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Dos figuras que tuvieron una influencia definitiva en el surrealismo fueron Henri Rousseau y Ferdinand Cheval. Atraídos por las posibilidades liberadoras del arte naïf, los surrealistas tomaron como modelo inaugural a Rousseau, que fue conocido por el sobrenombre de el Aduanero por el primer puesto que obtuvo en la Oficina de Recaudación de Arbitrios de París. Aunque trabajó más de dos décadas como recaudador, a Rousseau siempre le interesó el arte, por lo que a los cuarenta años decidió empezar a pintar. La experiencia de cuatro años en la infantería francesa (1863-1867) le permitió inventarse un viaje hasta México; fruto de ese viaje, aseveraba, eran las junglas reproducidas en óleos tan fascinantes como El sueño (1910). Contrario al impulso fantástico que transmite su obra, Rousseau se empeñó en la representación de una “realidad atestiguada”; para dar verosimilitud a sus escenarios exóticos, acudía al Jardin des Plantes de París en pos de motivos vegetales. En 1886, dos años después de iniciarse en la pintura, expuso en el Salón de los Independientes, lo que constituyó su debut parisino; en 1893, al cumplir cuarenta y nueve años, renunció a su trabajo administrativo para dedicarse exclusivamente al arte. El realismo procurado por Henri Rousseau dejó una huella profunda en el surrealismo gracias a esa realidad atestiguada en el inabarcable país de la imaginación.
El segundo artista naïf que incidió con gran fuerza en el ideario surrealista fue Ferdinand Cheval. Conocido al igual que Rousseau por el oficio que originalmente desempeñaba, el CarteroCheval pasó la mayor parte de su vida en Hauterives, un pequeño pueblo situado a sesenta kilómetros de Lyon. Cheval dejó la escuela a los trece años y se abocó a trabajar de tiempo completo. En abril de 1879, cuando acababa de cumplir cuarenta y tres años, efectuó el hallazgo minúsculo que dio un vuelco mayúsculo a su existencia: mientras cumplía con su ronda cotidiana para entregar correspondencia se topó con un guijarro que le llamó la atención. A ese trozo de molasa, la roca sedimentaria que abundaba en la zona, Cheval lo llamaría tiempo después su “piedra de escape”. Con el guijarro en el bolsillo el Cartero terminó su ronda, y al día siguiente volvió al mismo lugar en busca de más pedruscos extraños. A las piedras se comenzaron a sumar azulejos, conchas, cristales, alambres y otros fragmentos de metal: los detritos del mundo que no suelen atraer a casi nadie. Con temple de hormiga, Cheval fue llevando esos detritos a su jardín, para lo cual se hizo primero de una canasta y luego de una carretilla. Así fue como en aquel jardín provinciano empezaron a brotar, a la luz del sol o de una lámpara nocturna, los cimientos de una edificación fabulosa.
A lo largo de treinta y tres años, Cheval se consagró en cuerpo y alma al proyecto de su vida, que bautizó como el Palacio Ideal. Basándose en imágenes localizadas en almanaques, revistas y compendios fotográficos, el Cartero cristalizó su utopía arquitectónica en la que los elementos asirios, egipcios y griegos se mezclaron con rasgos del Taj Mahal y hasta de la jungla amazónica. La idea de Cheval, según él mismo declararía posteriormente, fue “construir un palacio de ensueño que superara toda imaginación”. Para no renunciar a su oficio de cartero, Cheval optó por consagrar sus noches a la recolección de materiales para el palacio, reservando mañanas y tardes para las labores de construcción. Increíblemente, nunca falló en la entrega de cartas durante el día. En 1912, al cabo de más de tres décadas de esfuerzos, el Palacio Ideal descolló en el corazón de la campiña francesa: un dechado de creatividad que fue claro antecesor del jardín surrealista que el escocés Edward James crearía en Xilitla, San Luis Potosí, en 1947. Cuando supo que no podría ser enterrado en su palacio por disposición legal, el Cartero se concentró en erigir su tumba, un mausoleo ubicado en el cementerio de Hauterives que se alzó en un lapso de ocho años. Ferdinand Cheval murió unos meses después de concluirlo.
