.4%, los salarios apenas aumentaron un 4.2%, lo que marcó una disminución real del poder adquisitivo en los hogares. Varias economías reportaron signos de depresión económica.


En Europa ha crecido el desempleo y la inestabilidad del mercado laboral, caracterizado por trabajos a tiempo parcial con escasa protección social y salarios insuficientes (conocidos en inglés como poverty wages), afectando a la baja la vida de los europeos. Desde 2019, se ha observado una disminución del 3% en los salarios en Alemania, un 3.5% en Italia y un 6% en Grecia, lo que ha impactado directamente en el acceso a productos básicos como leche, carne o aceite, así como en servicios esenciales como electricidad y gas. Este panorama ha llevado a que las personas opten por dietas menos saludables y variadas, teniendo efectos negativos en la salud, especialmente en la de los niños.

La pobreza en la Unión Europea se ha convertido en una realidad explotada por los partidos de ultraderecha. Actualmente, el 20% de la población comunitaria, es decir, uno de cada cinco ciudadanos, se encuentra en situación de pobreza o en riesgo de exclusión social. Esto afecta a unos 95 millones de habitantes, con un impacto particularmente notorio en países como Rumania, Bulgaria y Grecia, donde en promedio el 31% de la población se encuentra en estas condiciones.

Miembros de partidos de izquierda gritan consignas  mientras queman una bandera de la Unión Europea, en una protesta en el  puerto de  Tesalónica. (Foto: GIANNIS PAPANIKOS. AP)
Miembros de partidos de izquierda gritan consignas mientras queman una bandera de la Unión Europea, en una protesta en el puerto de Tesalónica. (Foto: GIANNIS PAPANIKOS. AP)

Pero también economías más avanzadas como Alemania, Bélgica, Portugal y España reportan que más del 20% de su población está en riesgo de pobreza. A nivel comunitario, el promedio también es de 20%. Es crucial destacar que esta situación afecta de manera más significativa a los adultos jóvenes, con un porcentaje del 26.5% para aquellos de entre 18 y 24 años, mientras que entre los adultos de 25 a 49 años el porcentaje de afectación es del 19.9%. Estos jóvenes se sienten frustrados, no tienen un futuro claro y su ingreso laboral no les alcanza.

Por otro lado, la universalidad de acceso a los programas sociales muestra deficiencias. El 34% de los franceses no tienen acceso a estos apoyos; 35% en Alemania; 46% en Bélgica, y 57% en España. Los más afectados son las personas en el rango social más bajo.

¿Qué más se suma al caldo de cultivo de los partidos de extrema derecha en Europa? Lo que se conoce como las dimensiones ocultas de la pobreza. En estas circunstancias de empobrecimiento, las personas que se ven afectadas experimentan un sentimiento de exclusión social y una profunda vergüenza. La extrema derecha se aprovecha de estos sentimientos para obtener réditos políticos.

Estos elementos, como el desempleo, la inflación, la pobreza, la inseguridad social, la desigualdad en la distribución de la riqueza, junto con la percepción de falta de oportunidades y un futuro incierto, han engendrado descontento y desconfianza hacia los gobiernos y partidos políticos tradicionales, así como en las instituciones europeas.


La merma en la calidad de vida se convierte en un terreno fértil para los partidos populistas de extrema derecha. Estos partidos se han beneficiado de la crisis económica, la inflación, el desempleo y la pobreza.

La crisis migratoria ha abonado al fortalecimiento de la ultraderecha en Europa. Las oleadas migratorias, particularmente notorias durante 2015 y 2016, y nuevamente después de la pandemia —en el transcurso del 2023, se han registrado 165 mil entradas no autorizadas, superando el número total del año pasado—, han sido explotadas por los partidos de ultraderecha para movilizar a sectores de la población preocupados por la inmigración y la seguridad nacional. Se considera a los no nativos como amenazas para el Estado-nación monocultural, sus valores y tradiciones.

Hay que recordar que los partidos de ultraderecha promueven una visión de Estado que busca la unidad a través de un enfoque nacionalista y culturalmente homogéneo. El discurso se enfoca en la defensa de la identidad nacional y étnica, oponiéndose a cualquier mezcla que pueda poner en riesgo la existencia del grupo nacional. Esta línea discursiva promueve la defensa del “ser nacional” y del grupo étnico local, rechazando el pluralismo y la diversidad de intereses grupales.

Pero incluso al interior de la propia nación, estos partidos niegan la existencia de pluralidad y diversidad dentro del pueblo, lo que les impide interactuar o negociar con lo que está fuera de la unidad. Esta negación se extiende a ciertos grupos identificados por criterios religiosos, culturales, políticos, étnicos o preferencias sexuales.

