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En un buen whisky de malta confluyen no sólo los sabores de la cebada, la turba, el agua que desciende de enormes montañas de granito y el roble de las barricas donde se añeja el licor, sino también las imágenes y las nieblas del país que lo ha hecho popular a nivel internacional: Escocia, tierra de vastas cordilleras y lagos abismales que hablan en el idioma de la distancia bajo un cielo que se curva hacia el fin del mundo. En septiembre de 2003, durante mi primera visita al Reino Unido, tuve la oportunidad de desplazarme en carretera por las Tierras Altas Escocesas en dirección noroeste, cruzando un paisaje sembrado de castillos medievales y dominado por el lago Ness —esa destilería de mitos y leyendas—, lo que logró que la magia del whisky, término que se desprende del gaélico uisge beatha (“agua de vida”), cristalizara ante mis ojos. El trayecto en la carretera continental que sale de Inverness, la capital de las Tierras Altas, termina en un pueblo llamado Kyle of Lochalsh: ahí arranca el puente de dos kilómetros que lleva a Skye, la segunda isla más grande de las Hébridas, el hermoso archipiélago habitado desde el periodo mesolítico. Similar a una pinza de langosta, según escribe Malcolm Slesser, Skye fue bautizada por los antiguos celtas como An t-Eilean Sgitheanach, nombre que significaría “isla alada” o “isla dentada”. El aspecto dentado de Skye lo proporcionan las Cuillin Hills, la cadena de montañas rocosas que constituye un destino ideal para alpinistas y cuyo pico más alto (Sgurr Alasdair) se eleva a unos vertiginosos novecientos noventa y dos metros.
Justo a estas montañas se debe el nombre del mejor hotel de la capital de Skye, llamada Portree o Port Righ (“puerto del rey”), ya que todas las poblaciones de la isla se anuncian en inglés y gaélico. Ubicado a quince minutos a pie del centro del pueblo, y construido originalmente como un pabellón de caza alrededor de 1870, el hotel Cuillin Hills ofrece una vista embriagadora de la bahía de Portree, con casas de colores encendidos y embarcaciones que se bambolean a merced del viento que parece venir de otro cuadrante de la realidad. Desde esa base privilegiada decidí consagrar un día entero a la actividad llamada island hopping —saltar de isla en isla gracias a Caledonian MacBrayne, la empresa líder en rutas de ferry en el noroeste de Escocia— para posteriormente disfrutar los diversos atractivos de Skye, entre los que se encuentran el Old Man of Storr, el extraño monolito creado por la erosión de una meseta de basalto junto a la carretera de Portree; los acantilados de Kilt Rock, que se alzan más de doscientos metros sobre el océano, o el magnífico castillo de Dunvegan, el bastión del clan MacLeod —uno de los linajes escoceses más legendarios— desde hace más de ochocientos años.
Al cabo de cada jornada de excursión regresaba al hotel Cuillin Hills para relajarme en el salón principal con un vaso de Talisker, el whisky de malta fabricado en Skye, mientras los leños crepitaban en la chimenea como en una novela de Agatha Christie y los ventanales brindaban el espectáculo de la tarde al desplomarse con insólita suavidad sobre la bahía de Portree. Y entonces llegaba la cena, cuyo menú cambiaba a diario: todo un agasajo culinario en tres tiempos que alternaba sopas y potajes, pastas y verduras, carnes y pescados, preparados con una delicadeza que se transmitía a la amplia selección de quesos, postres y vinos. El broche de oro era salir al porche del hotel con otro vaso de whisky para dejarme hechizar por el cielo nocturno de Skye, donde las estrellas resplandecen como si pertenecieran a otro universo.
Nueve años después, en marzo de 2012, fui nombrado escritor residente en el bello Hawthornden Castle, ubicado en el condado de Midlothian a una hora en autobús de Edimburgo. Cada habitación del castillo lleva el apellido de un escritor prestigiado, y yo me hospedé por espacio de un mes bajo los auspicios de las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë. De esa estancia fructífera guardo sólo buenos recuerdos: caminatas por el bosque al rayar el día, excursiones a castillos e iglesias medievales en los alrededores. Jamás olvidaré, por ejemplo, la mañana en que desperté para oír por primera vez el silencio de la nieve y descender más tarde a las mazmorras del castillo en compañía de los cinco colegas con quienes compartí la residencia. Tampoco olvidaré el estremecimiento que me recorrió en la penumbra húmeda de las mazmorras, habitadas por presencias arcaicas, ni la caminata matutina durante la que me extravié en el bosque como personaje de cuento de los hermanos Grimm hasta dar con unas ruinas entre la vegetación que despedía un fuerte olor a ajo silvestre. Sólo se oían el rumor del río cercano y mi respiración, que se fue normalizando poco a poco. De vuelta en mi habitación me dejé un mensaje en el vaho que velaba el cristal de la única ventana: “Caminar también es escribir.”
