A Melissa Vera

Cavilosos y un tanto achispados, mi amigo y yo seguimos estacionados frente al bizantino y mofletudo Reloj Otomano, en la breve Plaza de la Ranita, en la esquina de Venustiano Carranza y Bolívar. ¡Qué placer es vivir en el lúdico y desenfadado mundo de los borrachos y los desocupados! Mientras miramos el consabido reloj, embelesados –o, como diría el poeta y sabio en cantinas Renato Leduc, en “la dicha inicua de perder el tiempo”–, le cuento a mi amigo que fue en septiembre de 1910 cuando se inauguró este cronógrafo monumental de diseño morisco –lo inauguró don Porfis, el presidente dictador, que vivía a unos pasos de aquí, en la calle De la Cadena (hoy Venustiano Carranza) número 8– y que fue obsequiado por la “colonia otomana”, conformada principalmente por la comunidad libanesa residente en la ciudad (para entonces Líbano aún formaba parte del Imperio Otomano), como un gesto de amistad con México que ese año conmemoraba sus primeros cien años de vida independiente.

Ya sea por el alcohol, ya sea por la lírica noche, de pronto viene a mi mente una curiosa historia perdida que le leí al gran José Emilio Pacheco en su columna semanal “Inventario”, que tiene que ver con el origen de los bollos que en México conocemos como “cuernitos”, pero cuyo nombre original es cruasán (croissant, s'il vous plait). “¿Sabes de dónde son originarios los croissants?”, le pregunto a mi diligente amigo. “De Francia”, responde ipso facto. “En realidad son de Viena”, replico.

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Crédito: México desconocido/ Google Earth
Crédito: México desconocido/ Google Earth

Como se sabe, desde que el sultán Mehmet II se apoderó de Constantinopla, en 1453, el poderío otomano inició una ambiciosa carrera expansionista adueñándose de buena parte del centro de Europa. Muchas ciudades cayeron bajo el dominio turco, pero hubo una que resistió incólume: la pequeña Viena, que contaba con un sólo poder y una fuerza: sus murallas. En el verano de 1683 el soberbio ejército otomano, al mando del visir Kara Mustafá, sitió Viena.

La ciudad resistió y sorteó con éxito tres asedios del invencible ejército turco. Su emperador, Leopoldo I, había logrado refugiarse en el vecino poblado de Linz, con la intención de gestionar la ayuda del rey de Polonia Juan Sobieski, para contratacar las huestes otomanas. Pero mientras tanto, a los vieneses no les quedaba más que resistir, inermes, atrincherados en la catedral de San Esteban. El ataque turco fue despiadado, incluyó catapultas, arietes y morteros. Pero todos los proyectiles rebotaban contra la fuerza ciclópea de la alta y pétrea muralla que circundaba la ciudad.

Por las noches, un silencio sepulcral lo invadía todo. Entre el miedo y la zozobra que supone un estado de guerra, los sitiados vieneses intentaban recuperar, aunque fuera por un momento, la vida cotidiana de su ciudad bajo la luz de la luna. Por su parte, impotente y desesperado, el poderoso pulpo imperial otomano, de recios tentáculos, buscaba hallar la manera de quebrantar la inexpugnable coraza de piedra que amparaba a la ciudad. Entonces, a alguien se le ocurrió cavar túneles para cruzar por debajo de la sólida pared. Los enemigos excavaban con cautela, de noche, para evitar ser descubiertos.

Pero Viena no dormía, y sus panaderos, que trabajan de madrugada, fueron los primeros en percatarse de aquella intentona por violar el cerco de la ciudad. Al escuchar el crujir de picos y palas del otro lado de la muralla, los panaderos vieneses alertaron de inmediato a la reducida tropa austriaca que al instante frustró el conato de asalto. Se dice que, gracias a ese hecho, y a los refuerzos de auxilio que finalmente envió el rey Sobieski, Viena logró salir victoriosa del embate turco.

Tras dos meses de asedio, en septiembre de 1683, los derrotados otomanos abandonaron Viena. En el campamento turco quedaron algunos costales con preciados granos de café arábigo. A partir de entonces el consumo de ese grano se esparció por toda Europa. Algunos años después, Leopoldo I pidió a los panaderos de su corte que diseñaran un bocadillo para acompañar el café turco, además de conmemorar la victoria sobre los otomanos. Entonces, los reposteros diseñaron un bizcocho que llamaron “halbmond” –media luna, en alemán–, en clara referencia a la luna creciente del escudo imperial otomano. Desde entonces, y hasta ahora, en Viena ese panecillo se consume el día de fiesta nacional. Se remoja en el café y, antes de llevarlo a la boca, se exclama con ahínco la frase “me como un turco”, como recordatorio de la victoria de la resistencia vienesa.

Nuevamente le señalo a mi amigo la veleta de la cúpula del reloj. El alcohol aún no nos ha robado las fuerzas de pensar. A la izquierda el cedro libanés, al centro el Escudo Nacional mexicano, y a la derecha la Media Luna (creciente) y la Estrella (en realidad Venus), símbolo del Islam, Bizancio y del Imperio Otomano. “A México –le gloso a mi amigo– los cruasanes llegaron hasta la segunda mitad del siglo XIX con la repostería francesa, que tiempo atrás los había adoptado como suyos, agregándoles mucha mantequilla y rebautizándolos como croissant (creciente). Aquí, los mexicanos los llamamos cuernitos –o cuernos, a secas– y los comemos solos, enmermelados o cercenados a manera de torta”.

La santa sed nos apremia y nos saca de las elucubraciones y bagatelas en las que por unos minutos nos habíamos sumergido. Cruzamos la calle (con peligro de nuestras vidas) y, antes de caminar los 50 pasos que nos separan de nuestro destino, La Faena, asomo a mi amigo a la entrada de la cantina El Gallo de Oro, de perdida elegancia. “Fíjate nada más la coincidencia, querido amigo, hablando de panes y cruasanes esta cantina tuvo como origen una panadería-repostería, que además de los consabidos bizcochos ofrecía vino de mesa. Esa fue una constante en el origen de varias cantinas, como La Ópera o El Montecarlo. Aunque poco a poco se dejaron de lado los cruasanes y bigotes para dar paso al desfile de botellas de todos los colores y alcoholes”.

El Gallo de Oro fue fundada en 1874 –convirtiéndola en una de las cantinas más antiguas de la ciudad– por Antonio Herrera, un asturiano que la mantuvo en píe hasta el año de 1900. A partir de entonces pasó a manos de uno de sus paisanos: Eterio Celorio, quien a su vez se la vendió a su empleado de confianza: Ramón Valle, “por ahí de 1922”, recuerda don Enrique Valle, nieto de Ramón y actual dueño de la cantina.

Continuará…

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