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Dicen bien que “no hay felicidad completa”. A pesar de que este pianófilo empedernido cerró el mes de noviembre escuchando a un par de pianistas que admira y respeta en grado superlativo, no faltaron piedritas en el arroz que echaron a perder el buen sabor de ambas veladas. Les cuento:
Aprovechando el viaje que me llevó a presenciar Manon en Monterrey, me quedé un par de días más para visitar a unas queridísimas amigas y asistir el martes 26 al Auditorio San Pedro para escuchar el último recital de la temporada 2024 del Festival Internacional de Piano Sala Beethoven que dirige Jorge Gallegos.
Encomendado a Guadalupe Parrondo, el currículo de esta mítica intérprete iniciaba señalando que “durante sus ya siete décadas de carrera artística ha asombrado al mundo entero con una técnica escalofriante y una musicalidad casi matemática.” Difiero en cuanto a lo de la musicalidad “casi matemática”. Es sabido que, desde mucho antes de acumular los años de experiencia que hoy la colocan como decana de nuestros pianistas, recomienda a sus alumnos que, a la hora de tocar (que no es lo mismo que a la hora de trabajar lenta y detalladamente los pasajes, hasta dominar sus requerimientos motrices), olviden la rigidez rítmica con que el metrónomo “mata” la Música, ya que uno no habla como los lectores computarizados, que reproducen automáticamente los textos, sin matices ni inflexiones.
El mejor ejemplo de ello fue la interpretación que brindó de la Chacona en re menor, BWV 1004 de Bach transcrita por Busoni, dotando de gran humanidad pasajes como el de las octavas en la mano izquierda (compases 41 al 48) en el que tantos intérpretes se han despeñado al emprender una frenética corretiza que nada abona al discurso musical. Consciente de que “a estas alturas no tiene que demostrar nada”, Parrondo privilegió madurez y fraseo por encima de cualquier acrobacia. Celebro, también, que no optara por la alternativa (ossia) que antecede a la coda (compases 236 a 245) y suele ser la escuchada más frecuentemente por ser más brillante y, también hay que decirlo, de un efectismo barato.
Con la Sonata Patética de Beethoven, Parrondo volvió a dar cátedra desde la primera página al enunciar claramente “ca-da no-ta” del Grave, sin ceñirlas a un malentendido rigor metronómico; a pesar de lo carcachudo del piano (validando aquello de que “en casa del herrero, azadón de palo”, pues la tienda que organiza este festival se precia de vender los mejores pianos), logró hacer “cantar” al instrumento, llevando esta ilusión al extremo durante la Balada Op. 23 y la Sonata n. 2, Op. 35 de Chopin que eligió para cerrar la velada y con las que alcanzó el mayor de sus aciertos: que la voz de este autor –tan distorsionado con amaneramientos y excesos de toda índole por parte de edulcorados “intérpretes”- fluyera con sencillez y, a la par, enarbolando una iridiscente paleta cromática.
Inmejorable final para un ciclo que, tras 28 años, enmudecerá el año próximo ante el anuncio de que su sede sería renovada, ¡necesidad apremiante que, anhelo, incluya el piano! Lamentablemente, ante la incertidumbre de las fechas en que esto será llevado a cabo, Gallegos optó por darse un sabático. Lástima, porque este ciclo que desde hace unos años replica sus programas en Torreón, es la única alternativa para que los melómanos del noroeste de México escuchen pianistas de nivel internacional.
Dos días después, el jueves 28 y ya de vuelta en Chilangolandia, asistí a la Sala Neza para escuchar a Jorge Luis Prats. Inició su recital con la Fantasía en Do Mayor, D. 605ª de Schubert, obra poco afortunada, pues ni en manos de este fabuloso pianista pasa desapercibido que, por bellas que sean las melodías que la conforman (Schubert al fin), estas surgen inconexa y desestructuradamente.
¡Vaya contraste con la obra siguiente! que, por el contrario, no pudo ser concebida de manera más cuidadosamente estructurada y que, para mí, fue el más suculento bocado de este pantagruélico banquete: el Preludio, Coral y Fuga de Franck, dicho tan sensual y expresivamente, que, ante la delicadeza con que Prats retomó el tema inicial (come una cadenza), resultó aplastante el crescendo con que desembocó en tan apabullante final. Para quienes creían que este coloso había agotado los más sofisticados recursos pianísticos, siguieron dos obras que –a la usanza de los grandes virtuosos de la “Edad de Oro del Piano”- enriqueció con más de un soberbio “toquecito” de su cosecha: la Fantasía Carmen de Busoni y la versión para piano de La Valse de Ravel, con que apoteóticamente concluyó la primera parte del programa.
Vendría después una personalísima lectura de la Sonata n. 3, Op. 58, de Chopin, en la que se permitió “hacer cosas que no había hallado antes”, según me confió después. Pianista querido como pocos en este país al que visita desde hace décadas, contó con un público entre el que –cosa poco frecuente- se hallaba un buen número de estudiantes y maestros de piano a los que deslumbró con la velocidad que abordó el Scherzo o la inusual fluidez con que declamó el Largo de esta sonata.
Tras una cálida y contundente ovación vendrían sus siempre esperados y muy generosos encores. Visiblemente cansado, primero platicó y ejemplificó las relaciones tonales entre las obras que había interpretado, y, ya que agarró aire, recordó aquél poema que dice que “no envidié la agilidad del pájaro, que vuela donde quiere, sino el destino del árbol, que muere donde nace” antes de anunciar que, “como cubano que soy, ahora voy a tocarles música cubana.” Hipnótica y cadenciosa, Siempre en mi corazón, de Lecuona, preludió la Suite de Danzas Cubanas de Cervantes que él ha reunido. ¡Aquello, fue la locura!
Fui uno más de las decenas de fans a los que, descortés y con muy malos modos, un esbirro sindicalizado impidió el paso para saludar al Maestro, quien, al día siguiente, nos compartió su decepción: “el público que sale de su casa rumbo a un concierto, en una ciudad como la Ciudad de México, merece el mayor de los respetos, y a mí, como artista, me corresponde hacer todo lo posible porque regrese a ella feliz, satisfecho, y con ganas de volver a un próximo concierto. Por eso toco tantos encores… he llegado a dar catorce en una noche y ayer pude haberlo hecho, de no ser porque la persona que abre la puerta para entrar al escenario me inhibió al decirme ‘a ver si acaba, porque ya se pasó diez minutos’”.
¿Así es como se trata a los artistas en un recinto universitario? Hasta las ganas de escuchar a Kavakos con la OFUNAM se me quitaron, y no dejo de preguntarme si Rosa Beltrán estará al tanto de las majaderías que cometen sus subordinados… ¿O será ella quien da la pauta?