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Prácticamente a diario escuchamos hablar en diversos ámbitos, y con muy distintas intenciones, del principio de división de poderes. Las menciones a él suelen darse en el contexto de una discusión política, por ejemplo, cuando se señalan las críticas sobre el actuar de algún órgano estatal o con motivo de proponer lo que debería hacerse para mejorar las condiciones de nuestra actual convivencia jurídica. Algo que tienen en común estas expresiones —o cualquier otra que podamos imaginar— es que suelen reducirse a los escenarios de realización de tal principio. Dicho de otro modo, suelen referirse a la forma en la que deberían quedar distribuidas las competencias entre dos órganos del poder, o sobre la manera en la que, por medio de la actuación de uno de ellos, se ha desconocido el papel o la función de otro. Así, por ejemplo, en el plano de las posibilidades se menciona que sería más adecuado que la relación entre una entidad legislativa y otra judicial pasara por tal o cual modalidad jurídica, o que uno de ellos tuviera la competencia necesaria para intervenir o controlar las actividades del otro en ciertas condiciones o tiempos. En el plano de las críticas, a su vez, se suele considerar que un órgano de carácter judicial ha rebasado sus competencias o funciones al haber declarado la invalidez de las decisiones de otro, por ejemplo, Legislativo o Ejecutivo.
Una de las características de la cotidiana discusión de la división de poderes o, si se quiere, de sus usos diarios, tiene que ver con sus aspectos técnicos. Es decir, con las maneras en las que el mismo se realiza o debiera realizarse en la interacción concreta y cotidiana propia de las prácticas jurídicas o políticas. Sin ser en modo alguno despreciable o censurable este tipo de ejercicios, dada su necesaria utilidad para controlar o cuestionar el ejercicio del poder, lo cierto es que propicia un reduccionismo respecto del cual hay que mantenerse alerta. Me refiero a la necesidad de mantener vivo y actuante el concepto de la división de poderes, más allá de considerar sus posibilidades regulatorias y posibles desviaciones.
La división de poderes tiene una dimensión conceptual que, en efecto, tiene que ser diferenciada de las prácticas expresadas en sus diversas posibilidades técnicas. Una cosa es, desde luego, considerar al concepto en su dimensión histórica, funcional o referencial, y otra muy distinta es aludir a la manera en la que en diferentes tiempos históricos y diversos marcos institucionales, deben regularse las relaciones o las interacciones entre ciertos órganos del poder. El problema que surge al omitir la primera posibilidad es que se asume que todo lo vinculado con ese principio se reduce a establecer posibles combinaciones entre entidades y funciones. Algo así como limitarse a definir si, en el orden jurídico mexicano, el ejecutivo federal debiera poder hacer tal o cual conducta o si, por el contrario, la misma debiera quedarle vedada o, al menos, debiera estar controlada por el actuar de otro órgano del estado.
La pérdida de visibilidad sobre el concepto mismo de la división de poderes ha reducido el tema a una mera técnica. Ello no sólo ha provocado la ya señalada reducción combinatoria, sino a que ésta, a su vez, se haya constituido en la expresión instrumental de las posiciones políticas en conflicto. Así, por ejemplo, quienes están a favor del modo como el presidente López Obrador conduce la política nacional, estimarán que todo o mucho de lo realizado por los jueces al anular sus decisiones, es contrario a la división de poderes. Por otra parte, quienes se oponen a él o a alguna de sus determinaciones, estimarán que no hay ningún tipo de violación a ese principio y que, inclusive, su sentido correcto sólo puede manifestarse mediante el incremento de sus capacidades de actuación.
Si más allá de las posibilidades técnicas conforme a las cuales puede desplegarse la división de poderes, consideramos el concepto mismo de ella, existe la oportunidad de abrir un entendimiento o, al menos, las condiciones para significar la relevancia de ella. No, desde luego, en un plano de pretendida neutralidad sobre la política en su conjunto, pero sí, al menos, como un espacio relativamente posible de discusión común.
Si nos preguntamos acerca de la división de poderes en sus elementos iniciales o esenciales, tenemos que retrotraernos a las condiciones mismas del poder político, a la manera como este puede ser entendido en sus más básicas manifestaciones. ¿De qué manera los seres humanos ejercen el poder político? ¿Lo hacen limitadamente y con un cierto grado de altruismo hacia sus congéneres o, por el contrario, los realizan sin limitaciones internas y en la lógica de una mayor acumulación y permanencia? Es más que evidente que a lo largo de la historia las respuestas a estas muy apretadas preguntas han sido diferentes. Algunos pensadores filosóficos, políticos o jurídicos asumen la bondad humana y la necesidad de otorgar tanto poder como sea necesario a los benefactores de la humanidad. Otros pensadores han sostenido la posición exactamente contraria y han supuesto la necesidad de encontrar mecanismos para controlar el actuar de quienes ejerzan tal poder.
