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A Gabriela, nueva bartender de esta cantina.
Pues bien, nos hallábamos apostados en la barra de El Tío Pepe. Mi amigo observaba, atento y curioso, el mobiliario y ornamento de esta cantina que, dicho sea, posee casi a manera de lección de diccionario cada uno de los elementos de una soberana institución báquica. Comenzando por sus puertas batientes, rabonas, de sinuosas manijas de bronce y vitrales empotrados, para entrar de un empujón a este otro mundo. Luego la contrabarra, una de las más imponentes y bellas de la ciudad, retablo de madera fina de nichos espejados en los que las redomas de licor esperan con paciencia a sus devotos clientes. La conforman tres arcos con cabezas de león talladas en sus arquivoltas, sostenidos por cuatro columnas corintias de fuste toscano. Al centro, en su frontón, la joya de la corona: un tímpano de vitral tipo Tiffany que anuncia luminoso la marca de coñac Hennessy, bebida de moda durante el periodo finisecular del siglo XIX.
Al pie de la barra, a ras de suelo, destaca su estribo o riel para apoyar los pies, descansar la espalda y “ahorrar suela”. ¡Échenme la del estribo! (aunque ese sea otro estribo). Y, por debajo del piso, su canaleta para desaguar los caducos escupitajos y demás aguas, excepto las miadas (aunque no les aseguro nada). Al fondo, en dirección a los baños, sobresalen sus vitrinas, que alguna vez ostentaron productos ultramarinos y gran variedad de “vinos”. Luego, frente a la cotrabarra, una hilera de reservados, esos compartimentos también llamados privados, gabinetes o caballerizas, ideales para ejercer la conversación, las conspiraciones, los frívolos y gozosos debates, los efluvios propios de las confesiones amorosas y hasta los asaltos (dice la leyenda que en uno de ellos solía sesionar la peligrosa banda de El automóvil gris, por aquello de que los uniformados tenían –y tienen– prohibida la entrada a este tipo de locales). Los reservados de El Tío Pepe cuentan con una curiosa exquisitez: un estridente timbre para llamar al camarero (quien desde luego ignora olímpicamente el llamado). Las mesas, esmaltadas y pulidas por la pátina del tiempo, poseen por debajo una repisa para descansar los cascos y los vasos y así despejarla para emprender la cascarita de dominó, con su consabida sopa bien condimentada. “Entorno de una mesa de cantina… –recordó en ese momento mi amigo los versos de aquel poeta potosino– regocijadamente departían/ seis alegres bohemios…” Luego están los techos con su yesería francesa, sostenidos por ménsulas de hojas de acanto; los tapices de burdo y moderno papel, las ambarinas lámparas que brindan oscuridad a este silencioso y apacible tugurio…
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Y ya que mi amigo está tan interesado en la arquitectura y el moblaje de esta tomaduría, le hago notar un pequeño detalle que acaso ha pasado de su atención: sus destartaladas y clausuradas cavas. Se trata de una suerte de casilleros, empotrados en los muros de esta cantimplora, que aún conservan los ojos de sus cerraduras y los goznes que los abrían. Antiguamente se alquilaban para resguardar las botellas a medio beber, que los clientes dejaban para retomarlas en su siguiente visita. Algunos entendidos afirman que de aquí proviene la palabra “Cantina”; palabra de raigambre italiana cuya una de sus acepciones es “caja de madera para guardar bebidas, botellas, copas…”. Estas cavas ahora están cubiertas por unos espejos cariados que reflejan y distorsionan los beatos rostros de lxs bebedorxs que soliviantan el cogote en esta bebeduría.
Luego la barra, también llamada muelle, abrevadero o reclinatorio. La de El Pepe es robusta y en forma de L y en días recientes la cambiaron en su totalidad. La “hermosearon”, como buscando su afrancesado pasado perdido de clientes pomadosos. No quedó tan mal, aunque sus columnas barrocas, como de escalera de púlpito, paradójicamente chocan con el estilo que permea en la cantina. Ya ni módulos, como dirían mis tías: “Lo importante es que tenemos salud”.
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Por último, los baños: minúsculos y pestíferos, como dios manda. El de mujeres es aun más pequeño, fue adaptado debajo de una escalera, cuando por ley, en 1984 (¡apenas ayer!), se permitió la entrada a las mujeres a este tipo de establecimientos. El de hombres consta de un minúsculo mingitorio para hacer espuma, un lavamanos de agua intermitente y… no les cuento más.
Aunque aún es temprano, ya han comenzado a apiñarse en la barra varios clientes asiduos. Por su cercanía con los edificios del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México y de la Secretaría de Relaciones Exteriores, El Tío Pepe es frecuentado por abogados, jueces y funcionarios, pero también por técnicos que reparan electrodomésticos o pequeños empresarios que tiene sus negocios en las inmediaciones del Barrio de San Juan. Hace algunos ayeres, a mediados del siglo XX, por esta cantina pasó buena parte de la historia artística de la radio, pues a unas cuadras de aquí se encuentra, desde 1934, el edificio de la XEW –en el número 52 de la calle Ayuntamiento–, la radiodifusora más antigua de México (que por cierto debe en parte su existencia al patrocinio de la cerveza Carta Blanca). Así que por las mesas y la barra de El Tío Pepe pasaron cualquier cantidad de compositores, cantantes y músicos de la época. A mí me consta que el gran Mario Ruiz Armengol pasó por aquí, lo mismo que Juan García Esquivel, el hombre que vino de Marte e inventó la música lounge.
Como conozco la fascinación de mi amigo por la literatura, me atrevo a comentarle algunas novelas que han mencionado entre sus páginas a este abrevadero. Comienzo con La Llaga, del maestro Federico Gamboa (autor del primer best seller mexicano: Santa), vasta novela publicada en 1910 en la que dos de sus personajes “se atizan [aquí] sendos tequilas, con su dedeada de sal previa”; la clasica El Complot Mongol de Rafael Bernal, de la que hasta películas existen y al menos una se grabó aquí; la admirada El vendedor de silencio de Enrique Serna que cita de pasadita a “El Pepe”; y, finalmente, la de W. S. Burroughs (que visitó empistolado esta cantina en 1949): Yonqui, que aunque ni de lejos es la mejor de las novelas sí nos dará para conversar sobre el opio y el Barrio Chino, que en unos instantes cruzaremos para llegar a nuestra siguiente parada: la cantina La Reforma.
Nuestros HB (Herradura Blanco) y Coronas se han terminado justo a tiempo. Le pido la cuenta a Armando (con su consabido descuento). ¡Pues vaya monos!, querido amigo, que nuestra odisea nos llama.
Continuará…