Estoy frente a la ventana de esta casa enorme del sur de Francia mientras se va haciendo de noche, la noche que me lleva a la mañana más atroz de mi vida. Sostengo una copa, junto al brazo tengo una botella. Veo mi reflejo en el brillo oscuro del cristal de la ventana. Mi reflejo es alto, quizá recuerda una flecha, mi cabello rubio lanza destellos. Mi cara se parece a una cara que ya has visto muchas veces. Mis antepasados conquistaron un continente, avanzaron por llanuras infestadas de muerte hasta que llegaron a un océano que estaba de espaldas a Europa, frente a un pasado más oscuro.

Puede que esté borracho por la mañana, pero eso no servirá de nada. Aun así, tomaré el tren a París. El tren será el mismo; la gente, tratando a duras penas de acomodarse e incluso de mantener la dignidad en los asientos de madera y respaldo recto de tercera clase, será la misma, y yo también seré el mismo. Cruzaremos el mismo paisaje cambiante en dirección al norte, dejaremos atrás los olivos y el mar y toda la gloria del tempestuoso cielo meridional, y llegaremos a la niebla y la lluvia de París. Alguien se ofrecerá a compartir su bocadillo conmigo, alguien me ofrecerá un traguito de vino, alguien me pedirá una cerilla. La gente recorrerá los pasillos mirando por las ventanillas, mirándonos a los que estamos sentados. En cada parada, unos reclutas con uniformes marrones demasiado grandes y gorras de colores abrirán la puerta del compartimento y preguntarán Complet? Todos contestaremos que sí con la cabeza, como si conspiráramos, mientras nos dirigimos débiles sonrisas y ellos siguen avanzando por el tren. Dos o tres acabarán delante de la puerta de nuestro compartimento, gritándose con esas voces graves y groseras, fumando sus espantosos cigarrillos militares. Habrá una chica sentada frente a mí a quien le extrañará que no haya coqueteado con ella, a quien la presencia de los reclutas sacará de quicio. Todo será lo mismo, solo que yo estaré más quieto.

Y hay quietud en el paisaje esta noche, en este paisaje que se refleja a través de mi imagen en el cristal. La casa se encuentra justo delante de un pequeño complejo de residencias veraniegas que sigue vacío, la temporada aún no ha comenzado. Se encuentra en un monte bajo, se pueden divisar las luces del pueblo y oír el estruendo del mar. La alquilamos en París mi novia Hella y yo, a partir de unas fotografías, hace unos meses. Ahora hace una semana que se ha ido. Está en alta mar ahora, en la travesía de vuelta a Estados Unidos.

Me la imagino muy elegante, tensa y resplandeciente, rodeada de la luz que inunda el salón del trasatlántico, bebiendo demasiado deprisa, y soltando carcajadas, y observando a los hombres. Así fue como la conocí yo, en un bar de Saint-Germain-des-Prés mientras bebía y observaba, y por eso me gustó, pensé que sería divertido divertirse con ella. Así fue como empezó, esa era toda la importancia que revestía para mí; ahora no estoy seguro, a pesar de todo, de que haya llegado a tener mayor importancia para mí. Y tampoco creo que la haya tenido para ella; al menos, no hasta que hizo ese viaje a España y, al verse allí sola, empezó a plantearse, quizá, si toda una vida dedicada a beber y a observar a los hombres era exactamente lo que ella quería. Pero ya era demasiado tarde para entonces. Yo ya estaba con Giovanni. Le había pedido a Hella que se casara conmigo antes de que se marchara a España; ella se echó a reír y yo me eché a reír, pero eso hizo, por algún motivo, que el asunto me pareciera aún más serio e insistí: entonces ella contestó que tendría que irse y pensarlo. Y la última noche que pasó aquí, la última vez que la vi, mientras Hella hacía la maleta, le dije que la quería y me obligué a creérmelo. Pero no sé si era cierto. Estaba pensando, sin duda, en nuestras noches en la cama, en esa inocencia y esa confianza peculiares que jamás recuperaré, que habían hecho de aquellas noches algo tan delicioso, tan poco vinculado al pasado, al presente y a lo venidero, tan poco vinculado, en resumidas cuentas, a mi vida, puesto que solo requerían de mí la más mecánica de las responsabilidades. Y esas noches se escenificaban bajo un cielo extranjero, sin nadie que vigilase, sin sanciones asociadas; y fue este último detalle lo que nos destruyó, porque nada resulta más insoportable, una vez alcanzado, que la libertad. Supongo que por esto le pedí que se casara conmigo: para que me diera un asidero. Es posible que por eso, en España, ella decidiera que quería casarse conmigo. Pero la gente no puede, desgraciadamente, inventarse sus asideros, sus amantes ni sus amigos, del mismo modo que tampoco puede inventarse a sus padres. La vida te los da y también te los quita, y lo más difícil es decirle sí a la vida.

