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Dudo que ella lo planeara. Que haya sido producto de la anticipación. Creo, en cambio, que hubo mucho de azar. Que, cuando las oportunidades surgieron, ella quiso aprovecharlas. Todo empezó cuando ella tenía 30 años, una edad que hoy no he alcanzado, y yo 16.
De los intentos que he hecho para escribir al respecto, el párrafo anterior sobrevive. A lo largo de la última década he balbuceado un texto (¿este texto?), pero no estoy seguro de que pueda escribirlo. No sé nombrar mi experiencia.
*
Ocurrió entre 2011 y 2012. Ella estaba casada —sigue estándolo— y yo era menor de edad, así que debía ser un secreto. El sexo fue parte de la relación, pero no estaba al centro. Lo importante, entendí luego, era el poder. Importaba sobre todo el control: yo al servicio de ella.
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Primero quería agradarla, que me celebrase por cumplir sus expectativas durante las prácticas de laboratorio que ella calificaba. Al principio conversábamos en las mañanas, dentro de la escuela, y luego también por las tardes, en Facebook. Nuestros asuntos no eran muy amplios: ella me contaba sobre su lugar de origen y sobre la vida diaria con su esposo; mis temas eran las materias, los profesores, la compañera que me gustaba. Llegué a hablarle de la violencia que vivía en mi familia. La llamaba “maestra”. Le hablaba de usted.
No me atraía físicamente, y nunca me pareció inteligente. Después de muchas conversaciones, luego de que me confesó que yo le gustaba, me atrajo la idea de atraerle. Me atrajo la promesa del sexo, menos por la posibilidad de satisfacerme que por asomarme al hambre ajena por primera vez. Me pareció una buena noticia que una mujer adulta me deseara: yo me sentía feo, pero eso quedaba en segundo plano si resultaba interesante, inteligente, “maduro para mi edad”. Siempre he sido lampiño y entonces lo era aún más. A los 16 años no había dado besos en la boca.
Ella sabía que al inicio no me gustaba, que yo sólo quise ser el alumno dilecto, y se lo confirmé más de una vez. Un día me preguntó: “solo era eso? Sentirte consentido por mi'” (sic), y le contesté: “Sí, eso era al principio”. Empecé a tutearla porque me lo pidió. La ayudaba a escribir sus exámenes de acuerdo con los estándares de la escuela, en la que yo era de los mejores promedios, y a concentrar las calificaciones de sus grupos en archivos de Excel. Le imprimía documentos. También llevaba mi laptop al plantel, para prestársela, porque ella no tenía computadora en su casa. Platicábamos más, varias horas al día.
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Lo físico no ocurrió de inmediato. Ella disfrutaba la idea de ser “la primera”. Me dijo que se esforzaría: “para q jamas me olvides y quede grabada en tu piel para siempre”, escribió. Obviaré los “sic”. Estaba obsesionada con marcarme: “muero por dejar mi nombre grabado en tu cuerpo”, “quiero impregnar tu cuerpo c mi aroma!”. Su trato utilitario —que me volviera objeto— me envilecía, y eso me parecía bien: me acomodaba en un sitio bajo que yo creía merecer. Mientras crecí, mi voluntad no tenía peso: se podía derrocar fácilmente porque mis decisiones eran negociables, y negarme a una orden —en la infancia— traía consecuencias graves. ¿Por qué iba ser diferente con ella? Al menos decía quererme, me prestaba atención.
Cuando cumplí 17 años me regaló una caja de fresas cubiertas de chocolate y al día siguiente, después de haberme besado y tocado por primera vez, me llevó a un restaurante de comida china. Esa tarde me paralicé al sentir sus labios, sus dedos. Al principio temblé. Cuando su lengua se acercó a mi boca, mi primer instinto fue mantener los labios cerrados. Me sentí ridículo: no daba crédito de mi propia parálisis. Entonces ella lo intentó un par de veces más, hasta que por fin me dejé llevar. Esa noche, desde un cibercafé, me escribiría: “cuando pense que todo seria facil resulta q no… habia q enseñarte!!!!”. Me reí y le respondí: “Lamento desilusionarte”. Era parco y torpe, aún más presuntuoso con mi buena ortografía. Usaba el punto al final de mis mensajes.
Luego vino el control. Las conversaciones se hicieron más intensas y exigentes. Nuestros escasos encuentros servían para que escribiéramos sobre ellos, para expandirlos a través del relato. También me regaló una novela, cómica de tan mala, publicada por un sello especializado en libros románticos de bolsillo. Me compraba saldo para que pudiese responderle, y siempre debía estar pendiente de sus mensajes. También de mis notificaciones en Facebook Messenger, que entonces no se llamaba así (los adolescentes decíamos “te mandé inbox”). Mientras platicábamos, yo no debía tener distracciones. Ella contaba el tiempo que tardaba en contestar: “2 min...”, “5 min...”, “xq no respondes?”. Cuando en la escuela me veía platicar con mis amigas (yo no tenía amigos), me escribía mensajes de celos. Hacía berrinches que me provocaban risa.
