Definido por el propio autor como una mezcla de crónica, ensayo, biografía y autobiografía, el más reciente libro de Javier Cercas, El loco de Dios en el fin del mundo (Literatura Random House, 2025) es un imponente trabajo de 485 páginas estrechamente emparentado con otro proyecto desarrollado por el autor hace una década: las conferencias pronunciadas en la Universidad de Oxford en 2015, en la cátedra Weidenfeld de Literatura, publicadas bajo el título El punto ciego (2016). A la luz de lo expuesto entonces por Cercas, este nuevo libro puede ser leído en al menos tres distintos niveles:
El más inmediato sería como una crónica alrededor de una de las figuras más controvertidas de las últimas décadas: Mario Bergoglio, conocido mundialmente como el papa Francisco. El detonador es una insólita propuesta planteada a Cercas por Lorenzo Fazzini, director de Libreria Editrice Vaticana, editorial de la Santa Sede: formar parte de la comitiva del sumo pontífice durante un viaje a Mongolia, con el acuerdo de que escriba un libro. No le estamos encargando un libro, únicamente se lo estamos facilitando, precisa Fazzini, y agrega que el ofrecimiento incluye abrir las puertas del Vaticano al escritor para que hable con quien quiera, pregunte lo que quiera y escriba lo que quiera. Tras pensárselo unos días, Cercas acepta con una petición: la oportunidad de hablar con el papa, así sea por cinco minutos. Necesita hacerle una pregunta. Si algo ansía su madre viuda es volver a ver a su esposo muerto. En razón de eso, la pregunta que Cercas desea plantear al pontífice es: ¿podrá su madre reencontrarse con su esposo más allá de la muerte?
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Leído así, el trabajo ya resulta fascinante, pues toma como punto de partida la figura del papa Francisco para explorar los actuales retos del Vaticano y de una fe profesada por 1,400 millones de personas. Cercas no duda en aprovechar el salvoconducto recibido para hacer un retrato completísimo de la Iglesia Católica y separar el grano de la paja: hurga en sus tradiciones milenarias, en sus cambios recientes y en sus conflictos internos. Así, por ejemplo, analiza en profundidad las posturas del papa frente a asuntos concretos como la Teología de la Liberación, los abusos sexuales cometidos por sacerdotes en contra de menores, sobre el problema del clericalismo, el ordenamiento de sacerdotisas e incluso el matrimonio sacerdotal.
El loco de Dios en el fin del mundo ofrece a sus lectores certeros perfiles y entrevistas con personajes clave en la Santa Sede (algunos sacerdotes, otros no). No obstante, en este nivel de lectura quizá el aspecto más contundente sean los testimonios que Cercas recolecta sobre el trabajo de misioneros en distintas latitudes del mundo: mujeres y hombres que enfrentan guerras, amenazas del crimen organizado, que trabajan en la clandestinidad socorriendo a gente necesitada de la misma manera que durante muchos años lo hizo el jesuita Bergoglio.
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Cercasconversa con personajes fascinantes como el padre Ernesto, definido como “el único misionero que ha llegado a Mongolia por su propia voluntad”. Un hombre que trabaja en Ulán Bator, la capital más fría del mundo, con inviernos en donde la temperatura desciende a cuarenta grados bajo cero. A pesar de ello, el clima no resulta el aspecto más crudo de Mongolia: baste decir que en los últimos veinte años el padre Ernesto ha logrado convertir al cristianismo sólo a dieciocho personas, cifra que en tales condiciones se considera un éxito, pues en todo el país no hay más de 1,500 católicos. Al respecto resulta elocuente una declaración del cardenal Giorgio Marengo, el hombre fuerte de Bergoglio en Mongolia: en ese país el evangelio no puede predicarse, debe susurrarse. La diferencia estriba en que el susurro exige una situación de proximidad que requiere años, a veces décadas, de labor desinteresada. Dicho de otra forma, un misionero ideal no predica, pero a través de sus actos se convierte en un ejemplo palpable de lo que predicaría si lo hiciera.
