Antes de entrar a La Reforma, le hago notar a mi amigo un local que está contiguo a una de las dos puertas de entrada que tiene esta cantina. Se trata de un diminuto puesto de tortas, sobre la calle de Dolores, que lleva el modesto nombre de “Tortas Calientes” (para diferenciarse de las “Tortas Frías”, que están en la otra entrada de este abrevadero). El menú de esta párvula tortería, empotrada a manera de nicho en los muros de La Reforma, atendida por don Luis, también destila sencillez: tortas de chamorro y pavo. Nada más. El pavo es preparado al estilo carnitas; sumergido en el mismo cazo de los chamorros. El resultado es de una notable exquisitez. En orden riguroso, el hábil tortero parte el pan y lo calienta en una plancha, a un trozo le unta un lecho de tajadas de aguacate, encima le pone una porción de pavo o chamorro, salsa martajada o chipotle, unas hojitas de pápalo quelite, un chorrito de aceite de oliva, una pizca de sal, cierra la torta y… voilá.
Esta tortería tiene, al igual que La Reforma, poco más de 80 años de existencia. Y aquí cabe una pertinente digresión: las torterías, así como las cantinas, son un modelo importado a México desde los Estados Unidos, en medio del contexto de una de las tragedias nacionales más atroces que hemos padecido: la invasión norteamericana de 1847 en la que México perdió cerca del 50% del territorio nacional. Al mando del general Winfield Scott (que se sentía la meritita reencarnación de Hernán Cortés), el ejercitó yanqui invadió, entre 1846 y 1848, varios territorios mexicanos, incluida la Ciudad de México. Existe una popular y estrujante litografía hecha por el pintor modanés Pietro Gualdi en la que se puede ver un Zócalo capitalino tomado por la soldadesca invasora y, atrás, un Palacio Nacional ensombrecido y derrotado en cuya asta principal ondea, fatua y victoriosa, la bandera de las barras y las estrellas. Durante casi siete meses, entre septiembre de 1847 y marzo de 1848, el general Scott despachó en Palacio Nacional y el army gringo se convirtió en el amo y señor de las calles de la Ciudad de México.
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Las tropas yanqui buscaban dónde comer y beber. Pero, dada su cultura anglosajona, les resultaba complicado comprender la gastronomía mesoamericana del centro de México. En los figones mexicanos se servían tacos, calabacitas, tlacoyos, carnitas, pozole, moles, acelgas, caldos de guajolote, carnero asado, albóndigas, tamales, nopales y albo pulque… ¡Gracias, pero no, tenquiu! Los milicos gabachos buscaban un breakfast y un lunch al mediodía. Fue así como algunos de ellos fundaron las primeras loncherías en las que se ofrecían algo que podríamos denominar las “prototortas”, elaboradas con una especie de pan, mayonesa y bisteces tipo roast beef. Más tarde, para la década de 1890 –y con el advenimiento del pan francés (que por estos lares llamamos “telera”)–, las torterías comenzaron a popularizarse en la ciudad. Acaso la más famosa de aquellas fue Tortas de Armando a la que varios escritores, desde Artemio de Valle-Arizpe hasta Jorge Ibargüengoitia, dedicaron algunas páginas. Se hallaba en el número 38 del antiguo callejón del Espíritu Santo (hoy Motolinia) y existió en varios domicilios, el último de ellos en la esquina de avenida Reforma y calle Humboldt, hasta que la pandemia de covid-19 la extinguió para siempre.
En el caso de las bebidas ocurrió un fenómeno similar. A los norteamericanos invasores de 1847 las pulquerías, vinaterías, chincholes y tabernas de raigambre novohispana les resultaban ajenas, incómodas e incomprensibles. De tal suerte que se vieron en la necesidad de fundar sus propias tomadurías donde pudieran beber güisqui. Así nacieron los primeros y primitivos estanquillos que tenían como arquetipo el pub inglés, el bar o el saloon (esquema surgido durante la migración norteamericana hacia la costa oeste de EUA, posterior ícono del western).
Con la firma del Tratado Guadalupe-Hidalgo, el ejército invasor se retiró de tierras mexicanas, pero la idea de las torterías y del bar –sobre todo del bar– quedó impregnada en el aire de esta ciudad hambrienta y de sed pícara. Poco a poco, ese primer esquema norteamericano de bar se mexicanizó, adoptó tonalidades de nuestra cultura social y etílica, y se tornó en una estructura más sólida y permanente. Se ha dicho que una de las primeras cantinas-bar “en forma” fue la del gringo Peter Gay, que estuvo en el meritito Zócalo, en la esquina sur de la actual calle Madero, en el otrora Portal de Mercaderes. De ese modo, para finales de la década de 1870 inició el alza de las cantinas (tal como ahora las conocemos) y el boom estalló durante la llamada paz porfiriana. De acuerdo con el experto en jaiboles, poeta y cronista de la ciudad Rubén M. Campos –Benamor Cumps, para los compas–: “en cada calle había uno o dos bares intermedios y en cada esquina había uno, a veces cuatro, uno por cada esquina”. ¡Qué Ciudad de los Palacio ni qué ocho cuartos! Éramos La Ciudad de las Cantinas.
Curiosamente la mancuerna tortas-cantinas se mantuvo y mantiene hasta la fecha. Todavía son comunes los locales de tortas pegados a las cantinas. Además, toda cantina que se respete tiene sus buenas tortas. Ora sí que como la película de Juan Bustillos Oro: ¡Acá las tortas!
Mi amigo y yo entramos a La Reforma, que como se ha dicho está ubicada en la esquina de Dolores y Ayuntamiento, en el corazón del antiguo barrio indígena de San Juan Moyotlan. La Reforma se distingue, además de su buen ambiente de música algo subida de tueste, por poseer una excelente cocina. Todos los días hay botana, que incluye chamorro al horno. Un chamorro que se deshace en jugo. Además, descuellan sus tortas de bacalao, y durante los meses de agosto y septiembre (los jueves) la botana incluye chiles en nogada.
Con ánimo de comer, nos anclamos en la barra. Una barra con bancos (asunto que se le perdona porque no es bueno comer parado), sin descansapié (¡qué le vamos a hacer!), comandada por el buen Abraham, quien ipso facto convence a mi amigo de sorberse una Margarita. Yo, en cambio, aplico la máxima que anota que cuando la carrera es larga no es bueno cambiar de caballo, así que pido mi consabido tequila HB, aunque esta vez sin cheiser de cerveza.
La vida de La Reforma, fundada alrededor de la década de 1940, está estrechamente vinculada al barrio de San Juan, a los republicanos españoles refugiados en México y a la estación de radio XEW.
Continuará...