Poco antes de fallecer en agosto de 1924 a los ochenta y ocho años, Cheval había empezado a generar cierto interés en el orbe del arte. Entre los primeros visitantes célebres del Palacio Ideal estuvieron André Breton y Pablo Picasso, que experimentaron un hechizo instantáneo. Paulatinamente, al igual que las ruinas del castillo de Lacoste, una de las tres residencias del Marqués de Sade en el departamento de Vaucluse que en 2001 sería adquirida y restaurada por el diseñador de moda Pierre Cardin, el Palacio Ideal se volvió centro de peregrinación surrealista. Lo que Breton y sus colegas descubrieron en la construcción de Cheval fue una materialización arquitectónica del inconsciente. Al ensayo que Anaïs Nin dedicó a la labor de el Cartero se sumaron dos homenajes por parte del círculo surrealista: en su libro El revólver de cabellos blancos, editado en 1932, Breton incluyó el poema titulado “Cartero Cheval”; por su lado Max Ernst elaboró uno de sus famosos collages, El cartero Cheval, fechado también en 1932. Unos años más tarde, en 1958, el escritor y cineasta griego Adonis Kyrou realizó un cortometraje centrado en el Palacio Ideal (Le Palais idéal); al cabo de más de medio siglo, en 2018, el director francés Nils Tavernier estrenó su biopic titulada L’Incroyable histoire du Facteur Cheval, protagonizada por Jacques Gamblin y Laetitia Casta. En 1969 la construcción de Cheval fue nombrada patrimonio cultural debido a la insistencia de André Malraux, entonces ministro de Cultura de Francia. El Palacio Ideal se mantiene como prueba determinante de lo que la potencia de la fantasía y la imaginación es capaz de conseguir: soñar, a fin de cuentas, es edificar.
Como muestra brillantemente el crítico Hal Foster en su clásico Belleza compulsiva (1993), los orígenes teóricos del surrealismo están ligados de modo indisoluble al psicoanálisis, creado en 1896 por Sigmund Freud. Un año antes, en 1895, en coautoría con Josef Breuer, Freud había lanzado Estudios sobre la histeria, libro seminal para la teoría psicoanalítica que acusó la influencia de las clases que el vienés tomó con el francés Jean-Martin Charcot, conocido como el Napoleón de las neurosis, uno de los fundadores de la neurología moderna. Además de Freud, Charcot tuvo otros alumnos que destacaron en la esfera de la psiquiatría, entre ellos Joseph Babinski y Raoul Leroy.
En 1913, ante la presión familiar de que siguiera una carrera y no sólo su vocación poética, André Breton, quien se volvería el pope del surrealismo, optó por la medicina. En 1915, un año después de estallar la Primera Guerra Mundial, fue llamado a filas, y su primer desempeño fue en calidad de camillero. En 1916 se trasladó a la clínica neuropsiquiátrica del Segundo Ejército en Saint-Dizier, en el noreste de Francia, donde trabajó con Raoul Leroy. En 1917, destacado en París, siguió un curso de médico auxiliar para enfermeros militares ya que el conflicto bélico se encarnizaba. A la par del curso, Breton debió acudir como externo al Centro Neurológico de la Pitié-Salpêtrière, donde fue auxiliar de Joseph Babinski. Las experiencias vividas bajo la tutela tanto de Leroy como de Babinski marcaron al joven escritor, que atestiguó cómo se imponía una nueva realidad psíquica.
En 1917, luego de desempeñarse como auxiliar de Babinski, Breton se mudó al hospital militar Val-de-Grâce, donde nuevamente en calidad de auxiliar hizo buenas migas con otro estudiante de medicina con el que entablaría una gran amistad: Louis Aragon. Con él y con Philippe Soupault, Breton publicaría la primera revista surrealista, Littérature, cuyo número inaugural apareció en 1919, año en que Breton falló su examen para ingresar de lleno en el ejército. La cercanía con la medicina, sin embargo, permitió que el escritor apreciara técnicas que serían fundamentales para el surrealismo y que incluían la asociación libre y la interpretación de los sueños, parte del tratamiento en clínicas psiquiátricas. Rodeado de soldados heridos, Breton pudo observar, atender y explorar las diversas secuelas traumáticas dejadas por la guerra. Delirio agudo, estado de shock, pulsión de muerte: los padecimientos estimularon la imaginación del poeta, narrador y ensayista que era Breton. En la misma época, e inspirado también por los efectos bélicos, Freud empezaba a desarrollar su teoría de lo siniestro. La intuición bretoniana dio en el blanco: la mente del hombre creaba una sobrerrealidad, un surrealismo, en estados alterados.
