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Bizancio, Constantinopla, Estambul. Bastan los nombres. Milenios acumulados en el fragor de un destino tumultuoso. Todo pasado es bello y habla con lenguaje simulado. Si el tiempo es una manifestación de la eternidad, la ciudad exaltada no ha mitigado sus pasiones.
Estambul es una ciudad impredecible, lo dijo la Tía Augusta. A pesar de tanta exposición, de tanta historia, conserva secretos todavía. Las nubes se refugian a un costado del mar. Los taxis suben y bajan sin impaciencia, avenidos a los rigores del estío. También grandes y pequeños navíos. Allá y aquí los aromas de las especias elaboradas en el mercado abruman el ambiente.
Los jóvenes, entretanto, aguardan confiados la complicidad del crepúsculo y un pañuelo blanco recorre el cuello de un médico en la calle, recabando el sudor y algunas horas de desdicha. La peste asecha encriptada en otro nombre.
Puerta Sublime, su presencia ha sido constante en cada siglo. Cuántos la recuerdan. Pocas ciudades como ella resuenan en la historia. Grecia y Roma la calaron. Guio al Imperio Otomano durante algunos años (1453 - 1923). Es hoy, su credencial de identidad lo dice, una ciudad turca en el continente asiático, con una extensión enorme, enclavada en un extremo de Europa. Junto al Bósforo y el Mar de Mármara constituye la majestuosa división entre los continentes. Población cosmopolita, además de su progenie alberga a griegos, armenios y judíos, y a nuevos emigrantes cada día.
La luz de la tarde no termina. Cabeza y corazón de un imperio milenario, la hemos entrevisto en la imaginación y el entresueño, y en literatura es eso lo que sobrevive. Un elemento puramente subjetivo el de nuestra percepción.
Goza de tantos privilegios, incluidos no sólo a la epopeya, sino otros terrenales como su café espeso. También, el ser compuerta entre dos históricos mares. Acabará algún día por liberar su desconfianza y reposará tranquila. El alumbrado público y sus fuentes iluminarán sin discriminación puertas y avenidas. Los elementos naturales entonarán una oración atea.
Nada impida que el tiempo trascurra, que las olas se apacigüen y las horas giren con la luna si todo edén es transitorio.
Nunca nuestros pies errantes recalaron en ella, ni hollaron la hospitalidad de sus arenas milenarias. ¿Qué le puede ofrecer un forastero? Es imposible una caricia en la noche silenciosa, como no sea la elaborada con la emoción devota de la tinta y el papel.