David Hume (1711-1776) fue un pensador escocés cuyas ideas revolucionaron la filosofía occidental y cuestionaron los cimientos mismos del conocimiento humano. Hume vivió durante la llamada efervescencia intelectual conocida como la Ilustración, compartiendo el escenario histórico con figuras como Adam Smith, con quien mantuvo una estrecha amistad. Lo que hace extraordinario a Hume es su valentía intelectual para llevar el empirismo hasta sus últimas consecuencias. Mientras filósofos anteriores como John Locke y George Berkeley habían argumentado que todo conocimiento proviene de la experiencia, Hume fue más lejos: si realmente todo viene de la experiencia sensorial, entonces muchas de nuestras creencias más fundamentales carecen de justificación racional sólida.

Una de las contribuciones más fuertes de Hume fue su análisis demoledor de la causalidad. Observamos constantemente que ciertos eventos parecen causar otros: el fuego quema, el sol calienta, las bolas de billar se mueven al ser golpeadas por otras. Pero Hume preguntó con agudeza: ¿alguna vez hemos observado realmente la “conexión necesaria” entre causa y efecto? ¿Hemos visto el poder invisible que une ambos eventos?

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Retrato decimonónico: el pensador escocés que llevó el empirismo hasta sus consecuencias más agudas.”
Crédito / licencia: Allan Ramsay / Scottish National Portrait Gallery / Wikimedia Commons (dominio público).
Retrato decimonónico: el pensador escocés que llevó el empirismo hasta sus consecuencias más agudas.” Crédito / licencia: Allan Ramsay / Scottish National Portrait Gallery / Wikimedia Commons (dominio público).

Su respuesta fue: no. Solo observamos que un evento sigue a otro repetidamente, pero nunca percibimos el vínculo causal en sí mismo. La idea de causalidad, argumentó Hume, no es más que un hábito mental, una expectativa psicológica basada en la costumbre y la asociación de ideas. Después de ver que el fuego quema miles de veces, nuestra mente genera automáticamente la expectativa de que lo hará la próxima vez, pero esto es solo un mecanismo psicológico, no una percepción de necesidad lógica. Esta conclusión amenazaba la base misma de la ciencia moderna, que descansa precisamente en el principio de causalidad para formular leyes naturales.

Relacionado íntimamente con esto está el llamado “problema de la inducción”, que sigue siendo debatido en filosofía de la ciencia hasta nuestros días. ¿Por qué creemos que el futuro se parecerá al pasado? ¿Por qué asumimos con tanta confianza que el sol saldrá mañana simplemente porque siempre lo ha hecho? Hume demostró con lógica implacable que no existe justificación racional para este salto inductivo. Cualquier intento de justificar la inducción apelando a la experiencia pasada es circular: presupone exactamente lo que intenta demostrar, a saber, que la experiencia pasada es guía confiable para el futuro.

El filósofo también cuestionó la existencia del “yo” como sustancia permanente e indivisible, concepto central tanto en la filosofía racionalista como en la teología cristiana. Cuando introspectamos honestamente, argumentó, nunca encontramos un “yo” constante y unificado, solo un flujo cambiante de percepciones: pensamientos fugaces, emociones variables, sensaciones momentáneas. El “yo”, concluyó provocativamente, es solo “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden unas a otras con rapidez inconcebible”, anticipándose en ideas que resonarían en la psicología de William James y las neurociencias contemporáneas.

En materia religiosa, Hume fue igualmente subversivo, aunque cauteloso por las consecuencias sociales que podría acarrearle la censura. En su ensayo “De los milagros”, argumentó que nunca es racional creer en un milagro basándose en testimonio humano, pues siempre es más probable que el testimonio sea falso (por error o engaño) que el hecho de que se hayan violado las leyes naturales. En su obra Diálogos sobre la religión natural (1779), a la maneta de los diálogos socrátivos, desmontó sistemáticamente los argumentos tradicionales sobre la existencia de Dios.

A pesar de su escepticismo radical en filosofía, Hume era conocido por su temperamento alegre, equilibrado y sociable. Disfrutaba de la buena comida, la conversación ingeniosa y la compañía de amigos. Fue bibliotecario de la Facultad de Abogados de Edimburgo, secretario del general St. Clair en expediciones militares, y secretario de embajada en París (1763-1766), donde fue celebrado en los salones intelectuales franceses y conoció a Jean-Jacques Rousseau, relación que terminaría desastrosamente cuando Rousseau, presa de paranoia, lo acusó de conspirar contra él. Dicen los historiadores que Hume era también un hombre corpulento y bonachón, apodado cariñosamente “le bon David” en los salones parisinos. Esta aparente contradicción entre su escepticismo filosófico devastador y su personalidad equilibrada y optimista ilustra precisamente una de sus tesis fundamentales: la razón es “esclava de las pasiones”, y la vida práctica no puede ni debe guiarse por la filosofía escéptica extrema, sino por el sentido común, el sentimiento moral y las convenciones sociales.

El impacto de Hume en la filosofía posterior fue inmenso e ineludible. Immanuel Kant reconoció explícitamente que leer a Hume lo “despertó de su sueño dogmático” e intentó responder a sus desafíos en la monumental Crítica de la razón pura. Los positivistas lógicos del siglo XX lo reivindicaron como precursor directo de su programa filosófico. Karl Popper reconoció la influencia del problema de la inducción en su teoría del falsacionismo. Filósofos de mediados del siglo XX como Bertrand Russell y W.V. Quine continuaron debatiendo sus argumentos sobre causalidad, inducción y escepticismo.

El filósofo empirista nos legó una lección fundamental y permanente: el conocimiento humano tiene límites más estrechos y precarios de lo que nos gustaría admitir. Pero lejos de conducirnos al nihilismo paralizante, esta modestia epistémica puede liberarnos de dogmatismos peligrosos y abrirnos a una comprensión más humilde, honesta y genuinamente científica de nuestra condición.

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