Circula ya la Narrativa reunida de Esther Seligson, con prólogo y ordenamiento de Geney Beltrán, editada por el Fondo de Cultural Económica. Pocas ocasiones entusiasma hallar un libro de esta naturaleza, era una labor azarosa encontrar varios títulos de los aquí reunidos. ¿Acaso estaba destinada Seligson a convertirse en una escritora —casi fantasma— que recomiendan leer, pero que escasamente hay libros suyos? Beltrán se ha preocupado porque la obra de Seligson esté presente en librerías y no habite en el olvido, como suele ocurrir con otros escritores mexicanos.
¿Por qué la prosa de Seligson se ubica fuera de lo común y es atípica?
En una ocasión, un profesor de literatura le dijo a Vivian Gornick que “la buena escritura se caracteriza por dos cosas: está viva sobre la página y el lector está convencido de que el autor se halla en plena travesía del descubrimiento”. Esto lo describe la escritora estadunidense en La situación y la historia, y así ocurre con la escritura de Esther Seligson: ahí se conjugan estas dos características de una forma armónica.
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La prosa de Seligson alienta, sueña, evoca, seduce, centellea y arrasa con la fuerza de una ola. Está viva porque la mayoría de las veces no recurre a una narrativa convencional, sino que incorpora elementos más cercanos a su yo: tiene claro que ella como escritora no se va a quedar en una simple confesión sino que emprende una disertación sobre sí misma para dar cuenta de su propósito, resonancia con el presente e incorpora la tensión dramática. Esto último resulta ser una de las aristas esenciales de la prosa seligsoniana, porque si no hubiera conflicto de nada servirían esa serie de pesquisas que teje —y desteje— como su versión de Penélope, quien decide irse en vez de esperar el regreso de Ulises. El interés y estudio de la autora por el teatro hace que nunca pierda de vista ese trance que puede derivar en varios estados: desasosiego, melancolía, cólera, impotencia, desamor o asombro.
Su prosa se abre como una planta carnívora: atrae, envuelve y atrapa a su presa a través de una certera mirada crítica. Su literatura no está de moda porque no es complaciente ni se regodea con escenas que exacerban la violencia. Lo suyo son los “ajustes de cuentas”, recovecos de la conciencia. La revisión que emprende en Todo aquí es polvo (2010) deviene en un ejercicio de autocrítica; lo mismo apunta la flecha para hablar de las virtudes y defectos de madre, padre, hermana, hijos, que de ella misma. Tuvo la certeza de que caería en un desequilibrio si sólo emitiera juicios devastadores sin su presencia y la serie de reverberaciones que se gestaron en esos lazos de familia. En ese mismo título, con el que abre este volumen, expone una serie de travesías y viajes interiores. De manera constante da cuenta tanto de sus hallazgos —ciudades, gente, vecinas, amores— como de introspecciones.
Y en este último punto mira hacia el Oriente. El budismo y las religiones tibetanas la conducen por intrincados caminos desde donde podrá asimilar que extraña a su progenitora y que le tocó una dura prueba al ser madre de Adrián, actor que decidió poner fin a su vida. Seligson comienza ese recorrido para descubrirse y no lo abandona. Emprende el descenso por una escalera de caracol, avanza ensimismada, contemplativa y rebelde. Acepta que la figura de Dios ha mutado, ya no es la deidad que conoció de niña en el Antiguo Testamento y tampoco en la religión católica, sino una divinidad que se halla en los insectos, en los pájaros, en cualquier representación de la naturaleza: es el dios de los pequeños seres vivos y abarca una visión armónica del entorno. Ella danza con Shiva, “el benevolente”, probablemente para que el universo se reabsorba en una unidad absoluta y pueda sobrevivir a cualquier adversidad.
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Aunque se trata de prosa, los textos seligsonianos requieren de instantes, acercamientos fragmentarios, como cuando se lee poesía. Su propuesta literaria impone un ritmo pausado, similar a una degustación: ella ha elegido las palabras necesarias, y de esta manera consigue un ensamble entre lo que se dice y el acto de escudriñar emociones. Halla la voz que el texto demanda, sabe escuchar los sonidos urbanos y los del campo, observa cuáles son los mejores momentos del día para ver la luz, con la cautela que en su momento han tenido habilidosos artistas plásticos. “Porque la nostalgia no siempre es ese pájaro abatido que se llama Melancolía”, increpa en Luz de dos (1978).
Para leer a Seligson no hay que tener prisa, se requiere disfrutar de los desplazamientos —en ella y en el lector— que propone. Otro requisito indispensable es agudizar los sentidos, notar que cuando se abre el abanico de emociones invita a ver, tocar, oír, repensar. Existe un animal al que desea atrapar en varios de sus relatos e, invariablemente, son las aves. Codornices, colibríes, águilas, palomas, gaviotas, pelícanos, ave fénix, incluso ángeles y dragones por considerarlos seres alados. Como en el lienzo Creación de las aves (1957), de Remedios Varo, donde la mujer-pájaro dibuja seres emplumados y con ayuda de la refracción de los rayos lunares hace que cobren vida. En el universo simbólico de Seligson, en momentos sólo hay espacio para lo onírico.
Se ha dicho que Seligson frecuenta la reinvención de los mitos. Y esto lo asimila de Marguerite Yourcenar. No es frecuente encontrar que una autora se imponga retos de esta naturaleza, porque a todas luces se corre demasiado riesgo. No obstante, ejecuta este tipo de ejercicios con óptimos resultados. El palimpsesto es una superficie o pergamino en el que previamente existió un texto, con el tiempo se fue borrando, y se ha vuelto a escribir arriba de ese manuscrito. Ella realiza palimpsestos con presencias literarias de la mitología, concibe que sus personajes vivan a su manera siendo Electra, Antígona, Tiresias, Penélope, Ulises, Orfeo, Euriclea y Eurídice. En ese mundo desgarrador, y a la vez idílico, su narrativa queda sostenida por tres ejes esenciales: sueño, mito y renovación.
La mayoría de la prosa contenida en este libro remite a altos vuelos, con excepción de “El profesor Nicodemo Laussel”, un inédito rescatado en los Cuentos reunidos (Malpaso. España, 2018), que aquí también está de más porque le resta méritos. Seguramente si Seligson estuviera entre nosotros, ya hubiera pedido que se prescindiera de ese caprichoso relato.
La narrativa de Seligson es inabarcable en unos cuantos párrafos. Guarda un paralelismo con una frase utilizada por ella misma y que retrata con fidelidad su esencia: asistimos a “la epifanía del orgasmo”.