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En el 2000, año categórico para hacer un recuento de escritura y vida, Vicente Quirarte publica Razones del samurai (1978-1999), volumen que reúne nueve libros de poemas. Persistencia y carta de fe de poco más de veinte años, cumplimiento cabal de la “insurrección solitaria” e ineluctable del poeta, de la diligencia mercurial de llevar y traer noticias de plenitudes y bellezas fugaces. El joven de veinticuatro años que publica Teatro sobre viento armado (1978) y el hombre de cuarenta y cinco años que firma El peatón es asunto de la lluvia (1999), en ese arco de tiempo, se han reencontrado en horas de la alta noche -en intensas y contadas ocasiones- para confirmarse una servidumbre común. Me atrae imaginar que el pórtico de esta colección lírica, titulado “Urgencia de la poesía”, es en buena medida fruto de tales encuentros y conversaciones, banquete de dudas y de escasas certezas levantadas por obra del oficio, la corazonada, la lucidez, el azar y la revelación. En esos XVII puntos de partida sobre la poesía y el poeta, me atrevo a llamarlos de tal forma por su carácter abierto, nunca determinantes, su autor reconoce en la paradoja un territorio de confusión y riesgo, necesario y propiciatorio para comenzar “algo”, todavía informe, ignoto e indómito. Las diferencias y confluencias entre vida y poesía, lectura y escritura, soledad y comunión, esfuerzo y milagro, son en buena medida el humus de las citadas paradojas, realidades conectas por puentes siempre en peligro de colapsar.
¿La vida en la poesía, la poesía vivida o la vida de la poesía? Dice Antonio Gamoneda “La poesía, en rigor, no refiere ni se refiere a una realidad, a no ser de modo secundario. La poesía –lo diré de una vez- crea realidad (nada que ver aquí con los postulados mecánicos del creacionismo histórico) y engendra conocimiento, sí, pero, única y principalmente, el de esta realidad por ella creada, que no se da ni puede ser dicho fuera de ella”. En correspondencia a lo dicho por el poeta español, la Ciudad de México que aparece de manera central y reiterada en la obra poética de Vicente Quirarte es, en efecto, una Ciudad de México personalísima, construida de memoria, imaginación y nostalgia únicas e intransferibles. Esta ciudad creada y recreada tiene las huellas dactilares del poeta, sus suelas gastadas, sus lágrimas y asombros, marcas que son símbolos, atmósferas, geografías, querencias, encrucijadas, templos profanos de iniciación, casa de fantasmas, mitos fundacionales, abracadabras… Como dicta Cavafis, “Siempre llegarás a la misma ciudad”. Ante tal fatalidad amorosa, Quirarte escribió en su primer libro: “aunque mañana al despertar otra vez nos preguntemos/ aquí estamos, Ciudad, para qué diablos”. Décadas después escribe en La miel de los felices (2016) este breve manifiesto contra el apocalipsis de la urbe: “El cuerpo de la ciudad se rompe y se degrada./ Estoicas ante la basura,/ los venenos del aire,/ la diaria vulgaridad de nuestras vidas,/ las jacarandas ponen/ su nota tenaz en el paisaje”.
El árbol familiar con su tronco, ramas y hachazos, el amor con sus cortejos, epifanías y naufragios, la figura del héroe con sus actualizaciones contemporáneas, el viaje con sus metáforas e iniciaciones, las mitologías de autor -en la acepción de Roland Barthes- donde la ballena y el vampiro son protagónicos, son temas de la poesía, pero también de la prosa de Vicente Quirarte; fijan allí su residencia con inocultable y febril constancia, obsesiones cardinales y cordiales que el lenguaje poético trae al presente para aquilatar en toda su dimensión su existencia o su pérdida en nuestras vidas. Asimismo, en este menú de tópico selectos, la poesía y los poetas figuran como asuntos relevantes, manifiestos de manera tácita o encubierta, a veces como una suerte de tratado sobre el oficio del poeta, la “Teoría del oso” de Vencer a la blancura (1982) por ejemplo o, con las cartas descubiertas de la gratitud, a través de francos homenajes en las dedicatorias de poemas o libros, en epígrafes y glosas de versos, en títulos de obras o anécdotas de autores admirados. Por eso, ninguna angustia de las influencias le provoca consignar que Efraín Huerta fue presencia tutelar en sus comienzos, como lo sería para otros novísimos en la década de los setentas; o también, en el poema “Rubén Bonifaz Nuño escribe As de oros” de El ángel es vampiro (1991) no oculta las lecciones del vivir en la poesía o de la poesía en el vivir –vuelvo otra vez a las incandescencias de las paradojas- que la obra y la amistad del poeta veracruzano le dispensaron.
