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Niños muy fuertes
Existen casos de eventos climáticos denominados Niños muy Fuertes que han cambiado el curso del clima del Planeta: capaces de remodelar paisajes o de provocar la desaparición de sociedades.
(Documental Nat Geo Wild)
1
Vio el aviso por Internet. “Se regala un gato blanco y negro de cuarenta y cinco días. Lo abandonaron en la puerta de una farmacia. Está sucio y flaco, necesita cariño, un buen baño y limpieza manual de pulgas”.
La carta de presentación le interesó bastante a Emilio, que hacía un año ya vivía solo y cada vez que su hijo lo visitaba, sentía que el niño se aburría solo como un niño podría aburrirse. Pensó al gato como un imán para la casa del padre soltero, del maduro separado que solamente tuvo un hijo porque perpetuar la pareja ya no era posibilidad. Cuando Cristian llegó a la casa paterna esa tarde, vio la foto del cachorro mojado en el monitor e instantáneamente dijo que sí.
2
Cristian tiene ocho años y vive con su madre. Desde los cinco empezó a practicar deportes orientales de defensa personal: taekwondo, judo, karate. Varía entre uno y otro. Tiene un cuerpo muy desarrollado para la edad que tiene. Todos sospechan que se debe a la fidelidad hacia el deporte.
Al lado de su cama de una plaza, pegado en la pared, un afiche muestra la imagen de un nene rubio abrazando un hombre disfrazado de payaso. El nene llora y el payaso, con un gesto amenazador, lo calma. El fondo de la imagen muestra un bosque sombrío, lo que da a entender que el niño está perdido y la única presencia que tendrá durante un trecho larguísimo de árboles puntiagudos será un adulto que dedica sus días a maquillarse en un circo en el medio de un bosque. El póster se lo regalaron los padres a Cristian cuando era bebé y desde ese entonces, está ahí pegado. Cristian sospecha que el cuadro es desolador. No entiende por qué le empapelaron el primer mundo de ese modo.
Antes de la merienda, mira a través de la ventana de su habitación de hijo único. En el balcón tiene una tortuga de un año, dentro de una caja de zapatos. A su padre le costó horrores conseguir la tortuga. Tuvo que hacer un viaje en auto hasta un páramo, así dijo, para traérsela. Y ahí está la piedra viviente, alternando entre dormir y respirar.
Ahora su madre le trae una leche chocolatada sin gallletitas dulces, no son aconsejables para los deportes del Oriente. Cristian acata, come anillos de arroz. Le gusta chupar el sorbete de leche chocolatosa mientras mira al hombre disfrazado del póster. Cuando suena el timbre sabe que es su padre, que tendrá que apurarse por agarrar su mochila para evitar que comience una batalla olímpica entre él y su madre. Cuando sale de la habitación, su madre le deja un beso húmedo en la mejilla. Cristian detesta ese líquido que se va secando con el aire. Lo arrastra sobre su rostro, lo golpea, lo hace desaparecer.
3
Una vez en el departamento de Emilio, Cristian mira cómo la pequeña bola de pelos se voltea debajo de la cama. Con las uñas nuevas va rompiendo la base del colchón. Lanza maullidos en bajo volumen como si tuviera atrofiada la garganta. Cristian y el gato funcionanen modo de mascota en esa casa, con el estado novedoso que trae la separación. Muebles que huelen a limón, lámparas sin colgar, cables pelados colgando del techo. Emilio entra a la habitación y le pregunta a su hijo si quiere pensar en un nombre para el gato. Cristian mira fijo a la bola de pelos. La ausculta, unos minutos, hasta que pareciera dar con algo. De ahora en más, dice, al gato lo llamaremos: Niño.
4
Niño se enreda en un potus que cuelga de una maceta recién comprada. Ya tiene cinco meses. Emilio lo reta en voz baja, pero el gato sigue maullando incongruencias. Después lo acaricia y percibe en su pelaje una parte sin pelo, con el pellejo al descubierto. Piensa que debería llevarlo al veterinario, pero al rato se olvida.
