Robert Darnton (Nueva York, 1939) mantiene la energía de un investigador en ciernes. Está costumbrado a consultar archivos, a leer la prensa, dictar conferencias, presidir coloquios y hacer cincuenta lagartijas cada mañana, sin embargo, su mayor virtud es la paciencia. Se muestra accesible con cada uno de los estudiantes y académicos que se le acercan para contarle sus reflexiones o cuestionarlo sobre la situación del mundo. ¿Cómo se construye actualmente la opinión pública?, ¿Cómo se difunden las noticias falsas?, ¿Cómo se puede gestar ahora el temperamento revolucionario?, ¿Cree que el libro en papel vaya a desaparecer?, son las preguntas que más le repiten y a la mayoría responde con un sonriente “no lo sé”.

A diferencia de los historiadores tradicionales que suelen enfocarse en la política y las grandes figuras, Darnton ha rastreado la vida cultural a partir de fuentes no convencionales: libelos, rumores, cuentos populares, archivos judiciales y hasta anécdotas aparentemente triviales, como el episodio en el que unos aprendices de un taller de imprenta en París organizaron una matanza masiva de gatos como forma de protesta contra sus patrones.

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The First Stage of Cruelty: Children Torturing Animals (1751), grabado de William Hogarth (1707–1764). Dominio público. Fuente: Google Art Project / Wikimedia Commons.
The First Stage of Cruelty: Children Torturing Animals (1751), grabado de William Hogarth (1707–1764). Dominio público. Fuente: Google Art Project / Wikimedia Commons.

Su trabajo inscrito dentro de la historia cultural y la escuela de las mentalidades, ha cambiado la concepción de la historia del libro como campo de estudio. “No pretendo entender la información actual, soy especialista en el pasado, no sabría qué hacer con el presente”, dice sin mayor preocupación.

Sus textos se difundieron en el mundo hispano desde que el Fondo de Cultura Económica tradujo su célebre La gran matanza de gatos en 1987, han pasado casi cuatro décadas y su obra se sigue estudiando con avidez. Ahora, en su visita al Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, ofrece un curso sobre la información y la revolución en el París del siglo XVIII, una reflexión sobre cómo las noticias falsas, los rumores y los sistemas de censura ya moldeaban la percepción del mundo mucho antes del internet.

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Está próximo a los 86 años y sigue viajando, dando conferencias, con mucha actividad. ¿De dónde saca tanta energía?

Fortuna, buena suerte. Pero también me ejercito mucho. Todos los días hago cincuenta lagartijas, empecé hace sesenta años y, tras algún tiempo, se convierte en algo fácil. Me mantengo físicamente saludable, aunque muchos amigos han tenido problemas de salud y ataques del corazón, yo he tenido mucha suerte.

En el congreso de Monza en 2011 usted dijo: “Me han invitado a tantos congresos sobre la muerte del libro que he llegado a la conclusión de que es uno de los sectores más vivos”. ¿Sigue pensando lo mismo?

Sí, me lo preguntan con frecuencia y mi respuesta es la misma: el libro está muy bien. Se habla mucho de su muerte, de la obsolescencia de las bibliotecas, pero siguen llenas, y los libros, tanto impresos como electrónicos, se venden bien. Hace 20 o 25 años se pensaba que el libro digital borraría al impreso, pero eso no sucedió. En Estados Unidos, por ejemplo, la venta de libros impresos sigue fuerte. Lo que ocurre es que los medios no se sustituyen entre sí, sino que conviven y enriquecen el panorama. La radio no mató al periódico, la televisión no mató a la radio, el internet no mató a la televisión. Más bien, lo que pasa es que el panorama general se vuelve más complicado y rico.

Su libro The Business of Encyclopédie (1979) fue una de las primeras aproximaciones a la historia del libro. ¿Por qué ha tardado tanto en consolidarse este campo de estudio?

No lo sé. En parte porque la historia del libro estuvo fragmentada. En Inglaterra, por ejemplo, había una bibliografía muy avanzada en torno a Shakespeare, pero se volvió un campo técnico. En Alemania, se centraron en el comercio del libro y las ferias de Frankfurt y Leipzig. En Francia, los estudios se enfocaban en la censura y los privilegios. Lo que faltaba era una visión unificada del libro como fuerza de la historia, no solo como vehículo de ideas, sino como agente de transformación.

¿Cómo se logró finalmente esa visión unificada del libro?

Esa percepción tomó mucho tiempo, empezó en Francia con Lucien Febvre y Henri-Jean Martin que publicaron La aparición del libro en 1958. Lo que hicieron fue poner al libro en medio de todos estos estudios, esto fue una revelación. Cuando llegué a Neuchâtel en Suiza, no sabía nada de esto. Quería escribir una biografía, pero me encantó este campo y dejé la biografía de lado. Me puse a estudiar el libro, especialmente, la enciclopedia y sin saberlo empecé a hacer historia del libro, incluso antes de que el término existiera. Después en Francia conocí a Henri-Jean Martin y a Rogert Chartier, al círculo al que pertenecía François Furet y Daniel Roche y nos enamoramos los unos de los otros, nos volvimos muy buenos amigos y colaboradores. Hay una frase en El burgués gentilhombre de Molière que es una broma y dice “hablo en prosa sin saberlo”. Algo similar me ocurrió: hacía historia del libro sin darme cuenta.

