No estoy seguro de que esta novela merezca el adjetivo “satánico”, como tampoco estoy seguro de que la última obra de Roberto Bolaño merezca el "2666". En cambio, conozco grupos de rock y formas de gobierno a los que el adjetivo y el número les corresponden ampliamente. Es cierto que en esta novela ocurre una aparición terrífica y encontraremos al menos un músico capaz de tocar una melodía enloquecida y cadenciosa, digna de provocar en sus escuchas el mismo fervor y paroxismo que suscitaban las mejores canciones del Heavy Metal, pero la materia de la que está hecha esta obra no son las cavernas demoniacas, sino el fango de la humanidad.

Sería imposible escribir este tipo de novelas sin una conciencia extraordinaria de la forma. Cada elemento de esta novela, desde la numeración caprichosa de los capítulos hasta las fuerzas profundas que empujan la trama en dirección a sus puntos climáticos, contribuye a construir una arquitectura novelesca que recuerda las enormes casas rurales húngaras, con techo inclinado de dos aguas: a pesar de su desconcertante inicio tan detallista y moroso, como si el narrador tuviera todo el tiempo del mundo para escribir y pulir sus enormes frases calculadas, la primera parte cuenta la situación desesperada que viven los habitantes de un apartado villorrio, a la cual los ha condenado la fuerza de la Historia con mayúsculas. Obligados por el régimen a sostener una cooperativa especializada en criar ganado, la región que se les otorgó es el cruel reverso atmosférico que describió Rulfo en “Nos han dado la tierra”: en lugar de calor y resequedad, heladas mortales y lluvia sin tregua, que convierten la tierra en un lodazal intransitable, no apto para la vida ni el cultivo, desdeñado por todos y, por ende, lejos de carreteras y avenidas. En vista de que se juegan la vida en cada salida, los vecinos solo salen de sus casas a comprar lo esencial o por la borrachera indispensable, así que la taberna es el único espacio de convivencia con los otros, o con esa parte de los otros que se muestra cuando han bebido lo suficiente para evadirse del aburrimiento, la falta de expectativas y la desolación a que están condenados. Sin radio, televisión o lecturas, la única diversión posible consiste en espiar a los vecinos y escribir informes detallados de sus actividades para la autoridad. El poblado, que ni siquiera cuenta con un nombre propio, y mucho menos con la conciencia de pertenecer a una zona específica es el rincón a donde van a parar las promesas inconclusas de la dictadura. Enfangados día y noche, y conocedores de que es inútil quejarse, los habitantes se embriagan con desesperación, pero los amantes se acuestan sin deseo, para satisfacer una necesidad corporal como las otras, y las infidelidades matrimoniales y obtener el favor de una pareja sexual es cuestión de esperar a que llegue el turno, seguro como la muerte.

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Krasznahorkai fue el segundo húngaro en ganar el Nobel de Literatura; el primero fue Imre Kertész, en 2002. HUGO SALVADOR. EL UNIVERSAL.
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No hay un personaje principal bajo la lluvia. Para enfatizar que todos somos iguales ante los ojos de la dictadura, Krasznahorkai le da exactamente el mismo valor a todos sus personajes. Aunque el primer capítulo sugiere que el cojo Futaki podría ser el protagonista, dado que es el primer personaje en aparecer y dado que el resto de las historias contadas en el inicio parecen girar alrededor de él, este desencantado personaje pronto pasa a un segundo plano a fin de que emerjan una docena de vecinos fastidiados por la vida en la aldehuela. Y así aparecen Irimiás y Petrina, dos farsantes profesionales, habituados a vivir del engaño y la rapacería, y a saltar de pueblo en pueblo; el brutal y patibulario señor Schmidt, encargado de la venta del ganado colectivo; su bella esposa infiel, acosada por todos los varones locales; el grisáceo matrimonio formado por el señor y la señora Kráner, espías y segundones a las órdenes de los anteriores, el rapaz tabernero del pueblo y el solitario director de la escuela, el ciego Kerekes, que sabe tocar el bandoneón aunque no posea uno propio; la enajenada señora Halics, habituada a distinguir el pecado en sus manifestaciones más nimias y su descarriado esposo alcohólico, el mejor bailarín de tango de la región; la viuda Horgos, que tuvo cuatro hijos, todos tan desastrosos como el marido que se le suicidó: Mari y Juli, prostitutas sin la menor esperanza de una vida mejor; Sanyi, un joven aprendiz de canalla, en el penúltimo espacio de la cadena alimenticia y bajo esa inclemente andanada de horrores, la tierna e inocente Estike, cuya condición neurológica la condena a comprender el mundo desde su mirada eternamente infantil. El conjunto, con esa variedad de oficios, anécdotas y temperamentos, no le pide nada al censo de Comala. Con una admiración creciente, veremos que si cada novela aspira a desarrollar historias, personajes, voces y estructuras singulares, el Tango satánico de Krasznahorkai ofrece además una técnica impecable justo a la mitad de cada capítulo, desde el segundo y hasta el penúltimo, pues luego de presentarnos a uno de los personajes anteriores y bucear en su flujo de conciencia, el autor realiza un giro magistral, como si se deslizara por una cinta de Escher, y sin aviso alguno, salta a la mente de otro de estos individuos y lo habita hasta el final del capítulo. Con algunas imperfecciones, este recurso permite presentar los secretos y pensamientos de todos los personajes y volverlos inolvidables en una cantidad muy breve de páginas. Uno de los capítulos iniciales se llama “El ocho acostado, signo del infinito”, y justo esa es la forma que sigue el narrador a lo largo de la novela, con su estrategia de abordar a un personaje y, de improviso, saltar a la conciencia del vecino, dos por capítulo.

