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Con una edición conmemorativa se festejó el 60 aniversario de la novela La tumba, (1964) de José Agustín y bajo su clara sombra es importante retomar las rupturas provocadas por este narrador para que la literatura mexicana adoptara un perfil joven, no por sus personajes, sino por los temas y las posiciones personales. Como escritor y persona, José Agustín se mantuvo fiel a sus lemas frente a la cultura oficial y la sociedad ramplona sometida a los designios ideológicos de la otra educación púdica: la televisión mexicana.
Sin embargo, es hasta la aparición de la antología Jaula de palabras. Una antología de la nueva narrativa mexicana (1980), coordinada por Gustavo Sainz (1940-2015), que se marcaría con fuego los efectos “joseagustinescos” de la irreverencia, el humor, la sintaxis de las “malas palabras”, la sexualidad abierta y los personajes juveniles desparpajados.
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Después, los intentos contraculturales fueron desprestigiados por la alianza medios-gobierno-iglesia, convirtiendo a los jóvenes en grupos de desórdenes individualistas que sólo ambicionaban sexo, drogas y rocanrol.
En esas batallas ideológicas, entre la mínima literatura en oposición que no fue copada aparece, en el siglo XXI, De espíritu justiciero, de David Magaña Figueroa (1955), novela que discurre por el lado oscuro del realismo capitalista subdesarrollado de una ciudad de México post 68, de jóvenes urbanizados, amamantados en el desencanto y la falta de oportunidades debido a la cerrazón y violencia de un Estado autoritario que desde la década de los 60 le teme a todo lo que suene, se vea o se manifieste “juvenil”
La novela hace explícitos los territorios de los rebeldes con causa; la trama de unos hermanos violentos se teje con la violencia institucional, la guerra sucia, el contubernio delicuescente del delincuente-policía, la continua censura artística y la represión de baja intensidad de una economía real. Esto hace que unos jóvenes desencantados por desinformados, lleven su abulia al terreno de la guerra urbana de baja intensidad: las pandillas. Será en este medio sin miedo donde Tranquilino Aranda Barajas, personaje central de la novela De espíritu justiciero, se moverá como pez en el agua turbia y sospechosa del mar de las relaciones inhumanas de la ciudad; mar como caldo de cultivo para crear a otros personajes, apoyados por el sistema político corrupto del siglo pasado y no tan desaparecido como reza la propaganda oficial del nuevo humanismo mexicano.
Este mundo violento de una ciudad con nombres de calles y barrios bien precisos —será la Condesa el barrio más recurrente— es retratado por David Magaña con la precisión de cronista y el detalle del memorialista, en un mundo de acción y vértigo que viene de los años 80 y llega a inicios del siglo XXI.
En esta novela, Magaña capitaliza su oficio de periodista y fotógrafo para dibujar una ciudad ruda sin ser cursi de jóvenes que vivieron y murieron “a la mala”, con inútiles intentos por salir del vicio y la expectativa —muchas veces falsa— de superación social.
Con esta idea, Lino y sus secuaces forman su propia liga de la justicia llamada “De espíritu justiciero”. “Un día de 1980, sin hacer juramento de sangre, firmar documento alguno ni jaladas por el estilo, establecimos como lineamiento proteger, combatir y destruir a todo aquel que atentara física, moral o psicológicamente contra nuestras familias, parientes, amigos y vecinos”. (p.38). Acuerdo infantiloide tomado de las historietas y películas de superhéroes a las que eran afectos, mismo sueño que los llevará a la realidad de la violencia como callejón sin salida, pues en las afueras existen otros grupos y otros códigos que los harán morderse la cola.
La novela muestra un cuadro de corrupción que no sucede solo a nivel policiaco sino a nivel familiar y barrial, pues será la familia de Lino cómplice de sus avatares, y sus amigos y vecinos, los soportes de ese lastre que es vivir en el desprestigio vil.
Sin enmascaramientos, Tranquilino Aranda Barajas acepta su rol de clase mediero con sentido de impertinencia. Las diversiones, la música, los buenos bares y sus chicas que se caen de buenas, los lujos de riqueza mediada son el ámbito de un hombre racista, despectivo, prepotente, perdonavidas, violento, “Orgulloso de ser mestizo, heterosexual y de vivir desde hace 30 años en la colonia Condesa…”
En la novela se combinan recuerdos de la infancia y juventud, venida de los 80 para caer redondita en el siglo XXI donde todo se vale pues ha muerto dios, ha caído el muro y el mundo sigue en caída libre, y un macho tranquilo que es Tranquilino lo sabe.
Además, en Lino hay una metáfora de la ciudad que se ufana de ser el ombligo del mundo, destacando sus bondades y ocultando las maldades bajo la alfombra. “Antihéroe. Justiciero. Prejuicioso. Moralista –dice Tranquilino—… Soy lo que quiero ser… o como decía mi madre cuando me ufanaba: eres puro pendejo: ni pichas ni cachas ni dejas batear” (p.18).
Si algo mostraron los narradores entonces jóvenes de la antología Jaula de palabras de Gustavo Sainz como Emiliano Pérez Cruz, Gustavo Masso, Armando Ramírez, Ignacio Betancourt, Hortensia Moreno, Eusebio Ruvalcaba, Luis Zapata, Josefina Estrada, Javier Córdova, Luis Moncada Ivar, entre otros, fue mostrar los falsos aspectos de una sociedad bifronte, falsamente idílica y fuertemente contradictoria en su interior y diversamente joven. Y David Magaña es heredero de esta línea de narración tan violentamente amarga.