Durante mi mes en Hawthornden Castle caminar por el bosque se volvió justamente uno de mis ritos predilectos. Cuántas veces di con construcciones que irradiaban la extraña hermosura del abandono, con senderos que se interrumpían abruptamente como frases cortadas por el viento. Una de tantas ocasiones en que me perdí en los alrededores del castillo miré al cielo en un vano intento porque el sol me orientara. De golpe aparecieron las estelas o contrails de dos jets que se intersectaron en forma de cruz. Lo tomé, quién sabe por qué, como una buena señal.
Poco ostentosa pero bien surtida, la biblioteca de Hawthornden Castle resguarda buena parte de la colección personal de Drue Heinz (1915-2018), la generosa mecenas y filántropa estadounidense nacida en el condado inglés de Norfolk que compró este edificio del siglo diecisiete para convertirlo en residencia de escritores. Es entretenido hojear los libros de los más altos representantes de las letras contemporáneas en lengua inglesa y descubrirlos autografiados.
Uno de los lugares más encantadores que visité durante mi estancia en Hawthornden Castle fue la Rosslyn Chapel, erigida en el siglo quince con una idea bastante peculiar del sincretismo religioso. La capilla se hizo famosa por ser una de las locaciones de El código Da Vinci (2006), la película de Ron Howard basada en el bestsellerde Dan Brown. Un domingo en que me dirigí a la Rosslyn Chapel asistí por primera vez en mi vida a una misa anglicana. Salí conmovido tanto por los himnos que se cantaron como por la dadivosidad de los asistentes, que al concluir el servicio ofrecieron comida y bebida, y al emprender el regreso al castillo opté por tomar un atajo. Me perdí de nuevo. Deambulé durante un par de horas por caminos y parajes vacíos donde siseaba el sol, haciéndome pensar en lo luminosa que puede resultar la soledad.
Construido en el siglo dieciséis, el Rosslyn o Roslin Castle se ubica en las inmediaciones de la Rosslyn Chapel. Fui tres veces a admirarlo y recorrer sus alrededores. A la sombra imponente de sus muros parcialmente derruidos la temperatura descendía como si el tiempo extendiera un manto de frialdad. En una de mis incursiones encontré una enigmática ofrenda al pie de un árbol, pero me abstuve de tocarla. De regreso a Hawthornden Castle me interné en el bosque para cortar camino y me extravié una vez más. Una soga raída que colgaba de una rama me hizo volver sobre mis pasos: la interpreté como un vestigio más ominoso que infantil.
El cementerio de Rosslyn, ubicado en las faldas de la colina donde se alza la capilla, fue otro sitio que frecuenté a lo largo de mis caminatas escocesas. Allí, según registra mi libreta de apuntes, surgieron varias ideas para el proyecto de escritura en que trabajaba y que me valió la residencia: la tercera parte de El hombre de tweed, la novela que desarrollé en Twitter entre 2011 y 2020. Me pareció ad hoc continuar la historia en la patria del tejido vinculado con la cacería, si bien esa parte de mi libro se ubica en una Venecia en la que convergen diversas épocas: una Venecia simultánea, como opté por bautizarla.
En uno de los hermosos jardines de Hawthornden Castle se yergue un viejo reloj de sol. Había mediodías en que tomaba un descanso en mi rutina de escritura y me sentaba cerca del reloj para leer o simplemente contemplar el paisaje. Creía oír el murmullo del tiempo al pasar. En un sitio especial de mi memoria conservo los atardeceres majestuosos que pude presenciar desde esos jardines. Recuerdo claramente la forma en que el cielo se convertía en un espectáculo cromático y el mundo se preparaba para la noche que se venía encima, la manera en que las nubes eran moldeadas por los caprichos de un clima generalmente inestable como niño, el modo en que el viento iba dejando sus huellas como si el firmamento fuera en verdad una enorme pizarra colocada en un recinto escolar del cosmos.
Durante mi mes en Hawthornden Castle visité varias veces Edimburgo, que desde entonces se convirtió en una de mis ciudades favoritas que he podido frecuentar posteriormente. La primera ocasión en que acudí a la capital escocesa me dio la bienvenida una niebla tenaz que creaba una atmósfera digna de algunos libros de Robert Louis Stevenson, edimburgués eminente donde los haya. En aquella oportunidad fui al Museo de la Infancia, sobre el que ya había leído, aunque nada me preparó para la inquietud que me produjo el lugar con sus juguetes de distintas culturas y sus dioramas a escala natural: la niñez trocada en acertijo irresoluble. (“Los niños —anota Stevenson— están dispuestos hasta a renunciar a lo que nosotros llamamos las realidades, y prefieren la sombra a la sustancia.”) No sé si fue la niebla que ceñía las calles como un puño gris, pero mi primera incursión en el Museo de la Infancia me dejó con una especie de perturbación gótica. Evoqué los sitios donde el alemán W. G. Sebald sentía un estremecimiento similar durante las travesías melancólicas que relata en Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno, Austerlitz y Campo Santo.
