Fue mi primer maestro de teatro. Cuando acabé su curso de Composición Dramática en la Escuela de Teatro del INBA en 1979, el maestro Emilio Carballido [EC, de aquí en adelante] de inmediato me mandó a seguir estudiando con Clementina Otero, entonces subdirectora del Ballet Folclórico de Amalia Hernández, sede donde la ya legendaria dama joven del Teatro de Ulises (1928) impartía clases de actuación, dicción y voz, así como elementos de dirección escénica. Tenía 16 años. Y el destino me estaba trazando aprender –y aprehender- de dos grandes creadores del teatro mexicano contemporáneo: EC y Otero, ambos herederos a su vez, de una u otra forma, del legado de Salvador Novo y Xavier Villaurrutia.

EC había sido discípulo de Villaurrutia y su más profundo admirador, y Novo le dirigiría su emblemática pieza Rosalba y los Llaveros en 1950, en el Palacio de Bellas Artes, impulsando a un joven autor que a la larga habría de convertirse en el bastión del teatro nacional siendo uno de los propulsores más generosos de la joven dramaturgia mexicana. Al iniciar mi carrera periodística en 1982, me dio su apoyo irrestricto concediéndome sendas entrevistas sobre la situación del teatro mexicano en aquellos años. Siempre recordándome: “El teatro es el rostro de las naciones”, frase que se me quedó grabada y con la cual he podido, hasta la fecha, desarrollar mi labor como dramaturgo y director, pero también como crítico.

Lee también:

Crédito de foto: Acervo Héctor Herrera
Crédito de foto: Acervo Héctor Herrera

EC era un maestro en toda la extensión de la palabra. Bastaba acercarse a su Taller de Composición Dramática para encontrarle el gusto al hilvanaje de escenas, a la retención del diálogo, a la afinación del oído, al conocimiento de los diferentes lenguajes coloquiales, según las clases sociales y las situaciones por que atravesaran, ya fueran épicas (en donde siempre se imponía ir al estudio de Reinhardt o Brecht, incluso de Piscator, para hablar de problemas éticos, políticos y sociales) o de la misma condición humana (donde se obligaba al análisis de Chéjov, sobre todo). Hoy ubico algunas piezas de Carballido en ese contexto. Sus obras épicas: Un pequeño día de ira, El día que se soltaron los leones, …yo también hablo de la rosa (título que rinde homenaje a Villaurrutia), Tiempo de ladrones. La historia de Chucho el Roto, Conmemorantes (sobre el Movimiento Estudiantil de 1968); y sus piezas chejovianas: Felicidad, La danza que sueña la tortuga, Escrito en el cuerpo de la noche, La prisionera y, sobre todo, la que es considerada su obra maestra: Fotografía en la playa. Habría que recordar su fase de comedia costumbrista con Te Juro Juana, que tengo ganas, ¡Silencio pollos pelones, que ahí les van a echar su máiz!, Acapulco, los lunes, o sus obras recurrentes en el teatro estudiantil El censo, Selajinela, Escribir por ejemplo…

