En Un techo sin cielo (México, 2025), sutil film autoficcional 4 del autor total tijuanense Diego Hernández (Los fundadores 21, Agua caliente 22, El mirador 24), con los rubros de producción, interpretación, fotografía y edición cubiertos por él mismo, el hiperpasivo treintón clasemediero aún arrimado en el hogar materno Diego (el propio realizador) abre en su cuarto al despertar una caja de zapatos que contiene menudos objetos ajenos (cartera, identificación, pasaporte) y desde entonces cae en un estado de narcolepsia que lo hace dormir hasta por 16 horas (“Como los gatos”), al tiempo que su linda joven amiga por WhatsApp a punto de egresar de la carrera de teatro Liz (Lizbeth Félix pelirroja) le comunica que, por el contrario, ella no puede dormir desde hace días, que eso poco le afecta, sino que incluso le da mayor energía, pero Diego preocupa a su hogareña madre (Gabriela Rodríguez) que lo hace consultar a un médico y a un motivador profesional, con recomendaciones tan inútiles como tender la cama por la mañana 20 veces, si bien al acudir, ya por pura inercia y desilusión con una tarotista amiga muy querida de Liz (Sandra Muñoz), ésta, al leerle las cartas, lo remite a la olvidada y reprimida relación que sostenía con su sobretrabajado padre recién fallecido, a quien pertenecían los trastornantes objetos de la caja de zapatos, y quien ahora parece invadir la lectura de los naipes, algo que desasosiega a Diego y le remueve de crucial manera, a lo que habrá de añadirse una forzada ausencia de la anciana madre, una venturosa ausencia física que el varón aprovecha para darle cómodo alojamiento en el piso superior de la casa a su insomne amiga Liz, quien debe preparar una puesta en escena de su íntima autoría e invención como examen final, para lo cual la chica elige un patiecillo ad hoc donde se la pasa cortando y pintando los adminículos escenográficos que requiere, mientras Diego duerme tranquilamente a todas horas, lo cual significa para ella utilizar todas sus sorprendentes energías despiertas, hasta llegar al exitoso estreno ante ese único espectador, que se mantiene milagrosamente despierto, en tanto que, al término de su performance, Liz logra por fin conciliar un plácido sueño, dos acciones profundas y en paralelo, como punto culminante de este doble sueño perturbado.

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Crédito: Especial
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El sueño perturbado despliega como nunca en el cine minimalista de Hernández una dramaturgia de sonidos en off de diafanidad aún más deslumbrante que la grácil visualidad de la película misma: el sonido de un diálogo desfasado que puede o no corresponder a la belleza de un rostro impávido, el ambiental sonido exterior que prolonga la inminencia de lo invisible, el sonido de un personaje semiacusmático que interactúa de manera permanente desde el fuera de campo o sólo aparece en cuerpo fragmentado, el sonido feérico que cual cajita de música etérea acaba rubricando como por arte de magia la interpretación de la incipiente actriz que se pone y se quita un negro suéter guango a mitad de su acto, en suma, una chisporroteante miríada de sonidos cuya parsimonia e independencia involucrada parecen brotar de la conciencia misma de la cinta para atravesar y estremecer o pacificar a sus criaturas en conflicto indiscernible.

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El sueño perturbado dicta en su conjunto un montaje de atracciones meramente alusivo e indirecto, aunque imponentemente selectivo y bello, como una superestructura aparte, de la que sobresalen a modo de verdadero discurso las imágenes de las nubes, y de la luna, esta última en correspondencia chusca con la perraza nunca faldera de Diego llamada luna: imágenes de nubes en el techo sin cielo y teniendo al cielo por techo, imágenes de nubes abiertas a todas las configuraciones rosas o semicubiertas por la neblina o iluminadas por la radiante luz lunar, imágenes de la cuidadosa factura de los accesorios microescénicos, imágenes de un extraño deseante modelo para armar, imágenes cerradísimas en tabiques de concreto en montaje sugestivo de subjetivo significado críptico, imágenes de nubes sobre fondo azul dentro del enmarcado metro cuadrado de pared que decora Liz con máxima devoción como fondo único de su microbrita tan catártica y encriptadamente subjetiva cuanto liberadora.

El sueño perturbado establece una confrontación más poética que metafísica o filosófica entre los trastornos contrastantes y opuestos de los que se ocupa, la narcolepsia y el insomnio tan repentinos y cotidianos cuanto vivenciales e irreconocibles, más allá y más acá de lo rematadamente psicopatológico, el varón eternamente acurrucado como en un abstinente letargo permanente o atrapado por una inamovilidad más extática o mórbida que por algún descanso realmente necesario, la guapa dominada por una especie de hemorragia del ser que la acelera pero apenas consigue modificar sus comportamientos o su lucidez activa o relacional, dos perturbaciones yuxtapuestas pero jamás análogas o comparables, como una lírica y acaso jubilosa ironía irracional, dos trastornos nunca vistos como incurables, simplemente pasajeros y contingentes, más complementarios que suplementarios y conducentes a una especie de alianza identitaria que, por arte de magia (¿no será la película en su conjunto un hermoso cuento de hadas?), va a surgir la chispa de la curación, un remedio apenas insinuado en el caso de Diego (¿asumiendo el duelo paterno con la caja de unas pantuflas que nunca llegaron a papá?) y una cura flagrante en el caso de Liz, sin necesidad de romance ni de conjuro exterior, brotando tanto de los actos como de abstinencias subrepticias de cada uno de ellos.

Y el sueño perturbado hace culminar su metáfora jamás onírica sobre los límites del sueño y la vigilia, con preminencia final de las pictóricas nubes atrapadas en el cuadrángulo de concreto dentro del escenario vacío, en un firmamento artificial y voluntario, ese todoamparador e inesperado cielo sin techo, serenas a modo de una aprobatoria sonrisa cósmica.

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