Pocos oficios más peligrosos que el haber sido esposa de un escritor ruso o soviético. “Eres fea”, le decía Dostoievski a Anna Grigórievna. “Sí, lo soy, mi muy distinguido marido”, le respondía ella, su segunda esposa. Se casaron después de los famosos veintiséis días en que éste le dictó a esta estenógrafa profesional, El jugador (1866), que era la velocidad urgente para que el novelista entregara a tiempo su manuscrito y no perdiese, en manos de un editor rapaz, sus derechos de autor. Salvo la persecución política –en 1867, fecha del matrimonio, Dostoievski se había vuelto un fervoroso zarista– Anna Grigórievna (1846–1918), de soltera Snitkin, padeció de la ludopatía del escritor, atendió sus ataques epilépticos con destreza ejemplar, cuidó de sus cuatro hijos (de los que vivieron y de aquellas a enterrar), sacó adelante una economía doméstica desastrosa y convirtió a Fiódor Mijáilovich, al morir, en un hombre medianamente próspero y sin deudas, quien además había sido injustificadamente celoso y era un coleccionista de enemigos. Ella sólo se dio el lujo privado de la filatelia.

 A la muerte del autor de Los hermanos Karamázov, Anna Grigórievna hizo del apellido de su marido una verdadera marca: reunió todo su legado, curó inéditos y borradores, preparó su correspondencia, levantó un archivo colosal, reeditó sus novelas y negoció sus derechos hasta venderlos favorablemente y abrió en el Museo de Historia de Moscú la primera sala en el mundo dedicada a la memoria de un escritor, con manuscritos originales, bustos, fotografías y objetos personales del aclamado escritor. Algo similar hizo, sin duda, Sofía Andréieva Tolstaya (1844–1919), pero los Tolstói eran ricos hacendados y el creador de La guerra y la paz (1869), un hipócrita que predicaba la castidad, aunque contra la voluntad de ella, tuvo trece hijos, a la vez que menudeaban en Yásnaia–Poliana los hijos de sus ardores con las campesinas.

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Crédito: 200yearsdostoevskyanniversary
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 Dostoievski y Tolstói, pese a que lo anhelaban, nunca se conocieron personalmente. El idiota de N.N. Strájov (que según Anna Grigórievna calumnió póstumamente a su marido acusándolo de estupro) se “olvidó” de presentarlos en una conferencia de Vladímir Soloviov porque anhelaba –Strájov– con llevarse el crédito de gestor de un gran encuentro público, que nunca ocurrió, pues Fiódor Mijáilovich murió tres años después, aunque la viuda de Dostoievski alcanzó a conocer a los Tolstói e inclusive platicó un rato con el conde en Moscú. Sofía Andréievna había buscado el consejo profesional de la viuda de Fiódor, ya bien conocida por su eficacia empresarial y resultaron ser buenas amigas hasta el final.

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 Todo y esto más puede averiguar quien lea las casi mil páginas de la primera edición completa en español de las Memorias (Hermida, Madrid, 2023) de Anna Grigórievna Dostoiévskaia, traducidas y editadas por Alejandro Ariel González, partiendo de la nueva edición rusa, restaurada, pues las versiones soviéticas censuraron y condensaron aquello (casi todo) que les incomodaba de Dostoievski, quien estuvo lejos de ser su escritor favorito.

 Aunque siempre pintó a su marido como el más maravilloso de los hombres, con los años, en sus Memorias (aparecidas originalmente en 1925), la alguna vez joven estenógrafa veinticuatro años menor que él, pasó de consignar la agenda de su héroe a dibujarlo en su genio y en sus debilidades: contra lo que yo creía, Dostoievski tocó fondo como ludópata después de El jugador y no antes. Fue una profecía cumplida, ocurrida en Baden–Baden, donde en las mesas de juego, se fue entera la dote de Anna.

 En abril de 1909, la Duma Estatal, el parlamento establecido por el zar Nicolás II para democratizar al régimen tras la Revolución de 1905, aprobó la ley del derecho de autor, reduciendo de cincuenta a treinta años la vigencia de los derechos de los herederos, lo cual ocurría veintiocho años después de la muerte de Dostoievski, de tal forma que en sólo dos años sobre “nuestra familia”, se quejaba Anna Grigórievna, “se habría abatido una desgracia”.

 Tras consultarlo con sus hijos, la viuda de Dostoievski se presentó con el presidente de la Duma, N.A. Jumiakov y dada la devoción rusa por los escritores, fue escuchada de inmediato y con simpatía, por los diputados del partido mayoritario –los liberales octubristas– quienes entendieron que no se trata de una cesión al dominio público, sino de ponerle precio en el mercado a las obras literarias, despojando a los herederos de sus regalías.

 El diputado ponente de la nueva ley había sido Pável Miliukov, quien, ministro en 1917, apostará por el general Kornílov contra Lenin y morirá exiliado en Francia en 1943. Haciendo de lobista en la Duma, Anna Grigórievna sólo logró que se respetasen los cincuenta años del ejercicio del derecho de autor para los herederos, pero no que pasaran gratuitamente al dominio público. Por ello, en 1910, la viuda de Dostoievski ofreció los derechos a El tiempo nuevo, que los rechazó hasta lograr su venta a una sociedad llamada La Ilustración.

 Como para millones de rusos, 1917 fue un desastre para Anna Grigórievna. En febrero de ese año, ella convalecía en un hospital donde se fueron a esconder algunos ministros del zar. Escapaban de los soldados rebeldes, pero al toparse con ella retrocedieron respetuosamente. Meses después, los bolcheviques no fueron tan comedidos y los empleados de la casa de campo de los Dostoievski, la expropiaron. Pero Anna Grigórievna no miró con rencor a los revolucionarios.

 Sus Memorias terminan así: “En general, hay que reconocer que los sediciosos se comportaron como unos caballeros, no ofendieron a nadie y no robaron nada […] Algunos centinelas no sabían cómo usar los fusiles; a causa de eso hubo muchos heridos y, al parecer, muertos. Los centinelas cumplían con orgullo, o mejor dicho sentados, los horarios que les habían asignado. El cantinero les daba de comer; nosotros les llevábamos te y panecillos. El sábado 4 empezaron los mítines; había varios por día, por la mañana y por la tarde. Se reunían todos en el edificio principal; se juntaba una multitud; había muchos oradores, algunos de ellos extranjeros. Decían que los discursos eran encendidos y respiraban odio hacia la nobleza y la burguesía. La multitud los aplaudía fervorosamente.”

 En los últimos años de su vida, Anna Grigórievna creyó enloquecer porque a ratos pensaba que su marido no había muerto y era ella la que, extraviada, imaginaba todo, desde el funeral y los pésames, hasta la tumba misma del novelista. Sufriendo ese desasosiego la tomó la Revolución Rusa y por ello su última estampa parece provenir del infrecuente, pero agudo, genio humorístico de Fiódor Dostoievski: los revolucionarios logran arrestar a un exministro del zar, quien teme ser ejecutado. Tras ponerle un revólver en la sien, le perdonan la vida, le permiten ponerse su abrigo de invierno y lo obligan a caminar unos pasos sobre la nieve portando una bandera roja, “aunque pequeña”, según advierte aliviada Anna Grigórievna Dostoiévskaia en sus Memorias.