Fui testigo del avance de EC en su propuesta dramatúrgica durante los años 80, época en que llevó a escena varias de sus obras más significativas con admirable y reveladora destreza temática y compositiva: Tiempo de ladrones. La historia de Chucho el Roto (dirigida por Marta Luna), Orinoco (dirigida por Julio Castillo), Fotografía en la playa (dirigida por Alejandra Gutiérrez) y Rosa de dos aromas (dirigida por Mercedes de la Cruz), a las que se añadirían en los 90: Los esclavos de Estambul, El mar y sus misterios y Escrito en el cuerpo de la noche (con dirección de Ricardo Ramírez Carnero), tríada de obras signadas por un dominio riguroso de la técnica dramatúrgica, en que ya para entonces EC se desenvolvía con vehemencia asombrosa y soltura poética absolutamente propia, logrando aquello que Federico García Lorca pedía del teatro: que la poesía se irguiera en escena como personaje vital (sobre todo en la dos primeras). Porque EC fue un poeta dramático, no un libretista ocasional. Tuvo EC en Carnero, valga decirlo, al mejor director, el más sensible, el que se identificaba hasta el alma con sus propuestas dramatúrgicas. Pero también, y esto es importante señalarlo, fueron las mujeres, las directoras, quienes le dieron fuerza y corazón a sus empresa dramáticas desde el realismo: Marta Luna, Alejandra Gutiérrez y Mercedes de la Cruz que lograron sacar el espíritu de reconvención femenina propio de la dramaturgia carballideana y el impacto social de su discursividad, ya fuera feminista en Rosa de dos aromas y en La prisionera (De la Cruz), de análisis sociológico de la familia mexicana como entelequia en Fotografía en la playa (Gutiérrez) o de historiográfíca denuncia política a través de un personaje legendario, un Robin Hood mexicano, como lo fue Chucho el Roto, en Tiempo de ladrones (Luna), título emanado de la novela Tiempo de canallas de Lillian Hellman (dramaturga y memorialista, que será una de las influencia primordiales de Carballido en su expresión del realismo social), denuncia de los ardides persecutorios y represivos del macartismo contra la izquierda en Estados Unidos durante los años 40. Valga decir también que todas estas obras no sólo fueron patrocinadas con dinero del estado (INBA, UNAM, IMSS, UAM…), sino también de productores privados como Henri Donnadieu que produjo Orinoco, o Fernando de Prado que produjo la obra más taquillera del maestro: Rosa de dos aromas, con más de mil representaciones, “hay obras que escapan a la voluntad del autor -expresó EC en una entrevista con Radio UNAM- y Rosa de dos aromas es una de ellas, se monta y sigue, cambia de reparto y ahí está…”

La importancia de EC como creador del teatro mexicano del siglo XX es irrefutable. Por ahí un comentarista escribe que EC “no tiene un Moctezuma II o un Los motivos del lobo” como Sergio Magaña, queriendo minimizar a EC y sobreponer a Magaña, que no lo necesita, porque Magaña hizo una obra destacadísima en nuestro medio escénico, pero EC tiene un lugar privilegiado, el de un dramaturgo como no ha vuelto a aparecer otro en nuestro país que, además, se dedicó a promover a los jóvenes con una generosidad exorbitante (díganlo, si no, todos los jóvenes dramaturgos impulsados en las antologías de Teatro Joven de México y Más teatro Joven). Fue maestro de generaciones enteras, José Agustín lo reconoció como uno de sus maestros primordiales, al escribir teatro; Hugo Argüelles fue otro de sus discípulos notables. Y Óscar Liera y Jesús González Dávila, y Juan Tovar y Óscar Villegas… y Miguel Ángel Tenorio, y Alejandro Licona… y Pilar Campesino, sólo por mencionar algunos. Flavio González Mello, también antologado por el maestro, destaca una palabra para describir a EC: generosidad. Y es que sí, fue un maestro generoso, impulsor de jóvenes creadores y siempre atento a escuchar y lanzar al ruedo a los nuevos talentos. Pero también incentivó a las escritoras: animó a Rosario Castellanos a escribir Balún Canán (dedicada a él), luego de escucharla contar historias y anécdotas de su natal Chiapas y, post mortem, promovió sus ensayos literarios con la publicación del libro El mar y sus pescaditos; incitó a Luisa Josefina Hernández a escribir teatro, al sentir que en su generación faltaban dramaturgas; y es gracias a Carballido que la etapa crucial como narradora de Elena Garro surge con fuerza al promover él la publicación, entre 1981 y 1983, de tres novelas fundamentales de la autora: Testimonios sobre Mariana, Reencuentro de personajes y La casa junto al río. “Les llevé las novelas a los de Grijalbo, Elena es una notable novelista, la tienen que publicar, les dije, será un éxito editorial, seguro, y mira, lo fue”, me dijo en una entrevista.

Pero volviendo al caso, entonces, ¿qué importancia podría tener el que EC no haya escrito un Moctezuma II..? Para el caso, Magaña tampoco tiene en su haber una Fotografía en la playa, ni un El mar y sus misterios, ni un Los esclavos de Estambul, ni un …Chucho el Roto, ni una Rosa de dos aromas. Es superficial y anodino poner a “competir” en la historia a nuestros dos grandes autores, renovadores cada cual a su modo del teatro mexicano del siglo XX. EC en su centenario luce vigente y más trascendente que nunca.