Pensaba, cuando le dije a Hella que la quería, en aquellos días en los que aún no me había pasado nada espantoso, irrevocable, en los que una aventura amorosa era solo una aventura amorosa. Ahora, a partir de esta noche, de la mañana que se aproxima, por muchas camas en las que me encuentre desde ahora hasta mi última cama, no volveré a vivir esas aventuras juveniles y entusiastas que son en realidad, si uno se para a pensarlo, una clase más elevada o, en todo caso, más pretenciosa de masturbación. La gente es demasiado diversa para tratarla con tanta despreocupación. Yo también soy demasiado diverso para resultar fiable. De no ser así, no estaría ahora solo en esta casa. Hella no estaría en alta mar. Y Giovanni no estaría a punto de perder la vida, en algún momento entre esta noche y la mañana, bajo la guillotina.

Me arrepiento ahora –aunque no sirva de nada– de una mentira concreta de entre las muchas que he contado, dicho, vivido y creído. Hablo de la mentira que le conté a Giovanni pero que nunca conseguí que se creyese: que hasta entonces nunca me había acostado con un chico. Lo había hecho. Había decidido que no se repetiría. Tiene algo de disparatado el espectáculo que me narro ahora a mí mismo: he huido lejísimos, con grandes esfuerzos, cruzando incluso un océano, para acabar frenado en seco, de nuevo, ante el bulldog de mi jardín particular: un jardín que, entretanto, ha perdido tamaño, mientras que el bulldog lo ha ganado.

Llevo mucho tiempo sin pensar en aquel muchacho, Joey; pero esta noche lo veo con gran claridad. Fue hace varios años. Yo era aún adolescente, él tenía más o menos mi edad, año arriba, año abajo. Además, era un chico muy simpático, muy espabilado y moreno, y siempre se estaba riendo. Durante una temporada fue mi mejor amigo. Después la idea de que una persona así pudiera haber llegado a ser mi mejor amigo fue la prueba de una mancha horripilante en mi interior. Así que me olvidé de él. Pero esta noche veo a Joey muy bien.

Sucedió en verano, no había clases. Sus padres se habían ido a pasar el fin de semana no sé dónde y yo estaba ese fin de semana en su casa, cerca de Coney Island, en Brooklyn. Nosotros también vivíamos en Brooklyn en aquella época, pero en un barrio mejor que el de Joey. Creo que habíamos estado vagueando en la playa, bañándonos un poco y observando a las chicas casi desnudas que iban pasando por delante, les lanzábamos silbidos y nos reíamos. Estoy seguro de que, si alguna de esas chicas a las que silbábamos hubiera mostrado la menor reacción, el océano no habría tenido la profundidad suficiente para cubrir nuestra vergüenza y nuestro terror. Pero las chicas, sin duda, sospechaban lo nuestro, probablemente por la forma en que silbábamos, y no nos hacían ni caso. Cuando empezó a ponerse el sol enfilamos el paseo marítimo en dirección a su casa, con los trajes de baño puestos y mojados debajo de los pantalones.