Me encaminé luego al cercano Museo del Escritor. Se hallaba desierto. Me entretuve mirando fotografías de Stevenson que nunca antes había visto. En el aire flotaba una música que se interrumpía como si algo, quizá la niebla, la entorpeciera. Y fue la niebla lo que me hizo recordar Secuestrado (1886), la novela de Stevenson que se ofrece como un producto brillante de la más pura tradición narrativa decimonónica y que se plantea como las memorias que David Balfour, su narrador y protagonista de diecisiete años, entrega al propio autor para que las transcriba o “reproduzca” y así se den a conocer al lector. Ubicadas en 1751, en la etapa en que los brutales alzamientos jacobitas de 1715 y 1745 habían abierto una grieta profunda en la política y la sociedad de Escocia —de un lado estaban precisamente los jacobitas, partidarios de la restauración de la monarquía de los Estuardo en Gran Bretaña, y del otro los devotos del rey Jorge I, que había ascendido al trono británico por parte de la Casa de Hannover—, esas memorias registran las aventuras y desventuras que Balfour vive en su ordalía para reclamar la herencia que su codicioso tío paterno Ebenezer quiere arrebatarle y para lo cual es tramado su secuestro a manos de unos marineros poco escrupulosos que planean venderlo como esclavo en las Carolinas en Estados Unidos. La odisea del joven raptado, en la que lo acompaña Alan Breck, por mucho uno de los grandes héroes renegados de la historia de la literatura, se va convirtiendo en un viaje intenso y electrizante que no da respiro e incluye varias de las descripciones paisajísticas más portentosas con que me he topado. Secuestradocuenta con una secuela —algo poco usual en la novelística del siglo diecinueve— que Stevenson tardó seis años en dar a la imprenta y que se titula Catriona (1892). Mientras abandonaba el Museo del Escritor me vino a la mente la célebre opinión de Jorge Luis Borges, uno de los adeptos más fervientes del autor de La isla del tesoro (1883): “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo dieciocho, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson.”
Pocas sensaciones tan extrañas y tan fascinantes como vagar por un Edimburgo conquistado por la bruma. Los viejos edificios parecen regresar a la época en que fueron erigidos, y las estatuas dan la impresión de estar a punto de abandonar sus lugares asignados para echarse a andar. Durante otro día parcialmente nublado subí a Calton Hill, la llamada Atenas del Norte, para contemplar Edimburgo en toda su magnificencia: desde la réplica del Partenón a medio construir pude apreciar cómo la ciudad se extendía en todas direcciones. En otra de mis excursiones a Edimburgo quise ver el mar, así que abordé un autobús del centro de la ciudad al suburbio costero de Portobello. Era, recuerdo bien, un viernes en que el sol semejaba un estallido atómico. Todo era azul, y eso me llevó a pensar que la eternidad debía tener ese color. Y ya que hablo de eternidad, admito que siempre he creído que toda ciudad se define secretamente por la forma en que se ocupa de sus muertos. Por eso cuando viajo me dedico a cazar cementerios. En Edimburgo conocí dos camposantos fascinantes, el Greyfriars Kirkyard y el Dean Cemetery, en los que pasé momentos dichosos, similares a los que viví en el cementerio de Rosslyn.
Un año después de mi residencia en Hawthornden Castle se estrenó Under the Skin (2013), el tercer largometraje del británico Jonathan Glazer (1965), que se ambienta en Escocia y se basa en el debut novelístico del escritor neerlandés Michel Faber publicado en 2000. Luego de poner a prueba su singular talento cinematográfico para indagar en los mecanismos del orbe delincuencial (Sexy Beast, 2000) y en las posibilidades de la reencarnación (Birth, 2004), Glazer entregó uno de los filmes más desconcertantes, siniestros y originales de las primeras dos décadas del siglo veintiuno, una auténtica obra maestra que elige un punto de vista ajeno a la experiencia humana para exhibir lo raro e inexplicable que resulta el mundo que habitamos. Scarlett Johansson, una actriz sumamente capaz que se ha especializado en papeles que exigen que su cuerpo se torne incorpóreo (Her, Spike Jonze, 2013) o bien se fusione con lo maquinal (Ghost in the Machine, Rupert Sanders, 2017), encarna aquí a una depredadora alienígena que llega a la Tierra y específicamente a los bellos y melancólicos parajes escoceses poblados de lluvia y niebla para seducir a hombres solitarios a quienes conduce a una suerte de umbral disimulado como hogar común y corriente para que sean abducidos o más bien absorbidos por la inteligencia extraterrestre a la que ella responde. Es esta una cinta en la que no hay cabida para las explicaciones ni casi para los diálogos, ya que Glazer privilegia la creación de una hipnótica y misteriosa experiencia estética apoyada en la fotografía de Daniel Landin y muy especialmente en la banda sonora de Mica Levi donde el horror al vacío y el pavor orgánico son abanderados por el poder físico de Johansson, que se convierte en disfraz y a la vez en vehículo de un extrañamiento permanente que genera un sentimiento de misticismo profano. Rica en visiones sugerentes que dan cuenta tanto de un erotismo inusual como de un terror cósmico que crece a lo largo de la trama, Under the Skin desafía las convenciones narrativas al soslayar por completo una causalidad evidente y apuesta por mostrar lo que el cine es capaz de conseguir cuando opta por moverse en el terreno del arte puro.