El turismo, desde que la movilidad moderna pudo transportar masivamente a las personas a largas distancias, se ha convertido en una industria cada vez más pujante. Los últimos cálculos arrojan que genera el 10% del PIB mundial. Esta industria, contrario a otras, genera cierto consenso social y político. Ningún gobierno del mundo se opone a que cientos de miles o millones de turistas visiten su país todos los años. Los países que reciben más visitantes –como México que ocupa el puesto número 6 a nivel mundial– dedican ingentes recursos para el desarrollo de aeropuertos, infraestructura hotelera y facilidades para renovar o inaugurar cada vez más destinos vacacionales. Tuvo que llegar el siglo XXI para que aparecieran las primeras críticas al turismo internacional, particularmente en países como España cuyas ciudades más populares han sido rebasadas por el arribo masivo de visitantes y la omnipresencia de plataformas de hospedaje como Airbnb. Ante otros efectos nocivos como la contaminación, apropiación cultural, consumismo desbordado, han querido convertir al turismo en “ecológico”, “sustentable”, “solidario”, entre otras utopías inalcanzables, pues este fenómeno está inscrito en la estructura de la máxima ganancia. El viajero, ahora convertido en turista, es un consumidor que debe rendir cada vez más a costa de lo que sea.

El periodista Andy Robinson –corresponsal del diario La Vanguardia– se dio a la tarea de visitar 10 polos turísticos en América y contar la historia que ocurre detrás de las fotografías paradisiacas, los hoteles de lujo y la felicidad que prometen los centros vacacionales visitados en una suerte de peregrinación global que ocurre en verano y en las llamadas “temporadas altas”. Robinson se infiltra, particularmente, en destinos de alta gama para, desde ahí, contar la otra historia de aquellos lugares. La crónica inicial, me parece, es interesante por la idea que propone: el aeropuerto como modelo urbano que es imitado en las principales ciudades del mundo. Los aeropuertos más visitados en todos los continentes son algo más que centros de traslado para pasajeros. Desde el inicio de la aviación comercial, se han transformado paulatinamente en centros comerciales especializados para consumidores siempre dispuestos a dar un poco más por una experiencia mejor. Es una escenografía conformada por tiendas de cadenas globales, una hipervigilancia constante y precios dinámicos para extraer ganancias por medio de algoritmos. La idea aspiracional de viajar en avión impide que los turistas se quejen de los asientos cada vez más reducidos, de los cobros extra por el equipaje, los magros o inexistentes refrigerios durante el trayecto, además de los múltiples accidentes que pueden ocurrir durante el proceso de abordaje: retrasos, mal clima, extravíos de pertenencias, problemas con los sistemas de cómputo, entre otros. Las “aerotrópolis” –neologismo que usa Robinson para los inmensos complejos aeroportuarios de nuestra época– se expanden en las ciudades sometiéndolas a su lógica que uniforma todo. Al final será difícil saber si has salido del aeropuerto o sigues ahí.

Andy Robinson, es corresponsal de La Vanguardia y autor de Oro, petróleo y aguacates (Ariel, 2018) y Un reportero en la montaña mágica (Ariel, 2021).
Andy Robinson, es corresponsal de La Vanguardia y autor de Oro, petróleo y aguacates (Ariel, 2018) y Un reportero en la montaña mágica (Ariel, 2021).

Cancún, Cartagena de Indias, Florida, Las Vegas, Miami, Los Cabos, Bariloche, Machu Picchu y salar de Uyuni, Amazonia, y Río de Janeiro, son los destinos abarrotados por turistas que visita Andy Robinson más como antropólogo que como periodista. El término “antiviaje” que usa implica mirar con extrañeza aquellas dinámicas que normaliza el turista del siglo XXI. Se podría decir, también, que el autor realiza el viaje verdadero, pues interactúa con los habitantes reales de los centros turísticos e investiga cómo la avalancha de viajeros ha cambiado sus vidas. Para el turista tradicional la experiencia consiste en sumergirse en paraísos artificiales que parecen una realidad virtual, pues son meras simulaciones de expectativas creadas por el cine, la cultura pop, internet y la cultura visual heredada de la sociedad de consumo. Estos son los casos, por ejemplo, de Cartagena de Indias, Las Vegas y Florida. Robinson atestigua en la ciudad colombiana cómo el Realismo Mágico se convirtió en una marca para explotar el imaginario creado por Gabriel García Márquez. En esa arcadia colombiana todo es falso, pues los habitantes de la ciudad colonial fueron expulsados desde hace mucho y, los que no, sirven como meseros, camareras, choferes, intendentes y cualquier empleo disponible en las cadenas globales de hotelería que controlan la experiencia aséptica de la élite que viaja a Cartagena de Indias. Florida, cuya capital turística es Disney World, se estableció sin necesidad de desplazar a ningún habitante –más allá de los caimanes y el ecosistema del cual formaban parte– y se convirtió, de facto, en una ciudad privada con todos los servicios disponibles. Como afirma Robinson, la fantasía de Disney sucumbió ante las fantasías del mundo real: la llegada de los neoconservadores al gobierno de Estados Unidos nos mostró que los villanos de caricatura –con toda su superficialidad y maniqueísmo– habían salido de la pantalla para emprender una batalla cultural contra el emporio y su política de diversidad sexual y racial.

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Hay otros destinos visitados por Robinson que tienen un tono más macabro: Cancún y Miami. El primer lugar –objeto del deseo del turismo global– vende la mística del mundo maya mientras los trabajadores que construyen los nuevos hoteles son agredidos por el crimen organizado. Grupos que operan en la más completa impunidad desaparecen gente en los alrededores de Cancún o, incluso, en las mismas obras de construcción porque se niegan a vender droga o pagar derecho de piso. No son casos aislados sino una industria paralela que es invisible a los turistas cuya experiencia siempre transcurre en espacios controlados, amurallados y supervisados por las fuerzas de seguridad. En Miami la distopía tiene que ver con la crisis climática que se agrava todos los días. Robinson nos recuerda el caso del Champlain Towers South Condo, un edificio de 12 pisos frente al mar en el suburbio de Surfside en Miami. El 24 de junio del 2021 se vino abajo provocando la muerte de 98 personas. Investigaciones y peritajes posteriores atribuyeron la tragedia al hundimiento del edificio y algunos fallos estructurales. Sin embargo, en los años siguientes surgió información alarmante: la filtración de agua marina en el suelo de piedra caliza de Miami estaba poniendo en riesgo a la zona cercana a la playa y sus lujosos inmuebles valuados en muchos millones de dólares. Robinson entrevista a Mario Alejandro Ariza, autor de Disposable City: Miami's Future on the Shores of Climate Catastrophe. El diagnóstico es preocupante: las construcciones en las zonas bajas de Miami –aquellas que reflejan la vida nocturna y la utopía turística de la ciudad– están condenadas a desaparecer lentamente por el aumento del nivel del mar (con el colapso anterior de edificios cuyos ostentosos departamentos son propiedad de estrellas mediáticas como Lionel Messi y David Beckham) o por un huracán masivo, fenómeno cada vez más común en nuestros tiempos. A pesar de sus numerosos problemas, el turismo sigue acelerando sus contradicciones después de la pandemia provocada por el Covid. Los efectos desastrosos para comunidades desplazadas, naturaleza depredada y burbujas especulativas que arrastran a ciudades enteras a la quiebra, son pequeños inconvenientes para una industria que necesita una expansión constante.

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