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Juan Pablo Penilla, abogado de “El Mayo” Zambada, pasó de recibir galardones a ser negado; Morena se deslinda de él
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Desmantelan 27 laboratorios clandestinos en Sinaloa; decomisan precursores químicos y equipo especializado
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Hubo un tiempo en que despertábamos los domingos a las siete de la mañana para ver a Chabelo, un señor en shorts que ponía a los niños a armar un Gansito Marinela gigante, entre otros concursos igualmente inquietantes. Las tres horas que duraba el programa se alargaban hasta bien entrado el día, y como los adultos dormían hasta tarde y había sólo un par de canales de caricaturas en televisión abierta, al terminar la catafixia todos veíamos más o menos lo mismo: Popeye, He-Man, el oso Yogui o Don Gato y su pandilla. Parece cuento, pero es la vida real. O al menos lo fue.
Cuando digo despertábamos me refiero a nosotros, los millennials, nacidos entre principios de la década de 1980 y mediados de la década de 1990. Según internet, los primeros nativos digitales somos nostálgicos, competitivos, nos gusta viajar y buscamos una profesión que “nos defina”. Confiamos en la tecnología, pero ponemos estampitas para evitar que alguien nos espíe por la cámara de la computadora. Somos ahorradores y conscientes de la crisis ambiental, aunque –secretamente y sin demasiado fundamento– nos sentimos optimistas ante el futuro. Cuando niños, el sábado transcurría en una visita al Videocentro y palomitas de cacerola, ahora tenemos miles, acaso millones de alternativas al alcance del control remoto, pero nos tardamos tanto en escoger que se nos va la tarde entera sin lograr ver nada. Hace unos años esperábamos toda la semana para disfrutar la tira cómica del domingo, ahora entramos al baño con el celular y –qué vergüenza admitirlo– de inmediato olvidamos qué diablos estuvimos escroleando la última media hora. Nos desvelábamos viendo MTV, ahora se siente raro salir de casa sin audífonos y tener que escuchar el ruido de la calle. Buscábamos amigos por correspondencia, ahora tenemos miles de contactos en Facebook, todos al alcance de un clic (aunque francamente preferiríamos no contactar a ninguno).
Las innovaciones que han tenido lugar desde aquellos días son numerosas y complejas, por supuesto, y rebasan los límites de este texto. Sin embargo, algunas de ellas son una muestra evidente de cómo se ha transformado el espíritu dominante de la época, es decir, nuestro clima intelectual, y funcionan para comprender un poco mejor a las personas en la que nos hemos convertido. Me refiero específicamente a las plataformas digitales como YouTube, un espacio que ha redefinido, en tan solo veinte años, lo que entendemos por atención, ideología, dinero y talento.
El primer video de YouTube (ténganme paciencia: ya se advirtió que los millennials somos unos nostálgicos), lo subió Jawed Karim el 23 de abril de 2005, el mismo año que murió Juan Pablo II y Michael Jackson fue absuelto en su juicio por abuso sexual. Karim tenía entonces 25 años y acaba de fundar YouTube con dos excolegas de PayPal, Chad Hurley y Steve Chen. Aquel primer video se llama “Yo en el zoológico”, y muestra a Karim en el Zoológico de San Diego con dos elefantes detrás de él: “Bien, entonces aquí estamos frente a los elefantes”, comenta, mirando a la cámara. “Lo bueno de estos tipos es que tienen unas trompas largas, largas, largas, y eso es genial. Y no hay mucho más que decir.” Poco más de un año después de publicar ese video, Google compró su plataforma por 1,650 millones de dólares. Aunque Karim tiene hoy más de cinco millones de suscriptores, después de “Yo en el zoológico” no volvió a publicar nada.
Aquellos escasos pero paquidérmicos segundos resumen bien el principio básico de YouTube y de otras redes sociales que funcionan de manera similar: gente común y corriente graba un video –o sube una foto o un breve texto– y lo comparte en su cuenta para los demás usuarios puedan verlo. Pero en esa premisa aparentemente sencilla se encuentra el origen de uno de los fenómenos más relevantes de nuestra época, porque algunas de estas publicaciones llegan a vistas por millones de personas, poniendo distancia entre las personas “común y corrientes” y los legendarios creadores de contenido, convertidos en celebridades de internet y, con un poco de suerte, en multimillonarios.
¿Y qué es exactamente una celebridad de internet? Pensemos en un ejemplo cercano a casa: la caída de Edgar, un video que fue subido a YouTube en 2006. Me iba a poner a explicar lo que pasa ahí, pero eso sería un momento de alta traición generacional, porque creo que ya todos lo sabemos. Basta decir que este clásico ha tenido más de ochenta millones de visitas, lanzando a Édgar Martínez, su protagonista, a una especie de extraño estrellato. Eso sin contar los remixes y apropiaciones que se han hecho de él, entre los que para mí destaca un videomeme en el que Octavio Paz y Mario Vargas Llosa discuten, a partir de la caída de este chico regiomontano, sobre la naturaleza del mexicano. “Edgar representa al individuo enfrentado a un mundo que no lo apoya, que no lo sostiene, sino que lo deja caer, literal y metafóricamente”, señala Paz, a lo que Vargas Llosa declara que él ve ahí una lección de vida fundamental: “Nunca confíes en nadie que te diga, ‘no te vas a caer, güey’”. “Si esto fuera un cuento”, concluye el peruano, “yo lo titularía ‘Crónica de una caída anunciada’”. A lo que Paz remata: “Yo lo titularía ‘El barro y el espíritu’”.