Esa misma noche, la madre de Cristian toca el timbre. Es día de semana y a Cristian le toca dormir en la casa de Emilio. La mujer le pide a su ex que por favor no le dé tantas harinas para comer, ya que los profesores de aikido le recomendaron que las reemplazara por verduras verdes. Emilio y Cristian comen pizza fría sentados en una mesa recién comprada también, con el nailon que todavía cuelga de una de las patas. Niño maúlla para que le den pero ninguno le hace caso. Al rato, Cristian bosteza. Emilio palmea la cabeza de su hijo, el cabello lacio y fuerte de quien llegó al mundo hace poco. Cristian agradece el gesto con una sonrisa y pregunta si puede llevarse al gato a dormir con él. Ya se puede percibir: el cariño está naciendo rápido, igual que un yuyo. Emilio duda, no le parecen demasiado higiénicas las babas del felino cerca del cuerpo de su hijo dormido. Cristian insiste, mientras sostiene a Niño en alto y lo hace girar en el aire. Emilio dice que sí porque nunca antes había visto a su hijo girando sobre sí con esa sonrisa en la boca.
5
Emilio y Niño pasan varias horas al día juntos en el departamento. Emilio trabaja sentado a la computadora. Niño lo acompaña. La piel sin pelo se ve cada vez más en el lomo del gato, se dice que ya habrá tiempo de ocuparse. Lo cierto es que se acaba de mudar a esa casa y en lo último que está pensando es en ubicar un hospital veterinario cercano a su domicilio. Acaricia a la mascota y todo parece volver a la normalidad. El silencio de Niño es algo que se ha naturalizado hace meses, como un dolor cervical.
6
Cada vez que Cristian duerme en la casa de su padre, se lleva al gato a su cama. Antes de acostarse, Cristian practica patadas de Judo, simula palabras del Oriente, se agacha y agradece. El gato lo mira con una parsimonia implacable. Emilio espía a mascota e hijo a través de la puerta entreabierta. Husmea su propiedad infantil en una cama de madera de pino que compró en varias cuotas. Nota que, por las noches, el gato duerme demasiado cerca de la cara de Cristian, y que además, está engordando. ¿Estará comiendo de más y él no se dio cuenta? ¿Cómo puede no notar esos detalles? Una mañana, padre e hijo desayunan rápido para no llegar tarde al colegio. En el televisor, una movilización multitudinaria grita al unísono y abre grande la boca. Escupen hacia afuera, arrugan el gesto, caminan con fuerza hacia adelante. Emilio abre y cierra la heladera con una velocidad nerviosa. No sabe muy bien lo que hace. La madre de Cristian le llamó reiteradas veces la atención por la irresponsabilidad, las llegadas tarde, la inculcación de la impuntualidad en el único hijo que comparten. Emilio no hace oídos sordos, esa mañana está inquieto. Apenas logra prepararle tostadas y leche chocolatada a su hijo. Apenas logra tomar dos sorbos de café. Cristian tiene los ojos hinchados de haber dormido profundo. Antes de salir, Emilio acaricia apenas al gato y descubre que el pelo ha crecido donde antes faltaba. Esto le da un gran alivio. Se lo comenta a su hijo, pero él apenas le responde. Se cuelga la mochila al revés. Está atontado. Ahora Niño tiene un año y ha desarrollado un pelaje envidiable, unas patas fuertes, una salud única.
7
Tarde a la noche, Niño corre detrás de un bollo de papel con una energía inusitada. Una vez que lo agarra con la boca, se lo entrega nuevamente en la mano a Emilio. El se sorprende. Jamás creyó podría generar esa simpatía con una criatura silenciosa.
8.
Un mes después.
9.
Mientras Emilio peina a Cristian para llevarlo a su práctica de aikido, encuentra ausencia de cabello en algunas partes de su cabeza. No dice nada. Cristian no parece haberlo notado. La lesión es idéntica a la que tenía Niño tiempo atrás. Esa misma tarde, piensa Emilio, llevará al niño al médico. ¿O es al gato a quien debería llevar?Emilio revisa su propio cuerpo, su propio cuero cabelludo, pero no encuentra nada fuera de lo normal. Mientras desespera de inquietud, Niño cada vez más gordo toma sol en la ventana. Cada tanto bosteza. La cautela que sostiene parece robada.