Y creo que empezó en la ducha. Sé que sentí algo –mientras hacíamos el tonto en aquel cuarto pequeño y lleno de vapor, mientras nos atizábamos con las toallas mojadas– que no había sentido hasta entonces, algo que misteriosa, y a la vez difusamente, lo incluía a él. Recuerdo en mí una gran resistencia a vestirme: le eché la culpa al calor. Pero nos acabamos vistiendo, más o menos, y comimos cosas frías de su nevera y bebimos mucha cerveza. Debimos de ir al cine. No se me ocurre ningún otro motivo por el que habríamos podido salir, y recuerdo que recorrimos las oscuras, tropicales calles de Brooklyn con el calor que brotaba de las calzadas y rebotaba en los muros de las casas con fuerza suficiente para matar a un hombre, mientras todos los adultos del mundo, o eso parecía, estaban sentados, andrajosos y chillones, en los escalones de entrada y todos los niños del mundo estaban en las aceras o en los bordillos o colgados de las escaleras de incendios, mientras yo rodeaba con el brazo el hombro de Joey. Estaba orgulloso, creo, porque su cabeza me llegaba justo por debajo de la oreja. Íbamos andando juntos y Joey soltaba chistes verdes y nos reíamos. Es raro recordar, por primera vez en tanto tiempo, lo bien que me sentí esa noche, el cariño que me inspiraba Joey.

Cuando volvimos esas calles estaban silenciosas; nosotros también íbamos callados. Estuvimos muy callados en el apartamento, nos desvestimos medio dormidos en el cuarto de Joey y nos metimos en la cama. Yo me quedé dormido; bastante rato, creo. Pero me desperté, vi que la luz estaba encendida y que Joey examinaba la almohada con una enorme e intensísima minuciosidad.

–¿Qué pasa?

–Creo que me picó una chinche.

–Pero qué sucios son. ¿Tienen chinches?

–Creo que una me ha picado.

–¿Alguna vez te ha picado una antes?

–No.

–Pues entonces vuélvete a dormir. Lo has soñado.

Me miró con la boca abierta y los ojos oscuros también muy abiertos. Parecía que acababa de descubrir que yo era experto en chinches. Solté una carcajada y le agarré la cabeza, como había hecho tantísimas veces antes mientras jugaba con él o cuando me sacaba de mis casillas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando lo rocé, algo sucedió en él y en mí que hizo de ese roce algo distinto de todos los roces que jamás habíamos vivido. Y no se resistió, como solía hacer, sino que se quedó donde yo lo había arrastrado, contra mi pecho. Y me percaté de que mi corazón latía de un modo tremendo, de que Joey temblaba pegado a mí, de que la luz de la habitación era muy brillante y quemaba. Empecé a moverme, a hacer alguna broma, pero Joey musitó algo y bajé la cabeza para escuchar. Joey levantó la cabeza mientras yo agachaba la mía y nos besamos, por así decirlo, por accidente. Entonces, por primera vez en mi vida, fui realmente consciente del cuerpo de otra persona, del olor de otra persona. Nos abrazamos. Aquello se parecía a sostener un pájaro raro, agotado, casi desaparecido, que yo había encontrado casual y milagrosamente. Estaba muy asustado; estoy seguro de que él también, y cerramos los ojos. Recordarlo tan clara, tan dolorosamente esta noche me revela que jamás lo he olvidado de veras, ni por un instante. Noto ahora en mí un leve, un espantoso despertar de todo lo que de forma tan abrumadora se despertó en mí entonces, un gran calor sediento y un temblor y una ternura tan dolorosa que creí que me iba a estallar el corazón. Pero de ese dolor asombroso e intolerable surgió una felicidad; esa noche nos brindamos mutuamente felicidad. Parecía entonces que toda una vida no me iba a bastar para que el acto amoroso se plasmara en una realidad compartida con Joey.