Cuando vemos las fotos de Marie Curie y Albert Einstein imaginamos que estaban hablando de cosas eruditas, pero quizá hablaban de los hijos o del clima. Usted ha trabajado junto a figuras como Carlo Ginzburg y Roger Chartier. ¿Cómo son sus conversaciones?

Soy muy buen amigo de Roger, tenemos un gran sentido del humor. A veces hablamos de la familia, de nuestros hijos o hacemos bromas. En París, por ejemplo, hay un restaurante llamado Le Bouillon Chartier y solía invitarme ahí, bromeando con que era suyo [ríe]. A Carlo lo vi hace dos meses por coincidencia en Francia, y pasamos toda la tarde hablando de todo. Claro que tuvimos algunas conversaciones serias, pero con él me unen muchas cosas. Nacimos casi al mismo tiempo, somos casi de la misma edad, su padre y el mío fueron asesinados en la guerra, por eso hay una especie de… no encuentro las palabras, pero quizá sea solidaridad. Por él siento más simpatía que rivalidad, porque además tenemos la misma visión general de la historia. En una polémica reciente, Carlo dijo que creemos en la verdad con minúscula, y esto en parte es una reacción al posmodernismo, a las teorías literarias exageradas que encontramos ahora.

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Darnton está cómodo hablando de libros, archivos e incluso de su vida personal, pero su rostro cambia cuando se menciona la situación actual de Estados Unidos. “Es un momento difícil para los estadounidenses que amamos México”, dice. Recuerda cómo aterrizó el mismo día que Donald Trump asumía la presidencia, aliviado de no estar en su país. “Me encanta México y aborrezco los comentarios que ha hecho el presidente sobre el país, los aranceles, los inmigrantes. Hay muchísimos ciudadanos estadounidenses que comparten ese sentimiento, pero es innegable que ganó la elección, no por fraude sino porque muchos ciudadanos aceptaron su discurso. Lo que me horroriza es que tantos le creyeran”.

La gran matanza de gatos fue su primer libro traducido al español en 1987. ¿Cómo ha sido su relación con el mundo hispano?

La primera vez que vine a México, tuve un complejo de culpa. Soy estadounidense y la historia de cómo los Estados Unidos ha tratado a México es escandalosa y vergonzosa. Pero me sorprendió la calidez con la que fui recibido, y me enamoré del país. En México he conocido a personas fascinantes, he ido a las pirámides, a excavaciones arqueológicas, incluso a una corrida de toros. Lo mismo me ocurrió en Brasil, donde he estado varias veces y allá la gente también es muy abierta y amistosa.

¿Por qué cree que tardó tanto en llegar su obra al mundo hispano? ¿Refleja las prioridades editoriales o las dificultades de acceso al conocimiento académico?

Es difícil responder. Recibo correos de lectores todo el tiempo, generalmente estudiantes que me escriben para pedirme que les explique las causas de la Revolución Francesa o cosas así, lo cual me conmueve. Me sorprende que mi trabajo sobre Francia del siglo XVIII sea relevante en el mundo hispano, el cual no he estudiado a profundidad ni tengo pretensiones de entender. Se ha convertido en una especie de cariño sino es que amor de mi parte, al punto que me dije: “Tienes que aprender español”. Leo diariamente en español, lo entiendo porque hablo italiano y francés, pero nunca he tenido la oportunidad de hablarlo en público.

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Aunque es uno de los historiadores más reconocidos del continente, él no comenzó su carrera en la academia, sino en el periodismo. Su destino parecía escrito, era hijo del célebre reportero del New York Times Byron Darton, tuvo su primer byline a los cuatro años, cuando un periodista amigo de su padre lo llevó a recorrer Washington D.C. durante la Segunda Guerra Mundial y publicó sus impresiones en el Magazine tal como las había narrado. “Era como el mito del niño desnudo, en el que todo el mundo es muy cuidadoso con lo que dice, pero en realidad el niño habla lo que piensa y yo le fui diciendo al reportero todo lo que veía”.

Funeral del corresponsal de guerra del New York Times, Byron Darnton, en el cementerio militar de Port Moresby. Las personas que cargan el féretro también fueron corresponsales de guerra./ Australian War Memorial
Funeral del corresponsal de guerra del New York Times, Byron Darnton, en el cementerio militar de Port Moresby. Las personas que cargan el féretro también fueron corresponsales de guerra./ Australian War Memorial

Su madre, viuda desde joven, siempre le dijo que los reporteros eran los profesionales más honestos, trabajadores y mejores escritores. A los 14 años comenzó a escribir en un pequeño periódico sobre lo que pasaba en su secundaria, ganando 10 centavos por pulgada de texto. Más tarde, cuando llegó a la universidad, obtuvo un puesto en The Star-Ledger, donde cubría noticias policiales. “Toda mi vida estuve destinado a ser reportero”, admite.