No la tomaba demasiado en serio. Respondía a sus manipulaciones y nunca dejé de intentar agradarla, pero —en mi percepción— no estaba en riesgo. Le decía lo que ella quería oír: que la amaba, que me encantaba. Yo sabía que no era verdad, pero seguirle el juego me servía para creerme a salvo. A menudo nos burlábamos del otro: a mí me gustaba hacerla sentir menos articulada que yo. Una vez, dizque en broma y para molestarme, ella me escribió que yo había sido “una presa mega facil... caiste en mis garras tan facil... por q ya existia yo en tu mente desde el primer momento por eso la urgencia d q fueras mi consentido... me explico?”.
Cuando quiso asustarme con la posibilidad de que estuviera embarazada de mí (no sé por qué, si ni siquiera era probable), terminó por decir que no me preocupara, que el supuesto hijo sólo iba ser de ella. Quería ser madre. Aunque mi primera reacción sí fue el susto, me mantuve en calma porque sabía que —si resultaba cierto— ella jamás habría podido señalar a un menor de edad como el padre. Durante mucho tiempo creí que era yo quien tenía el control.
Debí rechazarla, pienso ahora, pero a mis 16 y 17 años ni siquiera consideré que existiera esa alternativa. Cortamos comunicación cuando yo tuve un noviazgo con la compañera que me gustaba.
*
Entonces no lo tenía claro, pero desde esa época creo en el poder del archivo. Por eso no he borrado nuestra conversación en Facebook, a pesar de que ella —sobre todo al principio— me insistió en que lo hiciera. He eliminado otras, pero ésa no. “Oye nadie absolutamente nadie lee tus conversaiones verdad? Digo no quiero que se vayan a malinterpretar... me explico?”, me escribió antes de que ocurriera todo.
Años después, adultos los dos, intercambié más mensajes con ella, quien reanudó la conversación para contarme que tenía a una hija. Una vez, indignado por ver que en su cara pública finge ser una esposa —y ahora madre— ejemplar, traje a cuento el pasado y la insulté. Nunca lo había hecho: me arrepiento. Ella no parece arrepentida. Luego llegó a decirme que nadie me puso una pistola en la cabeza para obligarme: “santo no eres”, me escribió. No lo soy, ni me interesa sugerirlo.
Cuando le conté a mi esposa que conservo el historial de conversaciones, me dijo que tuviera cuidado si volvía a él —con la perspectiva que dan mis 29 años— porque podía encontrar algo que requiriera un trabajo emocional importante, profundo. Podía enfrentarme a asuntos reprimidos, tergiversados a través de los años y las ficciones de la memoria. Con gran tino, mi esposa recordó una película que nos sacudió: The Tale.
Seguí la recomendación: tuve cuidado la vez que me asomé a esas pláticas. Primero busqué palabras clave, como “comida china”. Luego, mientras trataba de llegar al principio del historial, leí fuera de contexto algunos mensajes que me parecieron chistosos por ridículos, otros perturbadores. Transcribí unos cuantos a un documento de Word.
Sabía que encontraría pistas para mi autoconocimiento, pero fui ingenuo al calcular la magnitud de lo que latía allí. Conversábamos tanto, acerca de tanto, que el resultado es inquietante: una especie de diario a cuatro manos, escrito con alguien que desearía no haber conocido. La clave para entender buena parte de mi comportamiento ha permanecido en esos mensajes durante más de una década. Recién noto, además, que he recurrido a la ficción para separarme de aquella memoria, quizá para analizarla de lejos, aunque creía —también ingenuo— que lo estaba inventando todo. A los 22 años escribí un cuento negro sobre un adolescente que vive un asunto de esa naturaleza, hoy incluido en uno de mis libros, y allí no hay nomenclaturas. Cuando tenía 27, mientras escribía una novela onírica a contrarreloj para cumplir con una beca, una situación como la que viví se volvió el centro de la trama —sin que yo lo hubiera anticipado en mi proyecto— y apenas hoy me doy cuenta de que en ese manuscrito tampoco hay categorías unívocas.
¿Cómo escribir lo que no se dice?
Hasta hoy no he logrado leer el historial completo. Cuando leí un mensaje en el que esa mujer decía que le encantaba mi manera de entregarme a ella, sentí repugnancia y me detuve. No era nada explícito, no era ni de cerca lo peor que leí, pero había algo en su fraseo que me descolocó. Sudaba, mis mejillas y mi frente habían subido de temperatura, y los pálpitos se seguían con prisa en mis sienes, en mi pecho. El malestar físico me impidió avanzar.
La culpa. La vergüenza. La pregunta que me ronda: ¿cómo pude ser parte de algo así?
Entré al cuarto prohibido en la casa de Barba Azul y abrí unas cuantas cortinas, arrojé luz sobre algunos rincones, pero aún no he podido ver todo lo que hay adentro.
*
Quería escribir un texto (¿este texto?) para tratar de entender qué viví mientras estudié la preparatoria, pero sigo sin saber nombrar mi experiencia.
Por ahora sólo conté, a pedazos, lo que no tiene nombre para mí.