Como una especie de hechizo, al narrador de La frontera encantada (Penguin Random House, 2025) un viejo espejo le devuelve la imagen de su cara dividida en dos partes, una que merece ser ofrecida al mundo y otra que es mejor esconder. Cuando era un niño su abuela le arrojó un encantamiento: “… tu perfil derecho es elegante y el izquierdo, en cambio, es vulgar”.

Desde esa escisión, frontera que dividió las que —creyó— eran sus dos partes, la distinguida y la ramplona, crece buscando comprender la máscara que se le impuso y con la que debe acomodarse al mundo social al que su abuela aspira a acceder. Se hace adulto y la pregunta se multiplica en explicaciones, pequeñas teorías para comprender su relación con los otros, la identidad como pregunta punzante, entresijo y confín, el juego de realidades y empeños, y la máscara que ha logrado arrancar para mirar y ser mirado de otra manera.

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Crédito: A la izquierda: imagen generada por IA. A la derecha: Portada del libro.
Crédito: A la izquierda: imagen generada por IA. A la derecha: Portada del libro.

En esta historia usted crea una especie de pequeñas teorías para explicarse el mundo, la vida, las relaciones con otros (el complejo de inferior, la conciencia política, el asma psíquica, el veneno ninja…). ¿En qué momento de su vida y a partir de qué nacieron?

Yo creo que todas esas teorías nacen cuando uno puede, por fin, superar el impacto óptico que provocaron ciertas imágenes y escenas de la vida, y comenzar a pensarlas con una provechosa distancia. Dicho esto, no creo que la distancia sea un valor literario mayor que la emocionalidad total ante algo. Son simplemente estados o tiempos distintos de un impacto que cruzó la psique y el cuerpo. Se puede escribir el impacto como se puede escribir el pensamiento sobre el impacto.

Son dos formas de la escritura presentes en el libro.

Y que todo el tiempo se están tensando. Escribir emocionalmente sobre el impacto es reconocer que fue, por encima de todo, un acontecimiento que marcó la vida. Y teorizar sobre el impacto, para mí, es una forma de, una vez más, transformar un dolor (con capacidad paralizante) en una comprensión (con capacidad movilizante). Conceptos como “casa de dulce” y “la manzana envenenada” remiten, por supuesto, a los cuentos de hadas y, más específicamente, a los gestos falsamente amables que buscan, en últimas, canibalizar, extraer, explotar. Gestos que muy estratégicamente fuerzan una relación con alguien de manera unidireccional. Imposiciones ladinas o directamente violentas de una presencia ajena, desconocida o indeseada. Forzamientos de amistad y forzamientos de enemistad.

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También hay un juego importante con las palabras que designan y signan el mundo.

Por eso el libro también piensa la palabra “corroncho”. Desde Bogotá, esa palabra generalmente se usa como desprecio total a lo caribeño, a los códigos sociales propios del Caribe. Pero en el propio Caribe, si bien la palabra se puede utilizar para remarcar el origen popular de alguien, también se utiliza alegremente. El “corroncho alegre” es alguien que muy espontáneamente desprecia los códigos sociales de la élite. Y que busca otra forma de relacionamiento con los demás, lejos de la vigilancia propia y de la vigilancia de otros cuerpos. Me gusta mucho trabajar la repetición: como procedimiento que primero solidifica un discurso y que luego abre la posibilidad de la variación, es decir, de la transformación de eso que venía repitiéndose casi que mecánicamente.

Es muy interesante el uso de las cursivas —que en apariencia es un asunto de forma, pero en realidad es un asunto de fondo, de sustrato— para enfatizar esas que podrían llamarse “sentencias” (no salir adelante, bien presentado, la familia de allá, la vida real, gracias al hecho de haberse casado con un italiano, ese hijo de la Segunda Guerra Mundial…).

Las cursivas en el libro son la voz del otro en uno. El discurso ajeno —muchas veces dañino— que sabe reproducirse, a veces automáticamente, en la propia voz.

¿Cuál es el poder del relato y por qué nos cuesta reubicarnos en la vida anterior a este?

Yo creo que el poder del relato está justamente en lo contrario: en que puede ubicarnos en una vida posterior a sí mismo. En otra vida. En una vida felizmente otra, ojalá. Y políticamente otra.

Usted habla de la "resistencia a escuchar historias de la herida" y eso me recordó a Justin Torres cuando afirma que la gente que no quiere más historias queer tristes o violentas, lo cual le resulta problemático “porque es un alejamiento de lo que hizo gran parte de la identidad queer, esa que se formó con la lucha, con la resistencia”. ¿Cómo trabajó usted las historias de la herida? ¿De qué manera podemos empezar a comprender la herida en su lugar histórico?

Pienso que en esa resistencia a escuchar las historias de la herida hay un nudo histórico. Durante mucho tiempo el arte estuvo lleno de representaciones injuriantes de las disidencias sexuales y de género. Había y aún hay un muy sincero deseo de otras historias. De un arte que no reitere la condena y la exclusión: que reimagine el mundo y deje de reiterarlo incisivamente. Definitivamente otra imaginación. Una mirada que no insista en verticalizarse ante la disidencia sexual y de género. Y, sin embargo, eso es muy distinto a entender el arte como una ejemplificación perfecta del muy necesario activismo.

Es que escribir la alegría no es excluyente respecto a la escritura de la herida.

Sobre todo porque yo sí creo que, para este punto, ha habido importantes representaciones tanto tiempo deseadas. ¡Y seguirá habiendo más, muchas más! Representaciones que, en su belleza, muestran horizontes de futuro. Como “Retrato de una mujer en llamas” de Celine Sciamma. Lo que más o menos digo en el libro es que, bueno, sí: el problema de mirar la herida es que uno, de tanto mirarla, podría terminar deseándola, preferir la herida por encima del futuro. Pero ese es un argumento que entiende la herida como algo totalmente individual: la separa de lo colectivo y quiere relegarla a lo privado. No la entiende como una herida histórica. Y, sobre todo, la entiende como algo que, personalmente, ya ha debido superarse, y como algo que, colectivamente, ya se ha superado. Eso, por supuesto, no ha pasado. Por eso pienso que hay que contar la historia de la herida para luego contar la historia del deseo.

En algún momento dice que poetizó el quiebre de su papá. ¿Se podría decir que eso es lo que hace en La frontera encantada con su propio quiebre?

Esa es una discusión que tienen el protagonista y el hermano en torno a un episodio de manía que sucedió años antes. A ellos les preocupa que ciertas aproximaciones a episodios psiquiátricos terminen embelleciendo el sufrimiento o la desgracia a punta de forzamientos poéticos o falsos lirismos. Entonces creo que toda esa reflexión apunta a la pregunta difícil por la reelaboración artística de la energía psiquiátrica.

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