Una lección de geopolítica
El segundo nivel de lectura comienza a vislumbrarse en la conversación que el novelista sostiene con el jesuita Antonio Spadaro, entonces director de La Civiltà Cattolica, revista cultural fundada en 1850 por la Compañía de Jesús: observa Spadaro que el mundo occidental está en crisis. Una crisis que tiene su origen siglos atrás, durante el período en que la Ilustración provocó en Europa un choque entre la razón y la fe. Eso ha llevado a un malentendido: la idea de que tener fe implica suprimir la razón. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, en sitios remotos de Asia, África y América el pensamiento simbólico aún tiene una importancia central, de modo que razón y emoción no están disociados. En una época marcada por una abrumadora practicidad, centrada en lo inmediato, no pocas entre esas regiones “remotas” conservan un sentido de la vida que trasciende lo material y permanece sensible frente a los misterios de la vida. ¿Qué podemos, qué debemos aprender de ellas?
El loco de Dios en el fin del mundo resulta un libro que aboga por abrirse a las periferias, y no únicamente a las geográficas. Un ejemplo de esto se advierte cuando Cercas habla con Helène, la encargada de prensa de la editorial de la Santa Sede: la especialista en medios le hace ver que en los sitios más remotos del planeta —allí en donde no es negocio mantener corresponsales de noticias— existen misioneros que llevan décadas trabajando, y que su conocimiento de la historia local y del contexto político resulta invaluable para los medios de comunicación. Más aún, en no pocas ocasiones quienes dan la voz de alerta sobre crisis y problemas graves son los mismos misioneros. Así pues, el sistema informativo de la Iglesia Católica no actúa como un sol que irradia mensajes del centro a la periferia, más bien opera como un corazón que hace circular mensajes de la periferia al centro y de regreso, en un ciclo vital.
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De esta manera, El loco de Dios en el fin del mundo es también un tratado de geopolítica. Hablando con Lucio Brunelli —periodista y amigo personal del papa—, Cercas advierte un aspecto del viaje en el que no había reparado: la visita a Mongolia tiene un trasfondo político dada su proximidad con Rusia y sobre todo con China, país con el que El Vaticano no tiene relaciones oficiales desde 1951. El adjetivo es importante: a lo largo del periplo Cercas irá descubriendo, y nosotros con él, una incipiente pero promisoria red de mensajes, acuerdos e intercambios entre ambos estados. Hoy que nadie puede negar que China tiene un papel cada vez más relevante en la política planetaria, no es absurdo pensar en el acercamiento entre el gigante asiático y El Vaticano como un reacomodo en el juego de contrapesos global.
El capítulo 17 es un alegato en favor de ese gran organismo vivo que es la Iglesia Católica, que en muchos aspectos evoca la forma de trabajar de las Organizaciones No Gubernamentales, pero que al mismo tiempo las trasciende. Así el foco del relato se va desplazando de un aspecto individual y etéreo como la resurrección de la carne a asuntos urgentes como las emergencias climáticas, el auxilio a desplazados y migrantes, así como la búsqueda de mecanismos óptimos para lograr una mejor distribución no sólo de la riqueza, también de la información y del conocimiento.
Un asunto de fe
El tercer nivel de lectura resulta el más emocionante, pues está implícito en la forma en que el libro está escrito. Pero antes, una precisión: al inicio del libro Cercas recuerda cómo aún muchacho perdió la fe mientras leía San Miguel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno. Sin advertirlo, el joven Javier compensó esa pérdida de fe con la literatura, que desde entonces pasó a ser para él “un sucedáneo de la religión”. Así, el muchacho comenzó a leer en busca de conocimiento. No obstante, el impío riguroso que Cercas dice ser admite que la pérdida de Dios generó en él una angustia que no ha conseguido superar, y que sólo le es posible mantener a raya a través de la literatura.
Párrafos atrás mencioné las periferias lingüísticas. Es justo aquí donde se revela su importancia: si el empobrecimiento de nuestras sociedades comienza por la incapacidad para hablar de lo innombrable, cabría esperar que el remedio radicara también en esa capacidad de evocación: olvidamos que la realidad se construye a partir del lenguaje, pues éste sigue siendo la mejor herramienta que tenemos para evocar aquello que no podemos tocar.