Hablando del espíritu, si bien los tres fundadores de YouTube aspiraban a crear un sitio de apertura radical en el que todo el mundo pudiera compartir activamente su vida cotidiana, mostrar una habilidad particular o incluso buscar pareja (es curioso: esta motivación también impulsó la creación de otras plataformas que finalmente rebasaron su objetivo, como Facebook), pronto se reveló algo que todos sabemos pero que es fácil perder de vista: hay de vidas cotidianas a vidas cotidianas. La gente normal es sólo aquella que no conocemos demasiado bien, y lo que para algunos son habilidades ordinarias, como reparar el motor de un coche con un clip o hacer un cisne de origami, para otros valen oro.
Ahí donde el deseo de ser el objeto de atención se cruza con el deseo de mirar, el dinero entra a la ecuación y la cosa se complica. Este entramado de poder vinculativo y poder financiero, esta fiesta de ver y ser vistos, es uno de los fenómenos más característicos de nuestra generación. Y dado que la invitación está abierta para cualquier persona con acceso a internet, las posibilidades de deleite y de tragedia son paralelas y prácticamente infinitas. YouTube es una red social, pero es mucho más que eso: un escenario, una sala de conciertos, una niñera, un recetario vivo y un manual de uso de cualquier artefacto que podamos imaginar.
Pero si bien los videos más populares suelen ser inofensivos –musicales, videojuegos y entretenimiento para niños, en su gran mayoría– la plataforma también ha sido utilizada por el crimen organizado y grupos terroristas como herramienta de propaganda y manipulación. Desde su fundación, han aparecido videos que promueven el odio entre grupos raciales y grabaciones de tortura animal o de partes íntimas de mujeres captadas en la vía pública, entre otras cosas igualmente viles y, en no pocos casos, criminales.
Y es que, aunque el sitio está en monitoreo constante, uno de los pilares de la filosofía de la empresa es dejar las decisiones en materia de contenido en manos de sus creadores. En palabras de Neal Mohan actual director ejecutivo de YouTube: “Nuestros creadores son quienes mejor pueden predecir lo que los fans y la audiencia desean ver. Esto es televisión renovada para una nueva generación”. Esta tendencia no es nada nuevo, por supuesto. Cuando en 2021 se eliminó la visualización pública de los “no me gusta” para frenar el acoso cibernético, por ejemplo, muchos estuvieron en desacuerdo bajo el argumento de que eso haría más difícil reconocer videos que constituyeran publicidad engañosa. Jawed Karim, el de los elefantes con trompas largas, se unió a esas voces y afirmó: “El proceso funciona y tiene un nombre: la sabiduría de las masas”.
Esta sabiduría de masas, hay que admitirlo, es la receta perfecta para la construcción de una de las plataformas digitales más sólidas de la actualidad, un gigante omnipresente cuya enorme utilidad es su virtud principal. Los incentivos de este ecosistema autosustentable, sin embargo, llevan a la creación de contenido cada vez más libre y difícil de regular.
A veces tengo la impresión de que YouTube ha ocupado un lugar más o menos discreto en la galaxia de redes sociales en la que las personas de mi generación hemos orbitado durante casi toda nuestra vida adulta. Pero, aunque sus fundadores no son figuras públicas como Mark Zuckerberg y nadie he hecho una película sobre ellos (confieso que no conocía sus nombres hasta que hice la investigación para este artículo), el impacto de la dinámica a la que nos sujetan es brutal. Para Mark Bergen, autor del libro Like, Comment, Subscribe, una historia detallada de YouTube desde su fundación hasta la actualidad, ninguna empresa ha contribuido más a la economía de la atención en línea en la que vivimos hoy, esa crisis de atención que nos lleva a lleva a revisar el celular cada dos minutos como si nuestra vida dependiera de ello. El sitio, escribe Bergen, “pagaba a la gente por hacer videos cuando Facebook funcionaba para ligar en los dormitorios, cuando Twitter era una moda tecnológica y una década antes de que existiera TikTok”. ¿Gracias, Internet?
YouTube te da lo que quieres, y si no sabes lo que quieres no te preocupes: el algoritmo sí. En nuestros días buenos, buscamos rutinas de ejercicio o instrucciones para lograr un huevo estrellado perfecto. En los no tan buenos, vemos a celebridades darnos recorridos por sus mansiones o a Elon Musk haciendo un saludo nazi (dos veces). Es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos. En el horizonte ya se alcanza a ver la fuerza de chat GPT y otras herramientas de inteligencia artificial, la confusión generada por las fake news, deep fakes, todo fake, los carritos-robot que van mapeando las ciudades o que transportan comida sin conductor para servicios de entrega a domicilio y tantas cosas más que me abrumo sólo de pensarlo. Como ya no sé qué de lo que veo es cierto y qué no, desconfío de todo y está bien: la duda cartesiana siempre me ha parecido un camino saludable. Por suerte, no me tocará ver el desenlace de muchas de estas tecnologías. Por desgracia, a mi hija probablemente sí, y a mis nietos, (de existir) seguramente sí. Espero que para entonces no se haya inventado una ouija que de verdad funcione para comunicarse con los muertos. Si es así, no me busquen: los voy a dejar en visto.