Personas ondearon las banderas de la Unión Europea, Cataluña y España durante una protesta a favor de la unión del territorio español, un día antes de que se realice el referéndum (SUSANA VERA. REUTERS)
Personas ondearon las banderas de la Unión Europea, Cataluña y España durante una protesta a favor de la unión del territorio español, un día antes de que se realice el referéndum (SUSANA VERA. REUTERS)


Entre los factores políticos que han impulsado a los partidos populistas de extrema derecha se encuentra su diferencia con los partidos tradicionales como comunistas, socialistas y cristianodemócratas, los cuales tienen una doctrina fundacional, una filosofía o una tradición intelectual establecida. En contraste, los partidos de ultraderecha carecen de una claridad ideológica definida. Su base se sustenta en un “populismo irracional” y en un pragmatismo político. Durante años, se han mantenido en la oposición, criticando abiertamente al gobierno en el poder y capitalizando diversas crisis. Su discurso se construye con base en culpabilidades, señalando a las élites como responsables de llevar al pueblo europeo a la miseria económica y al menoscabo de sus valores, cultura y tradiciones. Estas élites son vistas como las clases altas; los medios de comunicación que tergiversan la información; los intelectuales que promueven el liberalismo, la multiculturalidad y el internacionalismo; y los partidos políticos tradicionales que no han resuelto los problemas económicos y sociales, mostrándose agotados. La retórica de extrema derecha fomenta el resentimiento hacia las estructuras tradicionales y dominantes del poder, alimentando la ira, los miedos y las frustraciones.

La desinformación y la radicalización en línea han acentuado las divisiones sociales y políticas, erosionando la confianza en las instituciones democráticas y fomentando la intolerancia.

De esta manera, estos partidos de ultraderecha logran penetrar en las estructuras del poder político. Inicialmente, los partidos tradicionales evitan negociar o establecer acuerdos políticos con ellos. Sin embargo, cuando la extrema derecha obtiene posiciones electorales significativas, fuerza a los demás partidos a sentarse a negociar y hacer acuerdos.

En Europa, la situación política muestra claramente el control de estos partidos en países como Italia, Hungría, Finlandia y Polonia (aunque las elecciones más recientes en este último país lograron un cambio político más moderado), donde gobiernan o forman parte del gobierno.

En Italia, Giorgia Meloni capitalizó la debilidad y las disputas internas de los gobiernos de coalición, que ha sido el signo de la política italiana desde 2013 y que ha generado una marcada inestabilidad. Esto ha llevado a que la gente perciba un desgaste en los partidos tradicionales. Meloni ha sabido capturar la frustración de los italianos hacia el gobierno y la Unión Europea, promoviendo valores como “Dios, Patria y Familia”. Ha basado su discurso en la xenofobia, destacando la incapacidad de los gobiernos en resolver los problemas de la migración y pobreza de los ciudadanos comunes. Impulsó una ley para prohibir que parejas del mismo sexo registren legalmente a los hijos de sus parejas.

En Hungría, Viktor Orbán ha construido su discurso mediante un constante ataque a los inmigrantes, a la comunidad LGBTQ+ y a la Unión Europea. Ha sido un ejemplo paradigmático al minar gradualmente las instituciones democráticas en Hungría, consolidando el poder en su partido Fidesz, limitando la libertad de prensa y adoptando políticas antiinmigración.

Polonia, aunque intentó seguir los pasos de Viktor Orbán, se encontró con una resistencia más firme por parte de los partidos de oposición y las instituciones, lo que ha dificultó la implementación de medidas similares.

En Finlandia, Petteri Orpo, reconocido como un político más tradicional, ascendió al poder reemplazando a Sanna Marin a través de una alianza con el Partido de los Finlandeses, de tendencia nacionalista. Este cambio pone bajo escrutinio políticas relacionadas con la ayuda al desarrollo, el medio ambiente y la migración.

En Suecia, el primer ministro Ulf Kristersson cuenta con el respaldo de los Demócratas de Suecia, un partido antiinmigración y euroescéptico.

En otros países como Francia, Suiza, Luxemburgo, Bélgica, Alemania, Países Bajos, Eslovenia y Eslovaquia, los partidos de extrema derecha representan entre el 20% y el 30% de apoyo, lo que les confiere una importante presencia política y los coloca en una posición negociadora. Por ejemplo, en Alemania, las encuestas sitúan al partido Alternativa para Alemania (AfD) en un 22%, un aumento significativo, pues en las elecciones de 2021 registraban el 10%. En Francia, la Agrupación Nacional (RN), el principal partido de extrema derecha, cuenta con un 24% de apoyo y algunos analistas consideran que podría ganar las elecciones presidenciales de 2027.

Figuras como Giorgia Meloni, Viktor Orbán y Marine Le Pen han consolidado su base de apoyo adoptando posturas nacionalistas, antiinmigrantes y euroescépticas.

Sin embargo, se observa un fenómeno interesante entre los partidos de extrema derecha y sus líderes: en algunas ocasiones durante las campañas electorales, han suavizado sus discursos para atraer a sectores más amplios de la sociedad. Por ejemplo, Marine Le Pen ya no aboga por la salida de Francia de la UE y del euro. Similarmente, Giorgia Meloni, al llegar al poder, ha moderado su posición y se ha alineado con las políticas comunitarias, incluso ha demandado a la UE mayor apoyo financiero, eficiencia en detener la llegada de migrantes a las costas italianas.

