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En El mal no existe (Aku wa sonzai shinai, Japón, 2023), sereno filme ficcional 13 del también documentalista nipón de culto intempestivo a los 45 años Ryusuke Hamaguchi (Asako 1 y 2 18, La ruleta de la fortuna y la fantasía 21, Drive My Car 21), con guion suyo y de su compositora musical Eiko Ishibashi, el tranquilo hombre maduro del bosque Takumi (Hitoshi Omika) se encarga en pleno ultratecnificado siglo XXI de trabajos eventuales tan básicos como acarrear en su camioneta bidones de agua del arroyo cercano para los amigos de un vecino restaurante de exclusiva comida típica, y corta leña con motosierra y hacha, pero su actividad fundamental y más placentera es enseñarle a leer los signos naturales del hábitat selvático (hierbas comestibles, vegetación grandiosa, viento) a su hijita de 11 años Hara (Ryo Hishikawa), cargada en hombros o de la mano, fascinada con la diversidad arbórea y las huellas nevadas en el sendero de los ciervos salvajes furtivamente divisados (esos pacíficos animales sólo agresivos cuando son heridos por cazadores) que cruzan la espesura desde un idílico estanque hoy amenazado por el desarrollo de un hotel glaming (apócope de camping glamuroso) que pretende construir una impersonal empresa de Tokio, a la que sólo le importa la rentabilidad y no el inevitable envenenamiento de las aguas que río abajo descienden del monte, tal como, en una crucial junta presidida por el severo alcalde regional Sachi (Hazuki Kikuda), analizan lúcidamente los lugareños, a punto de ser manipulados por el representante masculino Takahashi (Ryuji Kosaka) y la representante femenina Mayuzumi (Ayaka Shibutani) de una eufemística agencia de talentos, a quienes poco después de su regreso de la capital no se les ocurrirá mejor idea que pretender contratar al probo leñador Takumi como cuidador del futuro hotel, algo que el hombre rechaza indignado, exacto cuando su hijita desaparece, es buscada en los alrededores por todo el pueblo hasta con linternas nocturnas y reaparece fuera del bosque enfrentada a la fiereza de un ciervo herido, haciendo estallar una violenta tragedia simbólica a causa de la avistada afectación profunda.
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La afectación profunda expone su delgada trama antimelodramática, quasi hipotética y poderosamente épica en subyacente tono menor, tan característico en el cine contemplativo e hipnótico de Hamaguchi (sobre todo en los desplazamientos territoriales de La ruleta de la fortuna y la fantasía y en las híbridas travesías urbano-escénicas de Drive My Car), a un ritmo pausado y atrapante, desorientador y omniextrañante salvo en la deslumbradora vehemencia visual de sus espacios gobernados por una fehaciente naturaleza que ha conseguido sobrevivir por mera maravilla y prodigio, ahora fílmicamente marcada y señaladísima por una extraña retórica expresiva a base de planos señeros del fabuloso fotógrafo Yoshio Kitagawa que (al contrario del patriarca Ozu de las oquedades trascendentales) propician los campos vacíos permaneciendo incólume la cámara ante las salidas hacia (y las entradas desde) los espacios en off, creando momentos de tensión en vilo, apenas rotos por la dosificada música serial de Ishibashi y súbitos travellings laterales en ráfagas, gozosamente valorados por la edición del realizador y Azusa Yamasaki.
La afectación profunda demuestra el terco interés del estilista más importante del cine oriental de hoy Hamaguchi en una forma inédita de la suavidad del relato, donde la inmensidad paisajística cumpliendo una función emoliente, ablandando al límite la dureza de la emoción y manteniendo en estado latente la acrimonia anticivilizatoria, antimoderna, antindustrial y antidepredadora, donde los cuerpos inmóviles o en movimiento de los personajes son captados en perfecta armonía, donde los agentes aviesos sólo pueden dialogar virtualmente con su elegante jefe a través de una pantalla antes de vomitarse mutuamente sus frustraciones y ansias insatisfechas durante un trayecto automovilístico en petrificante campo-contracampo, donde los rigurosos encuadres de la partida de leña del inicio se repiten con inquietante igualdad para que destaque mejor la hipocresía del agente Takahashi al ofrecerse también para asestar hachazos erráticos (“Sentí que era el lugar ideal para mí”), donde la cortada en la mano de la negociadora vulnerada Mayuzumi adquiere caracteres de catástrofe.
La afectación profunda lleva así hasta sus últimas consecuencias expresivas y protestatarias de altivo perfil poético el dictum del filósofo-literato Gilles Deleuze de Proust y los signos, según el cual sólo el carpintero puede leer los signos de la madera, sólo el leñador logra descifrar los signos que emite el bosque, sólo el restaurantero Kazuo (Hiroyuki Miura) puede saber que el amargo sabor de un cierto wasabi silvestre será capaz de aderezar con distinción exquisita la gastronomía local, y por ende, sólo estos habitantes rurales pueden apreciar las alígeras plumas de rara ave esplendente halladas en el camino y luego deslindar cuestionadoramente a fondo el daño ecológico y vital que se avecina con el desarrollo turístico en ciernes, sólo estos manipuladores espectáculo-empresariales pueden tocar fondo moral con todo cálculo y perversidad deliberados, sólo la chavita familiarizada por los signos naturales puede permanecer magnética y paralizada durante horas ante un baleado ciervo convertido en fiera, y sólo el enrabiado padre fuera de control puede abalanzarse contra su enemigo, para estrangularlo en atroz lucha cuerpo a cuerpo.
Y la afectación profunda contempla al padre Takumi, esa versión sublimada del Homo Faber y el Buen Salvaje rousseauiano, volviendo precipitadamente al bosque protector llevando en brazos a su hija herida, mientras el cínico agente malévolo Takahashi se incorpora semiestrangulado en la lejanía y vuelve a desplomarse entre jadeos infructuosamente inevitables que clausuran la ficción abierta hacia un oscurecimiento reverberante.