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En Teorema de tiempo (México, 2022), estremecido largometraje documental del veterano editor potosino también cuentista literario y autor completo cineficcional de 38 años Andrés Kaiser (corto documental previo: Frank el indomable 16; primer largo de ficción terrorífica: Feral 18), premios al mejor largometraje documental mexicano en Monterrey/Guanajuato/Morelia 22 y en los Arieles 22, el realizador aprovecha las 3 mil fotografías y los centenares de minicintas amateurs filmadas por sus abuelos maternos de origen suizo Arnoldo y Anita Schlittler durante toda su existencia juntos (principalmente en los años 50-60, para que los parientes que allí aparecen y han sobrevivido puedan narrar con voz en off su propia historia común, ya que se trata de imágenes (más lectura de cartas y explicitación verbal) correspondientes a sus viajes turísticos por México o Europa, pero también y ante todo sobre la vida cotidiana del clan Schlittler, rodadas especialmente en el enorme jardín de la casona familiar en San Luis Potosí, incluyendo algunas ingenuísimas microficciones explícitamente intituladas El violinista o Combate (actuadas por el narcisista histriónico obsesivo Arnoldo y dirigidas-fotografiadas por su cómplice Anita), todas guardadas en secreto, halladas en la imprenta-papelería (especializada en libros de contabilidad) que sostuvo el alto estatus socioeconómico de la familia, y recuperadas gracias a un programa de rescate de cintas caseras de época gratuitamente instrumentado por la Cineteca Nacional, en una obra fílmica particularmente dotada de unidad, finura y ritmo, gracias a estar alentada por una impar prueba memorial.
La prueba memorial demuestra por principio estar perfectamente consciente de que el contenido y la fuerza de las imágenes rescatadas siempre van a ser más ricas y multidimensionales que cualquier rollo o texto que pueda tirarse o establecerse en torno de ellas, por lo que de inmediato la cinta se da a la generosa y alegre tarea de contar gracias a esas imágenes para siempre fijas e irreductibles un sabroso haz de historias familiares, apoyándose en ellas, utilizándolas, pero también sirviéndolas, ennobleciéndolas y otorgándoles uno de tantos órdenes necesarios a los que ellas mismas parecen incitar, merecer y desatar con alguna sabiduría ficcional acaso inherente, puesto que “sabiduría es ante todo aceptar lo que no puede ser cambiado, cambiar lo que sí se puede, y conocer la diferencia” (Marco Aurelio), homologando la fotografía remota de la abuela con la actual del realizador, apoyadas por una melancólica música de Alejandro Castañón y en una demiúrgica edición sintética y casi milagrosa de Lorenzo Mora Salazar y el director.
La prueba memorial logra así con fascinante nitidez destacar brillando con luz propia un involuntario autorretrato individual y grupal minoritario suizo-mexicano de época, dentro del involuntario género testimonial a posteriori que va de la encantadora-entrañable crónica familiar (tipo la valenciana-veracruzana de La línea paterna de Buil-Sistach 94, vuelta una Línea materna igualmente válida) y la épica trágica de una obsesión egocéntrica ineluctable (tipo El hombre oso/Fuego interior de Herzog 05/23), con ese entusiasta y grave e irreductible abuelo Arnoldo feliz en la boda con su amada Anita pronto madre de cinco hijos dispuesta a la coautoría fílmica, Arnoldo desdoblado en el engañoso disfraz director de orquesta jazzista que siempre quiso ser pero debió quedarse frustradísimo al frente del negocio papelero por imposición patriarcal (luego de recluirse en vano ocho años como aprendiz de artista en Nueva York), Arnoldo despertando cual dandi pueblerino Max Linder, Arnoldo despreciando el establecimiento ganapán excluido de sus filmaciones (que sólo aparece en un microrreportaje meramente fotográfico), Arnoldo mimetizado con el autoritarismo paterno enviando a su lánguido hijo mayor Noldi a un internado en Suiza, Arnoldo intentando sin éxito comprender a su vástago durante una desastrosa visita a Europa obligando a permanecer a su esposa en Burgos antes de reencontrase tristemente los tres en Venecia, Arnoldo registrando a grandes tramos la aparición y el crecimiento de la grácil progenitora futura del realizador profesional Andrés cuyo trabajo más insigne estamos viendo, Arnoldo devastado psicológicamente a perpetuidad (como su adorada Anita y toda la familia) tras el ahogamiento accidental de su tercer hijo Federico Ico graduado de piloto para jamás volar, Arnoldo perdiendo primero de súbito y enseguida gradualmente sus facultades mentales y el uso de la lengua española, Arnoldo abandonado cruelmente por Anita en la ignominia de un asilo suizo donde hallaría lustros después su muerte solitaria.
La prueba memorial justifica así plenamente, con prontitud y a cabalidad el Teorema de tiempo, ese título en apariencia rimbombante y conceptuoso que se ha elegido para el film, puesto que teorema es simplemente una verdad a demostrar y el tiempo será el de la memoria, un tiempo imperecedero y connotativo donde caben la historia de balsámico amor cómplice tan intenso cuanto desesperado (“Entre todas esas puestas en escena y material de turista que no quiere ser identificado como tal, hay imágenes que evocan un honesto y profundo cariño entre la pareja”), la tragedia de la necesidad de una pérdida constante y mutable y paulatina latente/virulenta de contacto con el mundo real, la reflexión sobre la máquina filmadora como espacio expresivo de la ilusión, la genealogía personal in obbligato placentero, la manía femenina pre-Akerman de filmar desde las ventanas, la autobiografía transferida y la alabanza implícita a un Filmador Chiflado de otros irrepetibles tiempos.
Y la prueba memorial acaba aferrándose al jardín de los recuerdos metafóricos/reales y a la imagen de un efusivo terminal abuelito Arnoldo abrazando a su hija predilecta y a su implacable esposa antes de ingresar al asilo irremediable.