Así pues, 1919 fue un año crucial: Freud dio a conocer su célebre ensayo “Lo siniestro” y Breton lanzó el primer número de Littérature. La revista reprodujo textos del poeta francés de origen uruguayo Isidore Ducasse, llamado Conde de Lautréamont, y los experimentos iniciales con la escritura automática, que surgió tanto de las observaciones realizadas por Breton en hospitales psiquiátricos como de su lectura de Freud, una lectura que se había reducido no obstante a sumarios sobre el psicoanálisis ya que la obra freudiana comenzó a ser traducida al francés hasta 1922. Aunque en 1919 dio a conocer “Monte de piedad”, su primer poema extenso, no fue sino hasta 1920 que Breton saltó a la fama gracias a “Los campos magnéticos”, poema compuesto junto con Philippe Soupault que le permitió explorar la escritura automática. La publicación de este texto en Littérature atrajo elementos a la órbita surrealista, entre ellos Paul Éluard, cuyo verdadero nombre era Eugène-Émile-Paul Grindel, y Benjamin Péret. También en 1920, Tristan Tzara, el fundador estrella del movimiento dadaísta, llegó a París para establecerse. Breton había entrado en contacto con los dadaístas durante la Primera Guerra Mundial: así pudo ingresar en el mundo del arte. Las fricciones entre dadaístas y surrealistas no tardaron en presentarse, ya que París demostró ser un sitio muy pequeño para albergar a dos personalidades avasalladoras como Breton y Tzara.
En 1921, mientras en la capital francesa se agudizaba la tensión entre dadaístas y surrealistas, Breton emprendió un viaje a Viena cuyo motivo principal era tener una entrevista con Sigmund Freud promovida por el propio autor de Nadja (1928): el surrealismo buscaba a su maestro. El encuentro, sin embargo, terminó por defraudar a Breton, ya que Freud evidenció una enorme renuencia a reconocer el movimiento surrealista. Breton refirió su reveladora experiencia laboral con los doctores Raoul Leroy y Joseph Babinski, pero Freud no se dejó impresionar. Todavía más, el fundador del psicoanálisis calificó el surrealismo de movimiento antiartístico, ante lo cual Breton decidió volver a París. Pese al mal sabor de boca, Breton continuaría acudiendo a los estudios freudianos: el psicoanálisis resonaba con energía en el nuevo arte. En La Révolution surrealiste, la revista que sustituyó a Littérature, Breton publicó en octubre de 1927 un texto de Freud que era un extracto del ensayo “La cuestión del análisis profano” (1926), pero la desgana fue la misma. Pese a ello hubo dos acercamientos más: Breton envió a Freud Los vasos comunicantes, el libro que había editado en 1934, y lo invitó a una antología de sueños (1937). El médico vienés respondió, cortante: “No estoy en condiciones de aclararme a mí mismo qué es y qué quiere el surrealismo.” De esa manera la puerta quedó cerrada para siempre.
En febrero de 1922, unos meses después de su malograda visita a Freud en Viena, Breton decidió romper con Tristan Tzara. La ruptura se hizo pública por un artículo periodístico donde Breton denunciaba a Tzara como un impostor “ávido de publicidad”. René Crevel, recién incorporado al surrealismo, tomó partido por Tzara, lo que le valdría ser uno de los primeros “excomulgados” por el pope Breton. En marzo de 1922, Breton organizó el Congreso para la Determinación y Defensa del Espíritu Moderno, al que Tzara acudió sólo con la intención de boicotearlo. En mayo del mismo año, el movimiento dadaísta montó su propio funeral en Weimar, Alemania; sin embargo, la muerte todavía no le llegaba. Varios artistas e intelectuales firmaron un manifiesto llamado “El corazón barbudo” para repudiar a Breton y apoyar a Tzara. En julio de 1923, Tzara volvió a montar su polémica obra El corazón a gas en un teatro de París. Breton interrumpió el evento, y la interrupción derivó en una trifulca entre dadaístas y surrealistas en la que debió intervenir la policía y al cabo de la cual Breton fue detenido. Luego de la riña el movimiento dadaísta perdió las últimas reservas de fuerza que le restaban, y así terminó por extinguirse. Un año después, el 15 de octubre de 1924, André Breton lanzó el Primer Manifiesto del surrealismo para ratificar que, pese a los distintos tropiezos sufridos hasta entonces, su cruzada artística se consolidaba con inmenso vigor. De ese modo, entre disidencias y disputas, comenzaba una de las mayores y más influyentes revoluciones estéticas del siglo veinte, que Guillaume Apollinaire había bautizado sin querer en junio de 1917 al hablar del estreno de su obra de teatro Las tetas de Tiresias: “Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo.”