10
A los pocos días, Cristian amanece con una costra blanca al costado de la cabeza. Emilio la toca con asco, es viscosa. Cristian dice que no siente molestia alguna, que quiere volver a dormirse. Se ausenta de sus prácticas de aikido. El gato se queda recostado al lado del niño toda la tarde. No se mueve de ahí. Emilio llama al hospital veterinario pero nadie le responde. Cuando cae la noche, la madre de Cristian toca el timbre en el departamento. Viene a buscar a su hijo. Tiene esa urgencia de las mujeres que han descubierto de pronto la falta de tiempo. Emilio baja a abrirle y no se dirigen la palabra. Una vez adentro, la mujer abraza a su hijo con la potencia de una despedida. Emilio le sugiere que amanse ese cariño porque podría asfixiarlo. Cristian apenas abre los ojos. La mujer, por primera vez en meses, acata. Niño también le exige cariño a la madre y ella responde con caricias en el lomo. El gato ronronea fuerte, como si algún vecino cercano hubiera encendido un gran motor. Cristian empieza a respirar entrecortado.
11
Es una noche cerrada. Apenas se ven cinco estrellas desde la ventana del departamento de Emilio. El calor ralentiza las cosas, como si todo estuviera detenido. Emilio bajó a un kiosco a comprar cigarrillos para él y chocolate para su hijo. Cristian está en cama hace dos días, su habitación está desordenada. Le tira una ratita de plástico a Niño pero él, a diferencia del común denominador de los gatos, no la busca. Cristian insiste, una, dos, tres veces más. Niño mira a Cristian con fijeza. Clava su mirada ahí, como si le es tuviera sacando una fotocopia. Por primera vez, Cristian siente miedo de su mascota. Niño larga un extendido miau que se oye en todo el pulmón del edificio. Cristian retira la mirada. Ese gato blanco y negro ya no le parece encantador, no hay nada en él que haya que salvar, solo se trata de hacerlo permanecer y eso lo aburre y lo asusta en partes iguales. Cristian enciende la televisión y disfruta de los dibujos que se animan ahí. Niño se duerme.
12
Emilio y la madre de su hijo lloran a moco tendido, cada tanto ella pega alaridos que Emilio intenta solapar con abrazos. Los juguetes, carpetas, remeras y joystick de la PlayStation arman un desastre multicolor en la habitación de Cristian, en el living comedor, en la cocina. Una hora antes, Emilio y su exmujer dieron vuelta la habitación del chico con la esperanza de encontrar alguna pista. La mujer no logra calmarse y Emilio no puede ayudarla. De tanto en tanto, ella se moja la cara con agua tibia que viene de la canilla del baño. La mujer pregunta reiteradas veces: por qué, cómo, dónde. Desde la comisaría insisten en que hay que dejar que el tiempo pase, que las estadísticas arrojan que los niños perdidos siempre vuelven, siempre encuentran la manera. Que no hay que subestimar a una criatura que habla. En el noticiero de la medianoche un pequeño apartado indica que se ha perdido Cristian B., la joven promesa para las olimpiadas de karate junior en los torneos olímpicos sudamericanos. Niño mira la pantalla con interés y cada tanto cierra los ojos. Está tan gordo que ocupa dos almohadones del sofá que compró su dueño hace unos días en un descuento importante con esa valiosa tarjeta de crédito. Emilio piensa que la última criatura que vio a Cristian es el gato.
13
Son las siete y media de la mañana. El teléfono de Emilio suena con un ringtone que emula campanas agudas que chocan entre sí. Del otro lado, una voz lúcida, de costumbres sanas, dice: “¿Hola?”. Es el profesor de karate de Cristian. Quiere saber por qué él chico está faltando a sus clases. Evidentemente los hombres salubres no miran televisión. Emilio inventa un viaje muy lejano, asegura que madre e hijo necesitaban vacaciones. Cuando Emilio corta la llamada, nota que las manos le tiemblan.
