En Cónclave (Conclave, RU-EU, 2024), vibrante filme 9 del meteóricamente famoso alemán wolfsburgués también TVserialista en Nueva York formado de 54 años Edward Berger (Gómez-cabeza o cola 98, Jack 14, Sin novedad en el frente 22), con guion de Peter Straughan basado en la novela superventas internacional homónima de Robert Harris, el estoico cardenal británico decano en plena crisis de fe institucional Lawrence (Ralph Fiennes cual perpetuo Paciente Inglés) debe liderar a regañadientes, tras el intempestivo deceso del Sumo Pontífice por un ataque cardiaco quizá a consecuencia de estrés, la crucial elección de un nuevo Papa, sorteando ambiciones aunque declinando la suya propia, lanzando una polémica homilía en beneficio de la duda sistemática (“El peor enemigo de la iglesia es la certeza”), enfrentando politiquerías y desmontando intrigas subrepticias, al frente de los tradicionales protocolos y los milenarios rituales del Colegio Cardenalicio de una iglesia dividida en bloques geográfico-lingüísticos asimismo ideológicos, conservadores regresivos o liberales continuistas de la avanzada eclesiástica, que a lo largo de siete intensas votaciones, van a sostener o a retirar de súbito su apoyo, a los cuatro candidatos punteros, el generoso cardenal estadounidense progresista tolerante Bellini (Stanley Tucci), el tortuoso cardenal nigeriano ferozmente homofóbico Adeyemi (Lucian Msamati), el labioso cardenal italiano fúrico antislamista Tedesco (Sergio Castellito) y el siniestro cardenal canadiense megambicioso arribista y sobornador delictuoso acaso causante directo del deceso papal Tremblay (John Lithgow), en estricta reclusión de 103 purpurados, que resultan 104 por el añadido a última hora del sospechoso cardenal misionero mexicano Benítez (Carlos Diehz), protegido personal del recién fallecido Papa y destacado primero en el violento Congo y enseguida en el Afganistán donde apenas hay católicos, un incomunicado sacerdote que, luego del premonitorio estallido de una bomba antivaticana en plena sesión cardenalicia y a resultas de un vehemente discurso altruista antibélico suyo, saldrá consensual y milagrosamente elegido vencedor en esta zarandeada sucesión sinuosa.

La sucesión sinuosa utiliza hábilmente la fachada de thriller de suspenso psicológico para encubrir y vehicular como algo inofensivo o trivial un presunto análisis somero y cimero de los inconfesables mecanismos secretos del poder y las fuerzas oscuras que se mueven al interior de la elección de un Sumo Pontífice de la iglesia católica, con parámetros fílmicos tanto en el soberbio Habemus Papam (Moretti 11) y en histriónico Los dos papas (Meirelles 19) como en la Conspiración divina acerca de la elección de un Gran Imán islámico sunita egipcio (Saleh 22), pero manejando hábilmente sus intensidades dramáticas entre la curiosidad y la sorpresa, gracias a la esplendente fotografía de Stéphane Fontaine (el responsable de Jackie), a la acezante música de oquedades guturales a cuentagotas de Volker Bertelmann y al mismo nivel que el sellado de las puertas, la confesión indiscreta del deshecho arzobispo Wozniak (Jacek Koman)o el parco interrogatorio a la afrohermana Shanumi (Balkissa Maiga), la escandalosa examante de Adeyani.

La sucesión sinuosa extrae buena parte de su magnética energía expresiva de las soberbias interpretaciones de su numeroso cuadro de actores, a veces reconcentradas y a veces explosivas, de acuerdo con un método pulsional sístole-diástole, análogo al de la edición sincopada de Nick Emerson, pero siempre autosuficiente, entre lo vivencial orgánico y lo físico impetuoso, con ese tristón cardenal Bellini, ese visceral cardenal Tremblay, ese afrorrabioso permanente cardenal Adeyani o ese paradigmático misionero caído venturosamente del cielo Benítez con keatoniana cara de palo, todos agitados e insaciables por actitud u omisión, cualquier cosa menos apacibles amantísimos o beatíficos en nicho santificables.

La sucesión sinuosa establece un peligroso contraste entre la acción meramente dialogal y la solitaria inacción seudorreflexiva, inclinando la balanza elocuente hacia los momentos en que el espacio se dilata como si quisiera, a contrapelo y casi paradójicamente, asfixiar a sus criaturas, incluso la arpía monja en jefe Agnes (Isabella Rossellini septuagenaria) que no ha pronunciado ni media palabra, en oposición visionaria con la inmensidad abierta de esos claustrofóbicos ámbitos de pronto huecos, semifantásticos o monocromáticos (esa secuencia magnífica en tintes blancos), pero permitiendo que el guion literario se revele aún más esquemático, bastándole una sola discusión, un solo enfrentamiento oral o un discurso exabrupto, como la paranoica andanada antislámica del cardenal Tedesco o la sorpresiva profesión de fe misionera antibélica del sospechoso Benítez (“La iglesia es lo que hagamos en adelante”), para que se consideren definidas las profundas posturas políticas de los prelados retardatarios o progresistas en los lindes de la caricatura y oscile la decisión hacia el final inesperado.

La sucesión sinuosa remite a un estadio de significaciones en el que, como en el viejo teatro de boulevard donde la política invariablemente se reducía a un asunto de nalgas y acostones ilícitos, para demostrar una bastardía intrínseca e irónica inextirpable, así ahora el teatro pontificio jamás puede escapar de una reducida esencia muy aggiornada pero escandalosa de clandestinos hijos expósitos neofolletinescos y un sexo operable por histeroctomía laporoscópica a causa de estar mal asignado por voluntad divina, pues “Soy lo que Dios me hizo”, tal como acaba reconociendo con la mayor inocencia el recién ungido Inocencio XIV.

Y la sucesión sinuosa termina atisbando por la ventana e inundándose de luz, sin poder siquiera imaginar las consecuencias aberrantes (o algo peor) por haber gestionado la elección de un Papa mexicano y hermafrodita en un cónclave particularmente cóncavo-convexo.

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