En Norte (México, 2023), sufrido mediometraje documental (53 minutos) como mujer orquesta (a un tiempo realizadora-guionista-fotógrafa-sonidista-coeditora) de la TV guionista tijuanense de la Escuela Activa de Fotografía y del CCC egresada Natalia Bermúdez Fierro (cortos previos: Golden Malibú 18, y Apnea 23, sobre un destructivo juego de poder lésbico), Premio Ariel al mejor cortometraje documental de 2023 (porque no existe estipulada categoría alguna para mediometrajes), la realizadora poco afecta a mostrarse platica fuera de campo un prologal sueño ilustrado in absentia en el que vio muerto en mitad de la calle o en la morgue a su querido hermano Rodrigo de 27 años y minado por las drogas, lo cual le sirve a su costosa cámara de mujer orquesta para acercarse al personaje y hacerlo objeto de un amoroso y comprensivo seguimiento, a modo de espontáneo e improvisado cine-retrato sin relato ni guion previo (el segundo que le dedica) y a propósito del nuevo intento que está acometiendo para alejarse del consumo descontrolado de cocaína, tachas, pastillas, ácido lisérgico o vil piedra, tomando como base el largo viaje curativo que acomete parcialmente limpio en efecto, al lado de su hermana filmadora incansable, primero en avión y luego en el auto familiar, por el estado de Baja California, alejándose de la riesgosa Ciudad de México donde habitan todas sus inmostrables amistades nefastas por presumiblemente adictas, a través de Tijuana, Ensenada, Mexicali y otra vez Tijuana y demás, retomando el nexo jamás roto con su semicalvo padre cincuentón Álvaro Bermúdez líder de una banda rockera y reinstalándose como guitarrista dentro de ella hasta por un espacio de dos meses, visitando y peregrinando con su avejentada madre preocupona inveterada Flor de María Fierro ya ceroalaizquierda, celebra la Navidad con arbolito colectivo y banquetera oración-discurso familiarista de un devoto pariente eufórico (que Rodrigo soporta y disfruta sólo porque se zampó una minúscula dosis de LSD para estar a tono), se somete a reacia revisión por un dentista que comprueba una pavorosa descalcificación dental provocada por sobredosis de cocaína, recae y vuelve a levantarse como si nada, se deja atrapar por una lúgubre autocrítica tras darse cuenta que a su avanzada edad veinteañera o hecho prácticamente nada tangible o duradero, y en la recta final se pelea con su hermana por minucias o por el berrinchudo hartazgo de estar siendo filmado durante meses y por vagos rencores y difusas culpas o remordimientos atrasados, y se reconcilia con ella readmitiendo los dos que se aman como Don Quijote y Sancho Panza (¿pero cuál es cuál?), inseparablemente aliados por una simbiótica apuesta femiescudera.

La apuesta femiescudera se limita a registrar al lamentable hermano Rodrigo en planos muy cerrados y apenas contextuales, sin posibilidad de contraplanos automáticos, casi siempre tronado a medias o por completo, aunque de diferentes formas y con diversas actitudes, que van de la alegría al embotamiento, de la impudicia afectiva a la agresividad contenida, del amor fraterno al sucedáneo afectivo, cuando descarga su carga entrañable en el jugueteo con su perrito, cuando tácitamente se rehúsa a ser domesticado al contrario del zorro de El principito de Saint-Exupéry, o cuando se agita incómodo en el encuadre o escapa de esa horma constringente.

La apuesta femiescudera se sitúa incómodamente entre dos excelentes y desgarradores documentales sobre anomalías fraternas, curiosamente ambas con títulos cortísimos y elusivos como el escamoteante programático Norte por demás lacónico, la insólita Soy de Lucía Gajá (03), acerca de los innovadores tratamientos terapéuticos cognitivos de un hermano menor suyo con neurodivergencia por una parálisis cerebral congénita, y M. de Eva Villaseñor (18), sobre un drogadicto hermano rapero de crispado comportamiento errático, e incluso formando un triángulo con el road trip fraterno-tijuanense Las lágrimas de Pablo Delgado (12), porque aquí la directora Natalia se oculta y asoma a la vez, interactúa con su hermano, funge como su confidente ideal un tanto idealizado, permite que Rodrigo le dé vuelta a la videocámara para grabarla fugaz pero directamente a ella, trastoca y trastorna la asertividad y la fealdad innata del cine directo, perpetúa y eterniza sus gunshots característicos, convierte un pleito de Natalia con Rodrigo rasgándose las vestiduras mentalemotivas en el clímax del film-amiba en donde nunca se pretende sermonear contra el consumo o el abuso recalcitrante e inexpugnable de drogas duras y degradantes pero viendo al patético Rodrigo bailoteando trastabillante a media avenida nocturna se recuerda con voz en off una triste recaída de Rodrigo ya remota (“Mi mamá iba manejando por la calle y se encontró a Rodrigo fumando piedra”) y se reitera cual cita de calidad el consejo recibido por la apesadumbrada madre de parte de un lúcido participante de una sesión terapéutica grupal tipo drogadictos anónimos (“Lo único que puedes hacer es quererlo, y que él esté enterado de eso”), pues hay que saber mirar humanísticamente (aunque el cine mexicano a semejanza de casi toda la cultura nacional sea anterior al humanismo), o como afirma el hawksiano-nickrayano Wim Wenders: “Mirar desde arriba no es mirar, hay que mirar a los ojos”.

Y la apuesta femiescudera termina reconociendo a través de su realizadora Natalia la múltiple violencia invisible pero acrimoniosa omnipresente y duradera que ha ejercido sobre su hermano al filmarlo, aunque no solamente y al cabo de sus riñas (“Vamos a conseguir...”/ “Me vale madre, tú me chingaste, ora yo te chingo, apaga esa madre por favor”) y manipulaciones pasivas pronto contritas (“Yo te amenacé, cabrón”), antes de que el silencio fraternal selle con el final abierto de una abrupta pantalla en negro este doloroso metraje breve aunque interminable (“Apaga la cámara, con el foquito rojo no puedo llorar a gusto”).

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