14
En la sala de espera del hospital veterinario, los asientos de fórmica están congelados. Fue una noche larga. Uno de los focos de luz blanca empieza a titilar. La ecografía del gato no dio el resultado que esperaban y menos mal: ese resultado solamente podía caber en el mundo de los sueños. Emilio está desconcertado, su exmujer duerme sobre un bolso. Una enfermera se acerca para preguntarles si están bien. Emilio responde que sí con un movimiento de la cabeza. Dice que está cansado y que lamenta haber desplegado una crisis de llanto en ese espacio tan reducido. Lamenta que perros, gatos y bichos de todo tipo se hayan alterado por su tono agudo. Lamenta que hubiesen mordido sus correas, las muñecas de sus amos. La enfermera esta vez no le responde. Lo cierto es que ya no sabe cómo tratar a ese hombre empecinado en hacerle abrir el estómago a su mascota.
15
Emilio apagó todas las luces pero ahí seguía, al costado de la cama, el Niño luminoso. Tuvo que cerrar los ojos y hacer fuerza para dormir, porque encandilaba
Triste reino animal
Extinciones masivas se sucedieron
hace millones de años. Tantos, que la propia vida
tuvo tiempo de replantearse, dejando atrás
criaturas que se perdieron para siempre en los
reajustes de un mundo vivo, demasiado joven,
inexperto, y cambiante.
(Documental de Nat Geo)
Hace dos días desayuno debajo de esta sombrilla. El silencio me acompaña aunque, cada tanto, oigo quebrar esa ola. Es la rotura lo que hace ruido. La playa del Sur Argentino es tan binaria, tan del invierno pero de paisaje enero y febrero. Cierro los ojos para que el sol me dibuje otro color y me tiemblan las manos, otra vez. Dejé la medicación en el bolso del hotel. Voy a hacer el ejercicio de que no me importe. Todavía tengo rastros de juventud en los pómulos. Me recojo el pelo hacia atrás. Estoy dando una buena imagen.
Dos chicas jovencitas cuelgan luces sobre estructuras metálicas, y el director de la película inventa ángulos con la cámara. Pueden estar un rato largo así, incluso horas. Yo cierro los ojos y me imagino cosas. Lo mismo que me pasa durante la noche con el insomnio, ese hacer de cuenta.
Vinimos a filmar una película de una mujer que camina mucho por la playa, al atardecer. Pasan otras cosas, como que pierde la llave de su casa y no la reclama, entonces camina y camina hasta que da con un pescador y parece que se enamoran pero al final no, para él en realidad terminan siendo más importantes los besugos y las brótolas. Y así. Tengo que estar mucho tiempo bajo el sol en este rodaje, por eso cuando puedo, descanso. Pido vasos de agua que me traen, intermitentemente. También pido vino y uvas, para ser redundante. O helado de frutas.
El equipo técnico trabaja con gorras de visera para no sufrir golpes de calor, trepan escaleras, bajan, corren, pegan gritos, dan órdenes. Algunos me espían, sobre todo esa parte de mi cuerpo que rebalsa en la superficie de la silla de playa. Están esperando que la actriz muestre señales de vida. Aquí las tienen, el temblor, la piel seca y rotosa al costado de los pies: son mis cincuentitantos. Déjenlos en paz.
Detrás de un grupo de sombrillas puedo ver una cosa rubia y alta ¿qué es? ¿la juventud? Camina en pantalones cortos y sonríe. Con los ojos apenas cerrados por culpa del rayo del sol, logro seguir su recorrido por la playa. Cada tanto me mira. Dejo de prestarle atención y cierro los ojos, otra vez. Es tan sencillo esto de pestañear. La arena, cuando anda con el viento, me pincha la cara. La juventud se acerca y me pregunta si ya estoy lista para ser microfoneada y le digo que si. Lo miro fijo. Es un chico rubio y alto que me levanta la remera y me coloca un cinturón que marca mi cintura. Con cinta bifaz me pega al pecho el centro del micrófono. Le pregunto qué edad tiene y me dice que veinte. ¿Veinte? Es increíble la relación que existe entre edad y autonomía. Me recuerdo encerrada en una casa a esa edad. Me respira en la nuca y también pregunta si me siento bien. Le respondo que sí. Esa es una pregunta que todo menor, aquí, debe hacerme. Que no puede creer estar poniéndome el micrófono, dice. Que recuerda cuando hice de jefa de un plantel de médicos en una telenovela de un canal de aire y que sufrió mucho, señala ese mucho, cuando, por guión, me atropellaba un auto y moría en el instante. Sin un después, sin escena de internación hospitalaria ni agonía. Le digo que gracias y se va...