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El problema de la democracia en nuestro país tiene muchas aristas, pero una fundamental, es que los partidos políticos mismos no practican la democracia hacia su interior. A cada partido lo rige un círculo reducido de señores feudales de la política que reparten favores y curules con el mismo desparpajo con que los virreyes distribuían antes tierras y encomiendas.
Por ejemplo, es increíble atestiguar que desde la silla del águila se decide quién va a dirigir Morena y quién ocupará los diversos puestos en su Comité Ejecutivo. Es como si el supuesto partido regenerador fuera una oficina gubernamental, un engrane oficial del Estado mexicano. Los editoriales solo comentan lo sospechoso que resulta que el hijo del presidente vaya a ser el nuevo secretario general (preparándolo para ser candidato presidencial en 2030.) ¿Pero y los militantes? Son apenas espectadores silentes, testigos de un ritual que ya conocen, porque en esta tierra, el poder nunca ha sido del pueblo, aunque se le disfrace de urna. Para encumbrar a Andy López se reunirá el Consejo Nacional de Morena apenas una semana antes de que concluya el mandato de AMLO. A María Luisa Alcalde, el orgullo del nepotismo de la familia Alcalde-Luján, la envían a la presidencia de Morena, directo de la Secretaría de Gobernación, sin ni siquiera realizar una de las famosas encuestas manipuladas que tanto le encantan a Mario Delgado. Así hemos terminado cerrando el círculo con respecto a la época del PRI, cuando secretarios de estado saltaban del gobierno a la presidencia del partido y de regreso, propulsados por el dedo índice del presidente. Nada ha cambiado, excepto los apellidos.
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Sin embargo, lo más grave es que la situación es muy similar en los otros partidos, incluida la oposición. En México se habla mucho del charrismo sindical, con líderes que se eternizan en el puesto, pero pasamos por alto al charrismo partidario que provoca muchos de los fenómenos que nos ha tocado observar en este sexenio.
En esta nación, no hay distinción entre oficialismo y oposición cuando se trata de mantener el poder. Los partidos mexicanos asemejan más bien “cárteles políticos” dominados por la respectiva mafia partidaria. El Partido del Trabajo, por ejemplo, tiene como presidente desde 1990 al maoísta Alberto Anaya, o sea, desde hace 34 años. En 2009 Anaya le envió un mensaje a Kim Jong Il expresándole su solidaridad con el gobierno norcoreano. En 2017, nueve días después de que Corea del Norte hiciera explotar su primera bomba de hidrógeno, Anaya le envió a Kim Jong Un un mensaje de felicitación por haber convertido a Corea del Norte en una “potencia político-militar”. De esa calaña es el presidente del Partido del Trabajo, quien personalmente palomea las listas de diputados y senadores del PT.
Pero no es el único. En el PRI, el caso del famoso Alito es emblemático. Antes por lo menos sabíamos quien imponía al presidente del PRI, en la época en la que aún era invencible. Pero ahora el funcionamiento de la mafia partidaria es insondable, hasta para los propios priistas. Sin cuidar las formas, Alito y sus cómplices modificaron los estatutos del partido para que Alito se pueda reelegir hasta dos veces más, con lo que buena parte de la capa dirigente tradicional acabó por abandonar el partido. En el PRI no hay ningún tipo de elecciones primarias ni campañas para seleccionar candidatos a diputados o senadores. Todo se decide en el petit comité de una pequeña secta que está conduciendo al PRI a su desaparición.
¿Y qué decir de Movimiento Ciudadano? Dante Delgado, el eterno titiritero, mueve los hilos del partido desde 1997, cuando aún se llamaba Convergencia. Después de un corto intermezzo, en 2011 se convirtió en presidente del MC, y ahí sigue. Casi compite con Anaya con sus ya casi 27 años decidiendo en MC quien es y quien no será. Dante Delgado, como el 90% de los políticos mexicanos, se formó en el PRI y en MC se ha dedicado a recolectar priistas o bien a impresentables similares, como Alejandra Barrales, acusada de corrupción desde sus tiempos en el PRD. Delgado es quien palomea las candidaturas de MC, utilizándolas para adquirir “cuadros” de otros partidos, sin que nadie más pueda opinar. En MC el pasado nunca muere, sólo se recicla.
¿Y qué decir del Partido Verde Ecologista Mexicano, que de ecologista no tiene nada, pero que de camaleónico lo tiene todo? Han logrado la proeza de estar en cuatro gobiernos, desde el año 2000, sobreviviendo como creatura parasitaria. Se aliaron con el PAN para las elecciones de ese año. Se aliaron con el PRI en 2006 y 2012. También en 2018, pero rápidamente se arrepintieron y pasaron a formar coalición con la bancada de Morena. Y ahora en 2024, gracias a los mecanismos de la sobrerrepresentación, tienen más diputados que el PAN, con poco más de la mitad del porcentaje de votos de los panistas. Es sabido que el PVEM surgió como negocio privado de la familia González Torres y así se manejó desde el principio. A partir de 1986 fue operado por su fundador y después por su hijo, el “niño verde”, hasta 2011 (en total 25 años). Aunque el PVEM ha cambiado de presidente regularmente desde entonces, su modus operandi demuestra que, en México, el éxito no depende del voto, sino de la torcida aritmética política.