Con la reciente publicación de Viento armado (1979-2020) es posible levantar el árbol genealógico de la poesía de Vicente Quirarte, sus formas de leer la poesía a partir de la gestación de su propia poesía. Dicho volumen reúne diecinueve libros escritos a los largo de cuarenta años; por lo visto y lo oído en el título de clave gongorina, este recuento lírico es un nuevo reencuentro con aquel joven poeta que enviaba a concurso sus primeros poemas a la revista Punto de Partida o a dictamen a la editorial de la Universidad Veracruzana. En las primeras dos décadas, las que cubre la reunión Razones del samurai¸ las sombras benéficas de Luis Cernuda y Gilberto Owen se dejan ver en epígrafes y en tributos indiscutibles o sutilmente velados; tanto la obra del español como la del mexicano fueron temas de sus tesis de licenciatura y maestría por lo que doy por sentado un conocimiento minucioso de los mecanismos del lenguaje poético de cada autor, en particular, el tratamiento del sentido trágico del poeta moderno, desencantado, siempre a la deriva o contracorriente, mordaz y escéptico de las imposturas políticas y morales, sobreviviente de una época de miseria. En la fascinante creación del heterónimo de Aníbal Egea percibo un parentesco espiritual con Cernuda y Owen, sí, veo en esta triada “el gesto huraño” de un príncipe mendigo o “el miraje cruel” de la quimera desolada. Apátrida y concupiscente de todo, afirma Egea con taimada sabiduría: “El amante es, por naturaleza, incrédulo: lo que hoy lo destroza ayer lo transportó a los reinos más altos”.
Además de esta filosofía de corte existencialista, Vicente Quirarte llevó a su escritura lecciones sobre el poema en prosa, género practicado con maestría tanto por el andaluz como por el sinaloense. Piezas como la citado “Teoría del oso”, las series completas de las plaquettes Bahía Magdalena (1984) y El cuaderno de Aníbal Egea (1990), los tres preludios de El ángel es vampiro, la mitad de los poemas de El peatón es asunto de la lluvia y de Melville en Jerusalem (2018), revelan la libertad expresiva que permite conjugar magistralmente el canto, la narración y el pensamiento. Desde luego, estas enseñanzas le vienen a Quirarte de más atrás, en particular de dos poetas centrales en su tradición, en sus afinidades electivas, en su visión de mundo: Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud. Malas conciencias de su tiempo, amanuenses de musas enfermas y de ángeles caídos, este dúo de insolentes visionarios navegaron las aguas áreas del poema en prosa con vértigo y desvarío, pero también, con una lucidez calcinante que desnudaba hasta las huesos la bonhomía del burgués y las trampas del progreso. Rimbaud es una presencia ubicua en su obra poética como en su trabajo ensayístico y narrativo; como tributo al legado del autor de Las flores del mal, Vicente Quirarte escribió “Jeanne”, un poema que imagina y recrea un diálogo entre Baudelaire y Jeanne Duval, su amante mulata que lo acompañaría del brazo por los salones de pintura, los bares de ajenjo y los cafés bohemios de París. En este homenaje hace decir a la enamorada: “Todo la tarde he llorado por tu ausencia,/ amigo al que cosí/ tan dentro de mi entraña./ Navíos se destrozaron contra piedras/ como si nada le hubieran dado al mar”.
El lector de la poesía de Vicente Quirarte reconoce, libro a libro, la trayectoria de un sol negro que alumbra la existencia de espíritus rebeldes, proféticos e insumisos. Seres que se instalan en sus versos, estrofas o poemas completos como hijos pródigos o convidados de piedra. No están allí como un desplante de erudición. Son, sencillamente, apariciones. La literatura de Lord Byron, John Keats, Percy y Mary Shelley, Edgar Allan Poe, Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Bram Stoker, Oscar Wilde y Franz Kafka libera en su lírica toda una galería de personajes indomables, sibilinos, torturados, monstruosos, iluminados y transgresores. Inundan de niebla densa, de fuegos fatuos, de hojarasca arrastrada por el viento, el paisaje o el sueño revelado por sus palabras imantadas. Vienen del pasado para tornar más presente nuestra, a menudo, abúlica y homogénea actualidad. Llegan, a veces, hechos un puñado de ceniza en la boca de un tornado para conjurar nuestra pesadilla más lancinante. La poesía de Vicente Quirarte se convierte, entonces, en mesa de espiritista, en espejo ahumado donde el tiempo hace una pausa para reconocernos en todos los hombres y en todas las mujeres, en la hora y el sitio exactos para escuchar “la otra voz”. En el nervio tenso de su escritura, por ejemplo, trae del lugar de las sombras a su Melville más entrañable para decirse a sí mismo diciéndonos a todos: “Nuestros ojos y nuestra sed/ hacen de lo soñado realidades:/ no hay engaño. Esto que vemos// es lo que ha sido y será/ aunque ya no estemos, cuando el mundo/ siga girando sin nosotros”.