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El sonido de la cafetera anunció que el café ya estaba listo. El aroma impregnaba la cocina. Amanda se lo sirvió en una vieja taza de cerámica que ella misma había horneado y pintado a mano con trazos de soles y lunas. Se sentó, dio un sorbo y leyó el periódico digital del día. Bastaba deslizar el dedo sobre la pantalla para leer las actualizaciones de los dos conflictos bélicos más importantes en curso: La invasión de Rusia a Ucrania que cruzaba el umbral de los dos años y la guerra más reciente en Medio Oriente declarada por Israel a Hamás después de la incursión planificada a territorio israelí que dejó en un solo día más de mil hombres, mujeres, niños y bebés asesinados además de una aterradora lista de civiles secuestrados de diversas nacionalidades.
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Amanda era historiadora y experta en el tema de la guerra. Su pasión por la Historia provenía del relato, que tantas veces le contó su abuela, sobre su bisabuelo francés, muerto en combate durante la Segunda Guerra Mundial y cuyo cuerpo nunca fue rescatado.
Había estudiado con ahínco y dedicado unos años a la docencia. Quería entender los motivos que llevan a los seres humanos a matarse unos a otros. Sus artículos de opinión habían sido publicados en diversas revistas universitarias. Fue a Polonia para conocer lo que había sido el complejo Auschwitz formado por varios campos de concentración y exterminio.
“¿Cuándo vamos a hacerlo diferente?”, caviló mientras se terminaba el café. Hacía apenas cuatro años que el virus del Covid-19 había obligado al mundo a confinarse. Si bien la pandemia había arrebatado millones de vidas, también había orillado a los seres humanos a mirar la Vida de otra manera. Al menos hasta que las vacunas estuvieron disponibles. Ahora las guerras retomaban su cauce.
Se preparó el desayuno y se arregló para ir a la oficina. Su puesto como directora del Museo Memoria y Tolerancia se lo había ganado a pulso. Era una jefa querida y respetada, de espíritu crítico y objetivo. A sus sesenta años sabía la importancia de mantener viva la memoria histórica para evitar que los atroces hechos del pasado se repitieran. Era muy fácil pasar del prejuicio y la discriminación, a la intolerancia y el genocidio. En su faceta menos conocida, Amanda era también amante de la naturaleza. Cada vez que podía se escapaba a las afueras de la ciudad para refugiarse en algún bosque. Cuando abrazaba un árbol sentía una profunda conexión con la Tierra y con la Vida. Advertía algo inefable, un recuerdo que quería brotar a su conciencia.
Esa mañana, antes de subir a su oficina, decidió recorrer el museo como un visitante más. Se detuvo en cada sala conmoviéndose ante las imágenes devastadoras. Se sentó en uno de los espacios dispuestos, sintiendo un nudo en la garganta que se ahogaba en la impotencia. Por un instante la duda la asaltó. El museo que dirigía con tanta devoción tan sólo era un recordatorio exiguo, ligero, insuficiente. Un memorial como tantos otros en el mundo, que no evitaba las guerras en el presente.
La canción “Imagine” que John Lennon había compuesto en los 70´s vino a su mente. Pudo imaginarlo sentado frente a su piano tocando los primeros acordes siendo inspirado por un anhelo profundo de paz. “¿Fue en vano tu canción?” Le preguntó como si pudiera conversar con él. Las notas resonaban en su memoria. “¿Es en vano este lugar?” “¿Qué sentido tiene si no hemos podido cambiar el mundo”?
Subió a su despacho con la pesadumbre de quien sabe que las guerras prevalecen más allá de toda época. Firmaba unos documentos cuando un pensamiento cruzó por su cabeza. “El Arte nos salva.” Entonces recordó cuándo horneaba y pintaba cerámica en un taller local. Nunca se consideró una artista, sin embargo, aquel pasatiempo la llenaba de gozo. Lo había llamado su “pequeño arte”. El tiempo desaparecía cuando ella creaba; sus manos se deslizaban con gracia por la arcilla fresca; se manchaban de pintura o se curtían cuando tenía que manipular el horno de piedra. Fue así como se hizo de su colección de tazas. No, no se iba a dejar envolver por la duda y la desesperanza. Si su “pequeño arte” podía contrarrestar un poco el horror del mundo, regresaría al taller de alfarería. Era cuestión de tiempo para que la suma de las buenas voluntades diera un resultado venturoso, aunque la conciencia colectiva todavía no alcanzara para vivir en armonía.
El sonido de la cafetera anunció que el café ya estaba listo. El aroma impregnaba la cocina. Amanda se lo sirvió en una taza recién decorada con plumas de aves. Una sacralidad escondida bajo su nueva cotidianidad se asomaba para sorprenderla.
Buscó su aplicación de música y seleccionó la canción “Imagine” de John Lennon.
—El Arte nos salva, nada ha sido en vano, John — dijo antes de beber el último sorbo de café.