La década de 1970 del siglo anterior fue, sin duda, un punto de inflexión en la historia de nuestro país: el llamado “milagro mexicano” llegó a su fin, aumentó de manera estratosférica la deuda externa, el peso comenzó su flotación, en tanto que un aliento de rebeldía en contra del autoritarismo, de ansia de libertad, se instaló entre las generaciones jóvenes para no abandonarlas jamás. Pero desde el punto de vista político, lo que sobre todo marcó estos años fue la represión del Estado contra los alzamientos guerrilleros, la llamada guerra sucia, que dejó cientos, acaso miles de familias enlutadas, o sumergidas en la incertidumbre debido a la desaparición de alguno de sus miembros.

Vicente Alfonso ha hecho de este periodo histórico no tan remoto, y en especial de la suerte de los participantes en la guerrilla, el centro indiscutible de su obra novelística. Ya desde Huesos de San Lorenzo (2015) se había acercado al tema de modo un tanto aleatorio, luego lo exploró con mayor amplitud en La sangre desconocida (2022), siempre profundizando en las razones y en el pensamiento de los jóvenes rebeldes, así como en la brutal respuesta de las agencias gubernamentales encargadas de conservar el status quo. Ahora, con la aparición de La noche de las reinas, se interna en la psique de uno de los principales represores de aquellos años, un gobernador al que no le tiembla la mano para ordenar asesinatos y torturas con tal de conservar su poder feudal y la estima de quien ocupa la presidencia de la nación.

Crédito: Gabriel Pano El Universal
Crédito: Gabriel Pano El Universal

La historia contada en La noche de las reinas transcurre en sólo veinticuatro horas, una hora por capítulo, el día de la final del concurso Miss Universo 1978 que se lleva a cabo en el puerto de Mazatlán —una variante en la obra del autor, cuyas novelas anteriores suelen abarcar varias décadas—, y para expresar los hechos consta de cuatro puntos de vista distintos: el de la representante de Sudáfrica en el concurso, Melinda Farmer; el del gobernador Román Higareda; el de un periodista de Proceso, Jacinto Garay (en quien el lector puede reconocer al escritor Ricardo Garibay); y el de Irene Aguilar, víctima de Higareda y ex amante de un líder guerrillero asesinado. A través de la perspectiva de estos personajes y de un lenguaje preciso, fluido y sintético, Vicente Alfonso ofrece al lector una honda panorámica de los sucesos narrados, que llevan al lector de capítulo en capítulo en una lectura que no tropieza en ningún instante.

Melinda Farmer espera que el certamen concluya; ha sido para ella un tormento. Desde que arribó a Mazatlán ha sido objeto de amenazas y protestas a causa de que en su país aún existe el apartheid, y los activistas contra el racismo no soportan su presencia. Por si fuera poco, el gobernador Higareda ha posado en ella su mirada de depredador sexual. Jacinto Garay se encuentra ahí como invitado del mandatario para escribir una crónica sobre el puerto, pero su anfitrión le ha dado a entender que quiere que cuente sólo “cosas buenas” de él y de su estado, lo que choca con las convicciones del periodista. Higareda inicia el día con la noticia de que la carretera principal ha sido bloqueada por estudiantes y obreros que exigen aumento de jornales, la libertad de los presos políticos y la localización de los desaparecidos durante su gobierno; para colmo, recibe una llamada del presidente López Portillo para que resuelva estos problemas “sin tiros y sin sangre”. Por último, Irene Aguilar bajó de la sierra a Mazatlán para vengarse de Higareda por el ataque que le infligió y porque el gobernador no la ayudó con la salud del niño producto de la violación —ha estado practicando con un arma durante mucho tiempo con el fin de concretar su venganza—. Irene, ademas, es madre de una niña hija del líder guerrillero asesinado, por lo que sus vástagos son hijos de dos enemigos acérrimos. En fin, cuatro personalidades distintas entre sí, con pasados que pesan y con motivaciones y objetivos que los harán chocar unos con otros.

En este caldo de cultivo, el drama se precipita en una serie de escenas llenas de movimiento cuando, a las puertas del Teatro Ángela Peralta se aglomeran decenas de reporteros, guardias de seguridad, militares y una furiosa multitud cuyos gritos de reclamo se enciman hasta confundirse: algunos exigen la retirada de la competidora de Sudáfrica, otros gritan mueras contra el mandatario, otros exigen que les devuelvan a sus familiares detenidos, las feministas pintan los muros con consignas anti certámenes de belleza; de pronto vuelan las piedras, estallan bombas molotov, los flashes de las cámaras deslumbran a todos, mientras el periodista Garay es “levantado” por gente del gobierno, Melinda Farmer pierde el autobús de los organizadores para llegar a tiempo al ensayo final, y una gatillera rubia de piel morena consigue colarse dentro del teatro, apoderándose de la banda que reza “Sudáfrica” y espera la llegada de Higareda con objeto de ultimarlo. Cuando aparece el gobernador, entre el caos que reina afuera del teatro alguien provoca un corto circuito y la luz se extingue. En la oscuridad se escuchan dos disparos que apenas se distinguen entre los gritos de las participantes en el concurso. ¿Qué ha pasado? Lo sabremos cuando la policía logre dispersar a los inconformes y aplacar a los extremistas para que la organización del evento reencauce la ceremonia final y todo regrese a la normalidad. Sí, pero ¿qué es la “normalidad?”.

La noche de las reinas es un relato que indaga sobre aquello que ocurre sin que queramos enterarnos o que ansiamos olvidar, sobre lo que las versiones oficiales nos cuentan y que, por lo regular, queda en los recuerdos colectivos —que tienden a borrar los sufrimientos, lo trágico y sangriento, lo desagradable de nuestra historia—, pero también sobre aquello que se dice de boca en boca bajando la voz y permanece oculto en un rincón de nuestra memoria, y que tan sólo precisa del estímulo adecuado, como lo es una buena novela, para hacerse presente y despertar de nuevo en nosotros la indignación por lo que el Estado hacía en tiempos de nuestros padres y abuelos.

Novela dura, que refleja una violencia de signo diferente a la que se vive en la actualidad y que, aunque plasmada con sutil elegancia, nos estremece por lo que tiene de verídica. Con ella, Vicente Alfonso se muestra como un escritor que posee poética personal, entregado por completo a sus obsesiones: un novelista que gana experiencia y calidad artística con cada nuevo título que entrega a la imprenta.

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