Hasta que obtuvo una beca en Oxford y estudió un doctorado “por diversión”, sin la intención de volverse académico. En su etapa universitaria se integró de manera formal en el New York Times, “no porque fuera bueno sino porque mi padre era muy conocido y me dieron un trabajo de verano sustituyendo a los reporteros que se iban de vacaciones”. Sin embargo, algo no encajaba. En la sala de prensa, mientras sus compañeros jugaban póker y pegaban fotos de modelos en las paredes, Darnton intentaba leer La civilización del Renacimiento de Burckhardt, pero lo hacía a escondidas, oculto tras una revista de Playboy para no ser la burla de la redacción. Fue entonces cuando comprendió que su camino estaba en otro lugar. “Tengo que estudiar historia”, se dijo, y renunció al New York Times. Su madre estaba furiosa, pero él sabía que había tomado la decisión correcta.

Ya tenía el camino para ser periodista. ¿La vocación de historiador llegó o usted la buscó?

Respuesta corta, la vocación me buscó. Yo estaba haciendo una investigación en Oxford, encontré cartas de doscientos años de antigüedad y me di cuenta que podía reconstruir una historia a partir de ellas. No solo era divertido, sino también importante. Fue una revelación. Luego empecé a dar clases, me enamoré de la profesión y se convirtió en una vocación, en algo en lo que creía. Debí haber sido periodista, pero terminé siendo historiador.

Me llama la atención que a veces se refiere a usted mismo como “un periodista”. ¿Se es periodista aún después de ejercer la profesión?

No lo sé. Se dice frecuentemente que el periodismo es un juego para jóvenes, al principio lo disfrutas, pero luego no tienes dinero o te casas y tienes hijos, o se vuelve repetitivo. Después de escribir diez historias sobre asesinatos, todas empiezan a parecerse y hay un cansancio, un burnout. Muchos terminan en la publicidad, en relaciones públicas u otras áreas. ¿Y si siempre me pienso como periodista? Pues a veces sí y a veces no. Pero hay excepciones. Mi hermano menor empezó desde abajo en The New York Times, fue copy boy, luego reportero, cubrió la política en la ciudad, fue a África, documentó la caída del gobierno polaco y ganó un Pulitzer. Él encontró satisfacción en el periodismo y se quedó. Yo, en cambio, tomé otro camino.

Hoy las fake news parecen un fenómeno reciente, pero usted ha mostrado que ya existían en el siglo XVIII. ¿Cree que la historia también es repetitiva?

No estoy de acuerdo con que la historia se repite, vemos cambios y profundas reconfiguraciones de la Comédie humaine, como la llama Balzac. En el siglo XVIII existía el Árbol de Cracovia, donde la gente se reunía a contar noticias que no siempre eran ciertas. También estaban los nouvellistes à la main que escribían periódicos manuscritos y los nouvellistes de bouche que los difundían oralmente. Lo interesante es que la sociedad ya era consciente de la necesidad de distinguir noticias falsas de verdaderas.

Su hermano John Darnton publicó en 2011 el libro Almost A Family, donde narra lo que significó crecer sin un padre. ¿Cree que la vida se experimenta de manera diferente cuando falta una figura paterna?, ¿ha pensado en escribir sobre ello?

No lo sé, porque en realidad nunca supe lo que era tener un padre, entonces, no sé responder a tu pregunta. Por mucho que quisiera escribir sobre mi padre, no tengo información, mi mamá me hablaba sobre él casi de una manera religiosa. En una ocasión, después de una conferencia en Nueva York, una mujer mayor me detuvo en la última fila y me preguntó si era hijo de Byron Darnton. Me sorprendí. Era una señora muy bella, de unos 90 años. Me contó que había salido a beber con él en Greenwich Village en los años veinte. Luego, con una sonrisa pícara, dijo: “No teníamos ninguna moral en aquella época”. Después aclaró: “Pero nunca dormí con él. Qué lástima, sino hubiera podido decirte algo”. Ella me contactó con otras trece personas que lo conocieron, incluso con una mujer que estuvo casada con él. Así fue como escribí The Old Girl Network, un artículo sobre esas mujeres de la bohemia neoyorquina de los años veinte que lo recordaban. Pero no sé si podría escribir un libro sobre mi padre. No tengo suficiente información.

Un historiador encuentra respuestas en los textos del pasado. ¿Alguna vez ha leído los artículos de su padre?, ¿ha conversado con él a través de sus escritos?

En el último mes estuve revisando, en microfilme, un periódico que ya no existe, el New York Evening Post, donde mi padre trabajó de 1925 a 1930. En aquella época los artículos no se firmaban, pero logré identificar los suyos a partir de 1928, cuando cubrió las convenciones republicanas y demócratas o cuando cubrió la candidatura Franklin D. Roosevelt como candidato a gobernador o cuando estuvo siete meses en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. Leyendo sus artículos me di cuenta del tipo de reportero que era: profesional, preciso, con cierto sentido del humor. No es un diario íntimo, pero sus textos me han permitido conocer su estilo, su manera de observar el mundo.