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Esquema narrativo del Tango Satánico, por Martín Solares.
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Muchos lectores abandonan la lectura de este libro en las primeras páginas, confundidos por este recurso desconcertante, apoyado en las frases largas y el registro de acciones aparentemente banales, pero es justo ahí donde radica una de las aportaciones más singulares de Krasznahorkai a la novela. Desde las novelas de Mario Vargas Llosa, que capítulo a capítulo construyen una geometría impecable y rabiosamente original, cuesta trabajo encontrar otras novelas con una búsqueda formal tan afortunada. Si Jon Fosse se distingue por su pericia para saltar de una época a otra en la conciencia de sus personajes, y si Olga Tokarczuk es capaz de crear ríos narrativos que se dividen y avanzan en diversos meandros consecutivos, si Kazuo Ishiguro logra verdaderas obras de arte con su habilidad para desviarse del tema principal de cada una de sus novelas sin dejar de estudiarlo, hay que reconocerle a László Krasznahorkai ese dominio de una nueva técnica prosística que recoge las pinceladas de Proust, la desesperación existencial de un Céline, la supervivencia del deseo de aventuras entre los más agobiados y, dominando lo anterior, un extraordinario amor por el arte de narrar y la geometría a que esto conduce, la cual sólo es posible en los más ambiciosos practicantes del monólogo interior y sus maniobras paralelas. Por ello, y sin duda alguna, la escena más emblemática de esta novela es aquella en la que un músico ciego toma un instrumento prestado y toca la misma melodía extranjera a lo largo de una noche, acompañado por el baile de una docena de borrachos en una lúgubre taberna.

Este logro arquitectónico y narrativo de Krasznahorkai es dos veces asombroso si advertimos que, a medida que saltamos del punto de vista de un personaje a otro, las historias se conectan entre sí debido a que todos perciben, o creen percibir unos cuantos indicios sensoriales en común. Además de la llovizna y el cenagal, la novela comienza y termina con el sonido de unas remotas campanadas lúgubres, que perturban el corazón de los culpables y quiebran los nervios de los bebedores. Como en el fantasmal Comala, donde se oyen ladridos pero no hay perros, o se escuchan pasos pero no hay caminantes, en dos momentos estratégicos de la novela los habitantes del lodazal escuchan una serie de tañidos demenciales en un pueblo donde hace décadas que no hay iglesias. La resonancia de este tañido fantasmagórico es el sonido inicial sobre el cual va a desarrollarse el Tango satánico de Krasznahorkai: gracias a esa zozobra inicial los personajes abrirán los ojos y reaccionarán de modos tan extraños como sus personalidades: desde la mujer que cree despertar de una pesadilla violenta para comprender que vive una pesadilla realista, hasta el tabernero que cree ver ríos de arañas, o mejor aún, al joven arrepentido de sus maldades, que en lo más profundo de un bosque aledaño se topa con una feliz aparición sobrenatural, sin duda una de las más exquisitas historias de esta novela.

Es tan lograda la perfección arquitectónica de Tango satánico que no deja sin resolver uno solo de los misterios del caserío, ni siquiera una cuestión esencial, en la que no todos los lectores habrán reparado, habituados a ignorar a ese ser por lo regular invisible que es el narrador: ¿quién escribió esta novela y por qué adoptó un estilo visual tan inusual e implacable, como el de un espía o un vigilante a sueldo de la dictadura, acostumbrado a registrar con precisión todo lo que sea capaz de atisbar a través de su ventana? Por supuesto, no voy a estropearle a nadie el placer de descubrir esta cuestión a través de su lectura. Sólo diré que la conclusión resulta devastadora si lo pensamos fríamente: ¿cuándo se inventará una nueva forma novelesca, capaz de registrar todas las variantes de la vida humana? ¿Cuándo se inventará una melodía capaz de desnudar los extremos a los que conducen todas las dictaduras y la propaganda? Al menos en el caso de la novela húngara, cuando narradores como László Krasznahorkai roben la nitidez y la disciplina de los espías a sueldo, la ceguera del último ciudadano y la apliquen a la vida humana en sus momentos más desesperados.

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