Pero esa vida fue breve, quedó circunscrita a esa noche: acabó por la mañana. Me desperté mientras Joey aún dormía, hecho un ovillo y de costado como un niño muy pequeño, dándome la cara. Parecía uno muy pequeño, con la boca entreabierta, las mejillas sonrosadas, el cabello rizado oscureciendo la almohada y medio ocultando su frente húmeda y redonda, las largas pestañas refulgiendo levemente bajo el sol estival. Ambos estábamos desnudos y la sábana con la que nos habíamos tapado estaba hecha una maraña a nuestros pies. El cuerpo de Joey era moreno, estaba sudoroso, era la creación más bella que yo había visto jamás. Lo iba a tocar para despertarlo, pero algo me frenó. De pronto tuve miedo. Quizá por lo inocente que parecía ahí tumbado, con esa confianza tan perfecta; quizá porque era mucho más menudo que yo; de repente mi cuerpo parecía repugnante y aplastante y el deseo que surgía en mí se me antojó monstruoso. Pero, sobre todo, de pronto tuve miedo. Cobré aguda conciencia de una idea: «Pero si Joey es un chico». De pronto vi la potencia de sus muslos, de sus brazos, de sus puños algo cerrados. La potencia y la promesa y el misterio de ese cuerpo me inspiraron un miedo repentino. Ese cuerpo, repentinamente, parecía la boca negra de una caverna en la que yo sería torturado hasta que llegase la locura, en la que perdería mi masculinidad. Precisamente quería conocer ese misterio y sentir esa potencia y que esa promesa se cumpliera en mí. El sudor de mi espalda se volvió frío. Sentí vergüenza. La misma cama, en su dulce desorden, era testigo de aquella vileza. Pensé en qué diría la madre de Joey cuando viese las sábanas. Entonces me acordé de mi padre, que solo me tenía a mí en el mundo, pues mi madre había muerto cuando yo era pequeño. Una caverna se abrió en mi mente, negra, llena de rumores, insinuaciones, historias oídas a medias, olvidadas a medias, entendidas a medias, llena de palabras sucias. Me pareció ver mi futuro en esa caverna. Tuve miedo. Podía haber llorado, llorado de vergüenza y terror, llorado por no entender cómo me podía haber pasado eso a mí, cómo podía haber pasado eso en mi interior. Y tomé la decisión. Salí de la cama, me duché y ya estaba vestido y desayunado cuando se despertó Joey.

No le conté mi decisión; eso me habría hecho cambiar de parecer. No esperé a desayunar con él, solo tomé un poco de café y le di una excusa para volverme a casa. Sé que esa excusa no engañó a Joey, pero él no sabía cómo protestar ni insistir; tampoco sabía que le habría bastado con hacer eso. Entonces yo, que hasta entonces lo había visto casi todos los días de ese verano, dejé de ir a verlo.

Él tampoco vino a verme. Me habría alegrado mucho si lo hubiera hecho, pero el modo en que me marché creó un límite que ninguno de los dos supo cómo sortear. Cuando al fin lo vi, más o menos por accidente, hacia el 20 fin del verano, me inventé una larga y falsísima historia sobre una chica con la que estaba saliendo y, cuando comenzaron de nuevo las clases, me junté con un grupo de compañeros más broncos y mayores, y me mostré muy desagradable con Joey. Y cuanto más me entristecía la situación, más desagradable me mostraba. Al fin se distanció, se fue del barrio, dejó nuestro instituto, y jamás volví a verlo.

Empecé, quizá, a estar solo ese verano y empecé, ese verano, la lucha que me ha traído hasta esta ventana en penumbra.

Y, sin embargo, cuando uno comienza a buscar el momento crucial, definitivo, el momento que cambió todos los demás, se encuentra avanzando a duras penas, con gran dolor, por un laberinto de señales falsas y cerrando puertas de forma abrupta. Es posible, en efecto, que mi huida comenzara ese verano, lo que no me sirve para explicarme dónde está el germen del dilema que se resolvió, ese verano, mediante la huida. Evidentemente, el germen se encuentra en algún punto delante de mí, atrapado en el reflejo que observo en la ventana mientras en el exterior se hace de noche. Se halla encerrado en la habitación junto a mí, siempre lo ha estado y siempre lo estará, y aun así me resulta más desconocido que los montes desconocidos que hay fuera.

Nosotros vivíamos en Brooklyn por aquel entonces, como he mencionado; también habíamos vivido en San Francisco, donde nací y donde está enterrada mi madre, y estuvimos una breve temporada en Seattle, después en Nueva York; para mí, Nueva York es Manhattan. Luego dejamos Brooklyn para regresar a Nueva York y, cuando llegué a Francia, mi padre y su nueva esposa habían subido de categoría al instalarse en Connecticut. Yo ya llevaba un tiempo por mi cuenta, eso sí, y había vivido en un apartamento situado en la zona de las calles Sesenta Este.