El PAN, ese bastión de la oposición política tradicional, alguna vez supo lo que era la dignidad interna. Era el partido que, en sus mejores momentos, pudo mediar entre sus propias facciones, permitiendo que las corrientes liberales y conservadoras convivieran en tenso equilibrio. El presidente Fox, por ejemplo, no pudo imponer a su candidato a la presidencia y Felipe Calderón obtuvo la candidatura después de un largo proceso de elecciones primarias. Pero ya desde 2018, con Ricardo Anaya, la nomenclatura panista pudo bloquear a otros candidatos y el PAN ha sucumbido al mismo mal que sus rivales: la obscura asignación de candidaturas y la perpetuación de dinastías políticas. Un ejemplo notable es la del senador Yunes Márquez, cuyo suplente es nada menos que su padre, el ex gobernador de Veracruz acusado por corrupción. La suplencia se la dieron al ex gobernador para “blindarlo” en caso de que trataran de aprehenderlo. En ese momento su hijo pediría licencia, como hizo recientemente para traicionar al PAN en la votación de la reforma judicial.
En resumen, el sistema de partidos en México es una colección de mafias políticas que en la intimidad de sus cúpulas deciden todo, inversiones y candidaturas, con total opacidad. Uno de los argumentos para introducir la reelección de diputados y senadores fue que eso le daría más independencia al poder legislativo frente al poder ejecutivo. Sucedió lo contrario: si antes un diputado estaba en el puesto tres años, ahora su supervivencia depende de que se “porte bien” y haga todo lo que la mafia partidaria de él o ella requiere. Y si por alguna razón intuye que no le ofrecerán la reelección, simplemente subasta su curul y se cambia de partido, se va con el mejor postor. Lo vimos con los dos senadores del PRD que recientemente se integraron a Morena, después de que con la desaparición del PRD no tenían perspectivas de reelección. El mismo Mario Delgado amenazó a principios de año a todos los diputados de Morena con que estarían observando su participación en eventos del partido, anticipándoles la no reelección en caso de mal comportamiento. Por eso a las iniciativas de ley de Palacio Nacional no les cambian ni una coma. Son legisladores que lo único a lo que aspiran es a poder seguir usufructuando su parcelita en las Cámaras.
Otros países nos muestran que las cosas pueden ser diferentes. En Europa occidental los partidos tienen una gran tradición política y están estructurados a nivel de estados, de regiones, ciudades y barrios. En Alemania, el Reino Unido o Francia, para ser candidato al parlamento federal hay que ser electo como delegado de barrio, luego de la ciudad, luego del estado hasta que en una conferencia nacional se vota por los candidatos que aspiran a una diputación. Además, eso no ocurre de la noche a la mañana, se requiere militar en el partido por años y típicamente los políticos van avanzando, siendo primero diputados comunales, estatales y luego federales. Sería impensable que, de pronto, el candidato del partido A chapulinearaal partido B, simple y sencillamente porque la convención nacional de un partido nunca votaría por tránsfugas de otros partidos. Pero administrar a los chapulines en México es la vida cotidiana de las mafias partidarias que intercambian candidatos como si fueran cartas de una baraja usada.
¿Cómo puede entonces México aspirar a ser un país democrático si todo el sistema de partidos está podrido? Hay seis partidos principales, Morena, PT, PVEM, PRI, PAN y MC, y todos se conduce internamente de manera antidemocrática. Y es que los años del priismo dejaron una marca indeleble en la cultura política del país, convirtiendo al sistema de partidos en una caricatura de lo que podría ser. Lo vemos en las gubernaturas de los estados: prácticamente no importa de qué partido sea el gobernador, los grandes contratos e inversiones, los puestos políticos, las notarías, todo eso se reparte y comparte con los amigos. Así es en el Nuevo León de MC, en Chiapas del PVEM, en Edomex de Morena, etc.
La forma descarnada y criminal en la que Morena pudo comprar a los senadores que le faltaban para alcanzar la mayoría calificada en la Cámara de Senadores ha puesto al descubierto, por enésima ocasión, lo disfuncional que son ya las estructuras partidarias en México con respecto a las aspiraciones democráticas de los mexicanos. Ahora que tanteamos en las tinieblas de un retroceso autoritario profundo, por quien sabe cuántos años más, quizás ya la única forma de reparar las cosas es comenzar primero por democratizar a los partidos políticos y terminar con la corrupción al interior de los mismos. Pareciera ser una misión imposible.