Uno de las conclusiones recurrentes en las conversaciones que Cercas sostiene con altos funcionarios, misioneros y periodistas es que en la relación de la Iglesia con el mundo hay un problema de lenguaje, pues con frecuencia los misterios de la fe se expresan con un lenguaje “viejo, oxidado, cursi y a menudo incomprensible”. A eso se debe que los periodistas que cubren temas de la Iglesia se limiten a abordar asuntos del día a día, dejando de lado lo esencial, pues “incluso en el caso de que quisieran hacerlo, no sabrían cómo”. Fue el mismo papa Francisco quien en varias ocasiones sugirió que para transmitir esas búsquedas profundas habría que ser un poeta, es decir, alguien enfocado en desarrollar lenguajes nuevos y en expandir el significado de las palabras hasta volverlas capaces de transmitir lo intransmisible. Ya puestos en esa tesitura, ¿a través de qué lenguajes y qué figuras podríamos expresar lo inefable? Una primera respuesta es que sólo podemos intentar aproximarnos al misterio, permanecer alrededor de él de la misma manera en que los científicos infieren la presencia de un hoyo negro por la forma en que éste modifica la materia que le rodea. La mejor literatura —nos dice Cercas— no aporta respuestas ni certezas, pero nos permite formular preguntas más incisivas y profundas.
Aquí es donde El loco de Dios en el fin del mundo entronca con el ciclo de conferencias impartido por el novelista en Oxford, pues allí expuso sus ideas acerca de la literatura en el siglo XXI. Tales ideas están contenidas en lo que llama la teoría del punto ciego, cuyo nombre deriva de las inferencias del físico Edme Mariotte en el siglo XVII: sostenía el científico que en todo ojo humano existe un lugar que carece de detectores de luz, un sitio lateral y escurridizo que no ve nada. Si no advertimos ese vacío es porque vemos con dos ojos, y el cerebro suple lo que cada ojo no registra. Las novelas del punto ciego operan de manera parecida: hay siempre un punto oscuro, un vacío incapaz de ser expresado. ¿Cómo compartir este vacío? En el corazón de estas novelas hay siempre una pregunta que no tiene respuesta clara, unívoca. La respuesta es la búsqueda misma. El libro aquí reseñado no es la excepción: recordemos que si Cercas acepta viajar con el papa es porque necesita hacerle una pregunta. Quien quiera saber la respuesta de Francisco, tendrá que leer el libro.
Vistas así, como máquinas de dudar, las novelas son mucho más que simples entretenimientos: son actos de resistencia contra la simplificación del universo, pues aspiran a revelar su complejidad aún cuando sabemos que tal meta es inalcanzable. Dicho de otra forma, tenemos el fracaso asegurado. Y sin embargo, como escribió William Faulkner en la frase que sirve como epígrafe al libro, más allá de la derrota hay una victoria de la que el triunfador nada sabe. La misión consiste en fracasar de la mejor manera posible. En palabras de Cercas, la insensata ambición de todo novelista es “llevar la novela hasta un lugar que, antes que él, el género no conocía”. ¿No suena esto a la tarea de un misionero?
Podemos decirlo ya: El loco de Dios en el fin del mundo es una crónica sobre el estado actual de la Iglesia y es también un tratado de geopolítica, pero es ante todo el testimonio de un misionero que lleva años bregando en las periferias de la literatura. Suena extraño decir esto de un autor traducido a múltiples lenguas y galardonado con innumerables premios, pero así es: en una época marcada por una apabullante inmediatez, Cercas se pronuncia por la literatura como herramienta de investigación existencial, un laboratorio de lo humano que permita ampliar el gran mapa de nuestros intereses. Y en esa cruzada sus novelas son un susurro y no una prédica.
Al final de su libro Cercas expresa su fascinación por la figura del padre Ernesto, ese cura inquebrantable que parece nutrirse de la adversidad. Incluso cuando la expedición a Mongolia ha terminado, el novelista se ve tentado a renunciar a todo y sumarse a los esfuerzos del misionero. Yo diría que, a su manera, ya lo está haciendo cuando apunta a ampliar los territorios de lo humano apoyado en su superpoder: una envidiable fe en la palabra.