Nosotros, en los días de mi infancia y adolescencia, éramos mi padre, su hermana soltera y yo. A mi madre la habían llevado al cementerio cuando yo tenía cinco años. Apenas recuerdo nada de ella, pero aparecía en mis pesadillas, cegada 21 por los gusanos, con el cabello seco como el metal y quebradizo como una ramita, pugnando por estrecharme contra su cuerpo; un cuerpo tan pútrido, tan repugnante en su blandura, que se abría, mientras yo escarbaba y gritaba, formando una abertura lo bastante grande para tragarme vivo. Sin embargo, cuando mi padre o mi tía entraban raudos en mi cuarto para saber qué me había asustado, no me atrevía a describir el sueño, que me parecía un gesto de deslealtad hacia mi madre. Les decía que había soñado con un cementerio. Ellos llegaban a la conclusión de que la muerte de mi madre había obrado ese inquietante efecto en mi imaginación y quizá creían que era una etapa del duelo. Y puede que así fuera pero, de ser ese el caso, aún sigo de luto.

Mi padre y mi tía se llevaban muy mal y, sin ser consciente de cómo o por qué lo notaba, yo percibía que su prolongado enfrentamiento estaba íntimamente relacionado con mi madre muerta. Recuerdo que, cuando era pequeño, en el gran salón de la casa de San Francisco, la fotografía de mi madre, que era lo único que ocupaba la repisa de la chimenea, parecía dominar la estancia. Daba la impresión de que esa fotografía demostraba que su espíritu gobernaba el ambiente y nos controlaba a todos. Recuerdo cómo las sombras empezaban a formarse en los rincones de esa sala, en la que yo nunca me sentía a gusto, y a mi padre bañado por la luz dorada que esparcía sobre él la lámpara alta junto a su butaca. Él leía el periódico, no podía verlo detrás de ese periódico, de modo que, desesperado por conquistar su atención, a veces lo molestaba tanto que nuestro duelo provocaba que me sacaran de la sala bañado en lágrimas. También lo recuerdo inclinado hacia delante, con los codos en las rodillas, la vista fija en la ventana que frenaba la irrupción de la negrísima noche. Me preguntaba qué le estaría pasando por la cabeza. Tal como lo recuerdo, siempre lleva un chaleco gris y se ha aflojado la corbata, y el pelo rubio claro le cae sobre el rostro cuadrado, rubicundo. Era una de esas personas de carcajada fácil que tardan en enfadarse; de modo que su enfado, cuando se produce, resulta de lo más impactante, pues parece surgir de un insospechado recoveco, como un fuego capaz de devorar una casa entera.

Y su hermana Ellen, un poco mayor que él, un poco más morena, siempre arreglada en exceso, maquillada en exceso, con un rostro y una figura que empezaban a endurecerse, y con demasiadas joyas por todas partes, que tintinean y entrechocan bajo la luz, está en el sofá leyendo; leía mucho, todas las novedades literarias, e iba una barbaridad al cine. O tejía. Me da la impresión de que siempre llevaba una bolsa enorme y llena de agujas de punto de aspecto peligroso, o un libro o las dos cosas. Y no sé qué tejía, aunque supongo que alguna vez nos haría una prenda a mi padre o a mí. Pero no lo recuerdo, del mismo modo que tampoco recuerdo lo que leía. Cabe la posibilidad de que siempre fuera el mismo libro y que siempre hubiera estado atareada con la misma bufanda o el mismo suéter, o a saber qué, en todos los años que la traté. A veces mi padre y ella jugaban a las cartas, esto era bastante infrecuente; otras veces cuchicheaban en tono cordial y guasón, pero esto era peligroso. Su cháchara casi siempre acababa en pelea. En ocasiones teníamos invitados y a menudo me dejaban contemplar cómo se tomaban los cócteles. Entonces mi padre sacaba su mejor cara, se mostraba jovial y extrovertido, recorría la sala atestada con una copa en la mano, rellenando las bebidas de la gente, soltando muchas carcajadas, abordando a todos los hombres como si fueran sus hermanos y coqueteando con las mujeres. O no, no coqueteando con ellas, sino pavoneándose ante ellas. Daba la sensación de que Ellen siempre lo estaba vigilando, como si temiera que hiciese algo terrible, lo vigilaba y vigilaba a las mujeres, y sí, coqueteaba con los hombres de un modo extraño y desquiciante. Iba vestida para matar, como suele decirse, con la boca más roja que cualquier sangre, vestida con algo que era de un color impropio, o que le apretaba demasiado, o para lo que era demasiado mayor; la copa que sostenía amenazaba, en cualquier momento, con quedar reducida a añicos, a esquirlas, y su voz no dejaba de oírse como 23 una cuchilla que araña un cristal. Cuando yo era pequeño y la observaba con invitados, me daba miedo.