EC fue también un transgresor del lenguaje desde Rosalba y los Llaveros que utilizaba “palabras altisonantes” propias de la clase popular, decían, del vulgo, y que escandalizó a la sociedad pacata de los años 50, como si las clases altas no las utilizaran. Icónica es la frase “¡Ese Santa Claus es puto!” de su breve comedia Un cuento de Navidad o esta otra: “Pues oyes lo que les dice aquel, puras pendejadas”. El humor además siempre está presente en su teatro. Por regla general, es una catapulta que cae de lleno y con sorpresa en la conciencia de los espectadores, forjando catarsis. Supo EC, con perfecta medida unir el lenguaje popular y el culto, reinventar y resucitar el habla mexicana. Pero también fue un cronista de la Ciudad de México a través del teatro con sus exquisitas obras en un acto acuñadas en uno de sus libros más exitosos: D. F., que se vendió como pan caliente durante décadas.

Como narrador, novelista y cuentista, así como guionista cinematográfico, EC tiene un lugar muy especial. Son obras maestras narrativas, sus novelas El sol, La veleta oxidada, El tren que corría y muy especialmente El norte, cuyo final es un poema narrativo a la altura de los pasajes más intensos de Thomas Mann en Muerte en Venecia, y que, erróneamente, se ha considerado como una novela gay, cuando sólo en un muy breve párrafo se hace mención de un personaje pueblerino que se trasviste, pero no tiene ninguna incidencia, ni vuelve a aparecer, en la trama. La verdadera novela de temática homosexual de EC es Dos llaves y una lanza, que toma con gran dramatismo el tema homosexual, y el incesto, y publica ya casi al final de su vida: “Esta es una novela muy personal, pero así es todo lo que uno escribe”, confesaría el autor sobre esa novela que ha sido desatendida en los estudios LGBT+ de la literatura mexicana. Las visitaciones del diablo es una novela que, en su momento, desvelaba con audacia el puritanismo que impedía aceptar socialmente el deseo sexual de la mujer madura (tema recurrente en su novelística). Como autor de relatos infantiles destacan Los zapatos de fierro y La historia de Sputnik y David, magistrales. Y como cuentista sus libros La caja vacía y El poeta que se volvió gusano, señalan las dotes imaginativas del autor. Célebres serán sus guiones (en coautoría) a películas como Nazarín de Luis Buñuel, Macario, filme icónico de Roberto Gavaldón y Reed, México Insurgente de Paul Leduc, por sólo mencionar los más importantes.

EC fue un gran protagonista de la literatura y el teatro, la cultura y la sociedad del siglo XX en México. Pese a no ser un impulsor de los movimientos LGBT+, fue uno de los primeros en unirse legalmente por lo civil, en Ley de Sociedad de Convivencia con su pareja de más de 20 años, Héctor Herrera, en 2007, un año antes de su muerte, así que se despidió aportando algo consubstancial, su granito de arena al movimiento: impulsando el matrimonio entre personas del mismo sexo.

Como maestro, lo recuerdo siempre cálido, amable, solidario, respetuoso. Al correr lo años, tal vez nos separaron los intereses de cada cual (sobre todo la beligerancia homosexual, de la que él siempre prefirió apartarse, y a la que yo siempre fui muy afín), pero nunca dejé de admirarlo, de seguir leyéndolo y aprendiendo de sus primeras enseñanzas en aquel Taller de Composición Dramática y recordando cuando le regalé un libro de Lope de Vega de Editora Nacional en gratitud por sus enseñanzas y que le provocó un sonrojo: “no, no me compres libros, cómpratelos para ti”, “pero si yo se lo quiero regalar”, “bueno, ándale pues”… Nunca le pedí apoyo en mi carrera como dramaturgo y director, el mejor apoyo, siempre pensé, me lo dio en el aula y encaminándome con Clementina Otero, o con las muchas entrevistas que le hice, con la vastas obras y narraciones que escribió y que leí (y releo) o vi en escena, muchas en estreno.

El 22 de mayo, Emilio Carballido habría cumplido cien años y su legado está presente, vivo y fuerte en la cultura nacional, reflejando el mejor rostro de nuestra nación. ¡Ese es mi maestro!

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses