Como la de un botánico que da forma a un herbario, imagino la labor que llevó a cabo María Negroni para escribir su más reciente libro. De modo similar al que procede un naturalista, la escritora argentina emprende una salida a campo por la vida y obra de estudiosos de eso que llamamos naturaleza; recolecta, a manera de semblanzas, las que le parecen más interesantes y las monta, finalmente, en ese álbum titulado La idea natural. Si algo une al botánico y al ensayista es su afán coleccionador.

Curiosamente, la también poeta, narradora y traductora no se considera una amante de las plantas; le interesa, eso sí, lo que desde la perspectiva del arte y de la ciencia se ha dicho acerca de flores, jardines y setas, así como de hormigas, arañas, huesos, abejas, mariposas, gusanos de seda. De hecho, a Negroni la marean los demasiados árboles. Un bosque jamás sería su lugar favorito. Es en los entornos urbanos donde se siente a su aire: “prefiero los ruidos, el asfalto, los edificios, los taxis, la gente que camina apurada, los cafés, las vidrieras, los semáforos”, confiesa en la nota introductoria a este libro. “No fui una niña naturalista. Soy más bien analfabeta de los espacios verdes. En mi casa de la infancia no había huertas ni animales domésticos”, revela también. No es, pues, un vínculo afectivo con la naturaleza o una conciencia ecologista el motor de La idea natural, sino el deseo de “registrar los discursos elaborados sobre la naturaleza, sumergirme en los datos de una naturaleza escrita”. Negroni se mueve en el terreno de las ideas. Lo que le interesa es el relato que, siempre de un modo fragmentario, desde la Antigüedad hasta nuestros días, se ha hecho del mundo natural.

Si bien, más que esas representaciones, lo que La idea natural consigna es la osadía de su creación. No son las obras que han contribuido a forjar esos discursos sobre lo natural las protagonistas del libro, sino las vidas de quienes las han alumbrado. Como todas, la selección de la autora es parcial, además de arbitraria, como ella misma reconoce. En su inventario desfilan, claro está, naturalistas y científicos, pero también pintores, fotógrafos, escultoras, ilustradoras, cineastas, músicos, además de alquimistas, revolucionarias, taxidermistas y emperadores. En unas cuantas pinceladas, la autora esboza la existencia, los hallazgos, de cincuenta personajes dispares que se dedicaron a contemplar la naturaleza o a descifrar alguna parcela de su misterio. Lucrecio, Plinio, Linneo, Rousseau, Goethe, Humboldt, Darwin, Thoreau, Dickinson, Monet, Maeterlinck, Wittgenstein, Nabokov, además de otras figuras de Europa, Estados Unidos y Argentina, integran la lista.

Cada apunte biográfico es encabezado por el nombre de la personalidad en cuestión, el año de su nacimiento y muerte (en el caso de los que ya no están), un título y una imagen. En ocasiones, el perfil toma la forma de lista, poema, carta, ficha técnica, entrevista, etcétera. Todos evaden, eso sí, el acopio de datos que anima al periodista o la reflexión sesuda del académico. Se trata, más bien, de exploraciones. De paseos breves por vidas, o por momentos fugaces y a la vez trascendentes de éstas, en los que la autora avistó algo en común: la seducción de la naturaleza.

No se le escapa a Negroni que el afán de comprender otras formas de existencia responde a un intento de ordenar el mundo que nos rodea, a la aspiración de tener el control. Escribe: “nomenclaturas y taxonomías, archivos, maquetas, cuadriculas y grillas, clasificaciones, dioramas e inventarios se pusieron al servicio de ese orden que prometía el sosiego […]. Se trataba, en definitiva, de traducir, con palabras lisas, la complejidad del mundo. De encontrar en las enumeraciones un antídoto contra la ansiedad y el caos”. Reconoce también, en las brillantes páginas dedicadas a Humboldt, que en la búsqueda de descifrar ese texto que es la naturaleza subyace el deseo de sentirse en comunión con el mundo; esto es, el deseo de entenderse a uno mismo. Dice con respecto al geógrafo y naturalista alemán: “el objetivo es encontrar la conexión oculta entre las cosas. El corolario: si todo está conectado, también debería estarlo la relación entre el fenómeno y quien observa. ¡Los experimentos son, en parte, sobre uno mismo!”. Del mismo modo, en su calidad de ensayo, es decir, de experimento, La idea natural algo nos dice de la propia Negroni, a través de otras vidas, a pesar de que no se refiera a sí misma más que en el texto introductorio. Imposible no relacionar con su escritura el deseo de “alumbrar un poema donde la ciencia cante” que advierte en Lucrecio, la “propensión a inventariar lo efímero” de Sei Shōnagon, la conjunción de arte y ciencia de Maria Sibylla Merian o la ambición de “advertir lo afín en lo dispar” que atribuye Emerson.

Algo, pues, dice el objeto de estudio sobre el sujeto interesado en él o algo de sí mismo encuentra el estudioso en su objeto de estudio. Éste último es el caso del pintor viajero Johann Moritz Rugendas, quien “había logrado llegar al trópico y muy pronto empezaría a dibujar, con lápices febriles, los vértigos de un paisaje que se parecía a su propio sistema nervioso, panoramas que eran, en realidad, écfrasis de algún cataclismo interior”. Sujeto y objeto se hacen uno.

A propósito de herbarios, Negroni toma nota de los creados por Emily Dickinson y Rosa Luxemburgo. El de la poeta ¾cuyo fragmento, por cierto, ilustra la portada del libro¾ es imperfecto: no responde a un orden lógico, está incompleto, tiene faltas de ortografía “y aun así, a su pequeño modo, mientras el mundo apila emboscadas, el álbum resiste”. El de la revolucionaria muestra, por su parte, que su conciencia política estaba emparejada con su interés en las plantas; es decir, en la vida: “para la militante indócil que era no bastaban los discursos fogosos […]. Necesitaba observar, con el mismo fervor y la misma impertinencia, las hojas de los olmos, los cipreses, los rosales o los tilos y anotar el aspecto, la familia, los nombres en latín y en alemán de las flores, así como su fragancia y época de floración”.

De un modo similar a estas colecciones de plantas, concibo el libro de María Negroni: un registro, un inventario, una recopilación. Un herbario textual.

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