Cuando parecía que julio iba a pasar musicalmente con más pena que gloria, saltó la liebre donde menos hubiera imaginado, y fui feliz testigo y partícipe de una de esas admirables producciones operísticas que solamente pueden darse cuando se gestan entre verdaderos amantes del género. Entre aquellos que, aunque falte presupuesto, desbordan imaginación, ganas de hacer bien las cosas y –lo más importante-, conocimiento. Por segundo año consecutivo, la dupla conformada por Rodrigo Macías y Oswaldo Martín del Campo volvió a demostrar que pueden hacer mucho con poco… muy poco, si consideramos que las cuatro funciones que ofrecieron de esa deliciosa farsa cómica rossiniana en un acto que es La Scala di Seta, se hicieron “con cero pesos, cero centavos”, a decir del regista.
En realidad, contaban con lo más valioso, disponían de la Orquesta Sinfónica del Estado de México y la complicidad de media docena de bien avenidos y talentosos cantantes que, cual cómicos de la legua, se desplazaron por territorio mexiquense presentándose el 20 en Toluca y el 21 en Tonatico, culminando esta mini gira en los teatros centenarios de El Oro y Tenango del Valle los días 27 y 28, que resultaron idóneos para este título estrenado el 22 de mayo de 1813 en un espacio tan limitado como aquellos: el Teatro San Moisè, de Venecia.
Salvo por la primera función, donde sí participó toda la orquesta, en las siguientes debió reducirse el número de atrilistas para que cupieran en los escenarios, pero ese, no fue el mayor reto a sortear. Ninguno de estos espacios cuenta con foso, así que la orquesta debía estar, necesariamente, arriba del escenario, y para desempeñar la escenificación debió recurrirse a una mínima tarima sobre la cual actuaron los cantantes. Pese al título de la ópera, aquí no hubo aparatosas escaleras como las que les ha dado por emplear en el Blanquito, baste recordar la Turandot recién cometida.
Aquí, como únicos elementos escenográficos se contó con un baúl, dos lámparas de pie y, casi a manera de ilustración, una escalera tan colorida como el sencillo vestuario que portaron los cantantes y no faltó quien dijera que le recordaban al grupo Parchis, por ser en vibrantes tonos de rojo, verde, azul y amarillo. Martín del Campo moldeó el desempeño de sus cantantes inspirado en los personajes de la Commedia dell’Arte y, emulando las máscaras que aquellos usaban, les asignó algún artilugio afín a sus roles, ya fuere unos lentes, una nariz postiza, un antifaz…
Como Dormont, Juan Tello le sacó jugo a cada compás de tan breve papel, cosa que no puedo decir de Andrea Pancardo, cuya Lucilla careció de la brillantez con que arropó a la Marianna con que participó el año pasado en Il Signor Bruschino: ahora, su dicción no fue suficientemente clara e incurrió en ese vicio generalizado en nuestros cantantes, que consiste en no emitir debidamente las dobles consonantes. En contraste, Blansac, “su pareja”, tuvo en Daniel Cerón un bien articulado intérprete que no tuvo prácticamente respiro a lo largo de toda la ópera, ya que además de lo complejo de sus partes cantadas, en su personaje recae la mayor parte de los recitativos.
Hace menos de un mes, dí cuenta de la admiración que suscitó en Mazatlán el Nemorino encomendado a Carlos Alberto Velázquez, ese fabuloso tenor ligero de agudos impecables que se desempeña con tal soltura, que pocos se percatan de su ceguera. He tenido la dicha de volver a escucharlo, ahora como Dorvil; en todas las funciones cosechó “bravos” del público, pero, en El Oro, se llevó la función cuando, entonando esa maravillosa aria que es Vedro qual sommo incanto, interrumpió al Maestro Macías tras su fioritura del compás 49 y anunció que, “con el permiso del público”, quería rendir homenaje al gran Caruso, que había cantado en este mismo teatro, ¡y ya se imaginarán la ovación que recibió al terminarla!
Martha Llamas fue Giulia, la enamorada de Dorvil. He seguido su trayectoria y la reconozco como una de las profesionales más serias y disciplinadas del medio, sin embargo, su timbre tenía cierta “punta metálica”, dicho lo más coloquialmente posible, que no acababa de convencer a todos sus escuchas. Consciente de ello, replanteó su técnica con base en estudios sobre el aparato fonador de los cantantes de finales del siglo 19 y principios del 20 y ¡voilá!, sin perder el squillo, ha logrado una emisión más grata y redonda que –sumada a la gracia y coquetería que le confirió a su personaje- fluyó con tal naturalidad, que ni quien imaginara que su aria, Ma se mai, ora che il mio tutore, es la más endemoniadamente difícil de esta ópera.
Completó el elenco el multipremiado barítono tapatío Jorge Ruvalcaba, quien tras su estancia formativa en el Staatsoper Stuttgart se ha incorporado al Theater Aachen y si algo se le nota, es su experiencia. Su soltura. Si vocalmente es espléndido, gracias a su emisión robusta, bello timbre y sólida técnica que le permite afrontar con maestría el demandante canto sillabato rossiniano, la simpatía y desparpajo con que delineó a su Germano, ese criado maleducado e impertinente al que dio vida, propiciaron las más sabrosas carcajadas del respetable y eso, es invaluable, ya que va más allá del impecable trazo marcado por Martín del Campo. Quede su Amore, dolcemente, como uno de los momentos memorables de esta puesta.
No sé qué admiro más en Rodrigo Macías: si la paciencia con que ha trabajado con sus atrilistas hasta lograr que se desempeñen en el ámbito operístico con la misma solvencia que en el sinfónico, ¡ay, tan distinto!, o su pasión por la ópera. Lejos de amilanarse cuando los recortes presupuestales y la pandemia frenaron su proyecto de hacer la Tetralogía wagneriana con la OSEM, echó a andar su capacidad administrativa para ver qué podía hacer con los pocos centavos que le han dejado; su empeño ha trascendido la sede de su orquesta al revitalizar estos teatros maravillosos que florecieron en una época que –tal y como revela la Doctora Áurea Maya en Ópera y gastos secretos, su libro de próxima aparición- a diferencia de ahora, el gobierno destinaba generosas partidas a este magno espectáculo, decisivo para moldearnos como nación e insertarnos en la modernidad.
Ante la “nueva normalidad”, y viendo el empeño de Clara Brugada al comisionar una ópera sobre Cuitlahuatzin, anhelo que me den razones para hacer a un lado el pesimismo que sembró en mí el desinterés de esta administración hacia la cultura y ver hecha realidad aquella frase que Lampedusa insertó en Il Gattopardo, y pugna porque “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Ojalá.