En el caso del partido Alternativa para Alemania, han adoptado una postura más acorde con las políticas tradicionales en materia económica, presentando una política fiscal conservadora. No obstante, varias de las propuestas planteadas por los partidos de ultraderecha simplemente no son viables, al menos a corto plazo; muchas de estas propuestas son más bien demagogia popular.

A pesar de ello, los movimientos de ultraderecha continúan manteniendo un apoyo considerable en varios países europeos. Sus agendas y discursos siguen encontrando eco entre sectores descontentos de la población.

Todas estas experiencias de la extrema derecha no exponen las mismas características o patrones. No existe una extrema derecha común o igual en toda Europa, ya que cada país tiene su propio contexto en el que se enmarcan estas posturas extremistas y populistas. Algunos son proatlánticos, otros prorrusos y hay quienes tienen una inclinación más hacia el populismo, el nacionalismo o la radicalidad, mostrando alrededor de 60 características diferentes.

Pero, entre las características comunes se encuentran las siguientes: buscan reformas radicales en el sistema político y económico, se oponen a la democracia liberal, al capitalismo y a la Unión Europea, y tienden hacia sistemas autoritarios. Estos movimientos dividen a la sociedad en dos grupos homogéneos y antagónicos: la “gente pura” frente a la “élite corrupta”. Aunque favorecen el gobierno de la mayoría, limitan el equilibrio constitucional de los poderes, erigiendo al poder Ejecutivo como el más importante, lo que pone en riesgo la protección de minorías y derechos individuales. Además, buscan unificar a la sociedad bajo valores, cultura y prácticas comunes. Una gran parte de ellos no respalda las políticas de lucha contra el cambio climático.

El incremento en los precios de la gasolina, la calefacción y la electricidad ha generado una reacción violenta contra las políticas medioambientales, situación que la extrema derecha ha sabido capitalizar. Este fenómeno tuvo su inicio en Francia con el movimiento de los “chalecos amarillos” en 2018, inicialmente una protesta contra el aumento del impuesto al carbono en los combustibles para vehículos.

Alternativa para Alemania tuvo un gran apoyo en este año por manifestarse en contra de las disposiciones del gobierno que buscaban prohibir los calentadores de petróleo y gas. En tanto en los Países Bajos surgió un nuevo partido amparado en un movimiento de agricultores contra las limitaciones a las emisiones de nitrógeno.

El escenario futuro pone en perspectiva las próximas elecciones al Parlamento Europeo en 2024. Giorgia Meloni está trabajando en la conformación de una amplia alianza entre partidos de centro-derecha, extrema derecha, populistas, conservadores y reformistas europeos, buscando imponer una línea radical.

El ascenso de estas corrientes políticas plantea desafíos para la cohesión y la integración europea, generando tensiones en la toma de decisiones a nivel continental y socavando los principios fundamentales de la Unión Europea.

El ascenso de la ultraderecha en la Unión Europea ha sido el resultado de una compleja combinación de factores socioeconómicos, políticos y culturales. Estos partidos emergen en momentos de crisis y desesperación, aprovechando discursos populistas que critican la burocracia de la Unión Europea y promueven agendas nacionalistas y valores culturales tradicionales. Estas narrativas han resonado entre sectores descontentos de la población, frustrados con la política convencional. Esta situación presenta desafíos significativos para la estabilidad democrática y la cohesión en la región, y su persistencia genera preocupación para el futuro político de Europa.

Se prevé que conflictos prolongados como el de Ucrania, las crisis en Medio Oriente y África Subsahariana impacten negativamente en la economía europea, así como en el flujo migratorio. A esto se suman los efectos adversos del cambio climático, el deterioro del nivel de vida y la posible vuelta de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, con un discurso nacionalista que podría influir y vincularse con líderes extremistas en Europa.

A pesar de ello, las instituciones democráticas europeas, como quedó evidenciado en el caso polaco donde los embates no debilitaron las instituciones, podrían actuar como un escudo para contener a los partidos de extrema derecha dentro de ciertos límites. También es importante considerar que los líderes de la extrema derecha, al llegar al poder, suelen moderar sus políticas y enfrentan dificultades para implementar medidas radicales.

La antigua estrategia del “cordón sanitario” ya no es efectiva. La realidad actual es la presencia creciente de estos partidos en la vida política de Europa. Por lo tanto, es necesario negociar con ellos y diluirlos en la diversidad de intereses reales y representaciones políticas diversas. Se debe fomentar el diálogo intercultural, promover la educación y la diversidad, y abordar las preocupaciones económicas y sociales, como la desigualdad, la inflación, el desempleo y la pobreza. De este modo, lograr un mejor ambiente social y político que no ponga en riesgo los valores democráticos europeos.

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