En Un cuento de pescadores-La maldición de la Miringua (EU-México, 2024), espeluznante film 2 del guanajuatense del CCC egresado de 37 años Édgar Nito (ópera prima: Huachicolero 19; cortos: Y volveré 10, El colgado 16, La dama de rojo 16; un segmento de México bárbaro 14), premiado en Morelia 24 y en Buenos Aires Rojo Sangre 24, con guion suyo y de Alfredo Mendoza, la evidencia repentina de una atracción lésbica entre la aventada joven Alicia (Daniela Momo) y la indecisa aunque consintiente amiga Berenice (Alejandra Herrera) surge poderosa aunque prohibida cuando se bañan en las aguas del lago de Pátzcuaro en una de cuyas islas pesqueras ambas habitan, pero el arrepentimiento y el rechazo posterior orillan a la repudiada Alicia a que adopte una actitud cabrona, pronto acosadora y letal, sobre todo al comprobar que la reacia muchacha adorada prosigue su noviazgo con el propio hermano de Alicia (Hoze Meléndez) y está a punto de casarse con él, es desinvitada y vuelta a invitar a la rumbosa boda comunal, irrumpe a la mitad de la ceremonia, le planta un beso a la indecisa Berenice y es sacada a la fuerza del lugar, lo cual estremece a la titubeante novia, que corre en busca de la exaltada Alicia y enfatiza su humillante repudio al emperifollado varón furioso, saliendo a relucir las cuchilladas sanguinarias que acaban trágicamente con los exasperados miembros de ese trío amoroso, quienes han resultado presas fáciles de la Miringua (Ruby Vizcarra), el espíritu maligno que asedia desde las profundidades lacustres para propiciar el castigo de los mortales y arrastrarlos a sus dominios, irremisiblemente sujetos a su espanto mitopescador.
El espanto mitopescador extiende su incuestionable poder pesadillesco hacia otras tres historias que corren en simultáneo y al unísono de la principal y se descubren tan fatalistas como ella, está así la historia con un pescador nocturno (Jorge A. Jiménez) que se enamora de la bellísima e inopinada pescadora solitaria Aurora (Renata Vaca), la cita en vano y la persigue por doquier hasta ser sacrificado por ella; está la historia de la ingenua adolescente romántica Esteli (Anna Díaz) y del cándido chavo objeto de su deseo (Agustín Cornejo) que serán víctimas de dos féminas energuménicas, y está por último la historia del pescador dipsómano Jesús (Andrés Delgado) que presagia cual vidente los dramas en torno suyo, padece la incomprensión de su comunidad guiada por un líder atrabiliario (Noé Hernández) y por una rezandera abuela resentida (Mercedes Hernández), para que el pobre briago acabe sus días al igual que otros “pecadores” señalados por el Destino, configurando así 4 vaciaderos neorolianos de las tropicales Pasiones tormentosas (Orol 45): la pasión malograda (de las lesbianas), la pasión narcisista (el amor-loco desairado), la pasión desgraciainocentes (de los romanticones) y la pasión onanista (del alcohólico), jamás la pasión como vínculo liberador de pulsiones o ternura y demás sentimientos fuertes, sino como fatalidad tradicionalista implacable e impune, violencia en sí y fuente de violencia en cadena, odio bendito/maldito, lazo ineluctable con la ignorancia de la comunidad cual sinónimo de atraso moral y pervivencia los valores brutales del pasado todopoderoso.

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El espanto mitopescador se afirma sin remedio ni otra opción posible como un folk horror film febril, donde una permanente crispación postexpresionista colorida sería lo único notorio y sorprendente, en la línea de Tenemos la carne (Rocha Minter 16) o Huesera (Garza Cervera 22), porque todo está expresado a través de briznas de relato, reverberaciones ópticas y luminosidades residuales que audiovisualmente equivalen a los reflejos o titilaciones de una trama tremebundista e indeliberadamente confusa, con personajes sin otra consistencia psicológica que el estereotipo retrogradante en turno, los efluvios encandiladores sobre predominio oscuro de una esteticista fotografía artificiosa de Juan Pablo Ramírez, un pervertidor diseño sonoro de Felipe Sánchez y Orlando Luna cuya truculencia se funde con una música sobreelaborada de Leonardo Heilbum, Nico García Liberman y Emiliano González de León más Odilón Chávez, para que la edición de Sam Bauxauli y Cruz Martínez pueda omitir a placer rabioso cualquier asidero que no sea suprarracional.
El espanto mitopescador va relegando a un término secundario, si no es que último y prescindible a la pintoresca localista Miringua, acechante y oculta en fondo del lago y a veces seductoramente en la superficie, bajo la forma de una albina presencia pintarrajeada y desnuda a perpetuidad, cuyas apariciones causan menos efecto dramático terrorífico que el fragor crimipasional sanguinario dispuesto alrededor de ella, en vista de que las raíces del miedo, según el infalible profeta cerebral H.P. Lovecraft, nunca son producto ni del susto ni del terror ni de la inminencia mortífera, sino de las manifestaciones realistas mutantes, aquellas que perturbadoramente rompen con lo habitual o el uso esperado de las cosas, y desde esta perspectiva malvada, causan más pavor los hacinamientos de peces podridos recién pescados cual motivo recurrente, o las máscaras de la precortesiana Danza de Los Viejitos con rígida mueca vuelta amenazante imposible, que la infeliz Miringua, ya reputada en exceso como terriblemente malosa, asomando fragmentos de su carota desmañada, emitiendo sonrisitas burlonas, dando abrazos lésbicos en un recodo lacustre, o jalando súbitamente de una lancha a sus víctimas masculinas para arrastrarlas a las profundidades, donde colecciona a sus cadáveres sumergidos en un gabinete de figuras de cera, cuya danza macabra les impide emerger.
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Y el espanto mitopescador arranca y cierra en bucle bajo el discurso en off de un inmostrable viejo purépecha que añora el tiempo legendario en que podían verse los peces nadando en el agua y dictamina que ya nada puede hacerse contra el Fin del Mundo y la atroz espera de la Muerte.