Sin embargo, pasase lo que pasase en aquella sala, mi madre lo estaba observando todo. Lo contemplaba desde el marco de la fotografía: una mujer pálida, rubia, engalanada con delicadeza, de ojos oscuros y frente lisa, con una boca nerviosa y suave. Pero algo en el lugar que los ojos ocupaban en el rostro y en cómo miraban de frente, algo levísimamente sarcástico y astuto en el rictus de la boca traslucía que, en algún punto por debajo de aquella tensa fragilidad, existía una fuerza tan heterogénea como firme y, al igual que la furia de mi padre, peligrosa por lo absolutamente inesperada que resultaba. Mi padre apenas hablaba de ella y, cuando lo hacía, se tapaba con ademanes misteriosos la cara; cuando hablaba de ella, solo se refería a ella como mi madre y, de hecho, hablaba de ella como podría haberlo hecho de la suya. Ellen mencionaba a mi madre con frecuencia, comentaba que había sido una mujer de lo más extraordinaria, pero eso me causaba incomodidad. Sentía que no tenía derecho a ser hijo de semejante madre.

Años después, cuando yo ya era un hombre, traté de que mi padre hablara de ella. Pero Ellen había muerto, él estaba a punto de casarse de nuevo. Habló de mi madre, entonces, tal como lo había hecho Ellen y, de hecho, podría haber estado hablando de Ellen.

Mi padre y Ellen se pelearon una noche cuando yo andaba por los trece años. Tuvieron muchas broncas tremendas, sin duda, pero puede que esta la recuerde con tanta claridad porque parecía que trataba de mí.

Yo estaba acostado en el piso de arriba, dormido. Era muy tarde. De pronto me despertó el ruido de las pisadas de mi padre en el camino que pasaba bajo mi ventana. Supe por el ruido y por el ritmo que estaba un poco borracho y recuerdo que en ese momento una cierta decepción, un dolor inédito me embargaron. Lo había visto borracho con frecuencia y nunca me había sentido así –al contrario, mi padre a veces se mostraba sumamente encantador cuando estaba ebrio–, pero esa 24 noche sentí de repente que había algo en la situación, en él, que resultaba despreciable.

Oí que entraba. Y enseguida oí también la voz de Ellen.

–¿Todavía no te has ido a la cama? –le preguntó mi padre.

Intentaba ser cortés e intentaba evitar una escena, pero su voz no denotaba cordialidad, solo tensión y hartazgo.

–Creía –repuso Ellen fríamente– que alguien tenía que decirte lo que le estás haciendo a tu hijo.

–¿Qué le estoy haciendo a mi hijo? –Mi padre estuvo a punto de añadir algo, algo espantoso; pero se contuvo y se limitó a preguntar, con una tranquilidad resignada, borracha, desesperada–:¿De qué hablas, Ellen?

–¿De verdad crees –preguntó ella; yo estaba seguro de que se encontraba en el centro de la sala, con las manos entrelazadas por delante del cuerpo, muy quieta y muy recta que eres el tipo de hombre que él debería ser de adulto? –y, como mi padre no respondió nada, añadió–: Porque está creciendo, no sé si te has fijado. –Entonces, con desdén–: Y en eso ya te está superando.