Una de las características de la cotidiana discusión de la división de poderes o, si se quiere, de sus usos diarios, tiene que ver con sus aspectos técnicos"
José Ramón Cossío
Las distintas concepciones de la naturaleza humana y del ejercicio del poder han generado distintas respuestas políticas y jurídicas, y una de ellas es precisamente la de la división de poderes. Partiendo de la idea básica de que quien cuenta con un poder poco controlado, tiende a ejercerlo de manera discrecional y, de ser posible, arbitraria, además de querer mantenerlo durante el mayor tiempo posible en esas mismas condiciones, es que se ha pensado en la necesidad de introducir diversos modos de acotarlo cuando no, de plano, limitarlo. Es a la institucionalización de estas determinaciones a lo que suele llamársele división de poderes. Es decir, a la fragmentación entre diversos agentes de los componentes que en cada momento histórico sean constitutivos del poder político. Así por ejemplo, si se está frente a una monarquía, la división del poder habrá de darse entre el monarca y la aristocracia constituida por el mismo régimen en la forma de duques, condes o representantes de ciertos estratos poblacionales. De igual manera, si se está en un régimen parlamentario, la división de poderes tendrá que ver con el modo en que las tareas se distribuyen entre el primer ministro, los miembros de su partido y los parlamentarios.
Cualquiera que sean las condiciones propias de cada régimen, lo cierto es que se buscará —por las razones antropológicas ya mencionadas— que quien ejerza el poder únicamente pueda hacerlo para determinadas situaciones, respecto de determinados sujetos, en tiempos especificados y bajo el control de otros agentes. Desde luego que es posible controlar el ejercicio del poder público mediante otros mecanismos, como por ejemplo, la duración en el cargo de quien lo tuviere conferido así fuere de manera ilimitada. Pero ello no es lo propio de la división de poderes. Es el que de la totalidad de las posibilidades que en cada tiempo histórico sean consideradas propias del poder político, sólo una parte de ellas sea ejercida por una persona o corporación, y las restantes por otras personas o corporaciones.
En el devenir de nuestros tiempos, se fue perfilando un modo en el que las actividades estatales podían realizarse. Por una parte, el establecimiento de normas que definieran en términos más o menos abstractos e impersonales, las conductas a realizar por sectores, también, más o menos amplios de la población. Por otra parte, unos quehaceres consistentes en la actualización de actos concretos para darle vida o sentido a la cotidianeidad. Finalmente, la resolución de los conflictos que se fueran dando entre los particulares y las autoridades o entre los particulares entre sí. En un tránsito que no fue fácil ni breve, esas funciones fueron distinguiéndose tanto por el origen diferenciado de los agentes, sus técnicas de realización y la legitimidad de sus saberes y sus actuares. De a poco fue entendiéndose que las leyes debieran corresponder a unos órganos dotados de una representatividad y un modo propio de actuar, mientras que, por otra parte, y, por ejemplo, a los jueces debía corresponderle otro hacer, fundado en un origen de una técnica distinta.
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La existencia de órganos, procedimientos, saberes, labores, legitimidades y fines fue tanto la causa de la división de la actividad entre distintos poderes, como el efecto diferenciador entre todos ellos. A mayor avance en cada uno de los componentes mencionados, se produjo un reforzamiento sobre la necesidad de mantener la división con dimensiones crecientemente rígidas o, al menos, controladas de manera recíproca. Fue así como lo que pudo haber sido una respuesta acerca de la naturaleza del ser humano y del poder político, que terminó por ser un modelo estandarizado de, primero, el ejercicio de ese poder y, segundo, la concepción de los seres humanos a los cuales les estaba encomendado.
Es por las razones acabadas de mencionar, que en nuestro tiempo la discusión sobre el poder está en muy mediatizada por la manera en cómo se divide o debe dividirse para su ejercicio. De lo que se trata no es tanto de reconstituir o precisar la génesis del poder, sino de asumir que dada la naturaleza que subyace a su división, y lo que su partición muestra, es preciso mantenerlo dividido para controlarlo. No se trata entonces solo de encontrar las mejores combinaciones para repartir un poder dado —como si se tratara de una masa fragmentable—, sino de conservar la idea originaria de la división para evitar la concentración o, si se quiere, para mantener vivas y reciprocas las relaciones entre los sujetos dotados de una porción definida y acotada del propio poder.
Desde luego que es posible controlar el ejercicio del poder público mediante otros mecanismos"
José Ramón Cossío
En nuestros días existen enormes presiones sobre la división de poderes. Éstas suelen reducirse a una especie de ingeniería en donde lo único relevante pareciera ser la asignación cuantitativa de más o menos competencias para uno u otro órgano estatal. Una especie de juego de suma cero en donde se trataría de acumular más facultades en demérito de otros órganos, o de eliminar las que otros tengan respecto de unos. Un proceso en el que, a final de cuentas y desde distintas justificaciones y discursos, se trataría de acumular poder de unos actores políticos frente a otros, a partir, claro está, de las propias preferencias políticas fundamentadas en aparentes neutralidades.
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Al hablar de la división de poderes es preciso no reducir la discusión a esos “tomas y dacas” propios del marchanteo político que parece ser el signo de nuestros tiempos. La discusión no puede resumirse a si el Poder Judicial o su Suprema Corte pueden tener más o menos control sobre el Ejecutivo o su administración, o acerca de si el Presidente puede encarnar la soberanía nacional y decidir así lo que más conviene a todos los mexicanos. Lo verdaderamente importante al discutir estas cuestiones es recordar que en la base de todo diálogo debe pesar el fundamento conceptual que, con todas las dificultades que se quiera, llevó a plantearse el problema teórico de la división de poderes. Debemos preguntarnos, una y otra vez, si es o no adecuado otorgarle el poder a una sola persona o corporación, y limitar las intervenciones de otros por considerar que esa persona tiene una capacidad humana que, con base en su razón o una revelación, le haga saber lo que es mejor para lo que, finalmente, acabará llamando “su pueblo”.