En La rueda conoce mi nombre (México, 2024), deambulatorio debut como autor total independiente del rockvocalista capitalino y productor-cinedocente del Festival Black Canvas/Transmutación director fundador Claudio Zilleruelo Acra (corto previo: Vestigios de jacarandas, 2005), los treintones sin nombre Ella (María Lara austera como sus playeras matapasiones) y Él (Fernando Álvarez Rebell frágil cual su piochita) habitan en el corazón de una Ciudad de México en particular caótica, Ella continuamente movilizada cargando un pequeño tapete enrollado y conduciendo su cochecito entre el intenso tráfico para ejercer como instructora de yoga en un vasto recinto que ella misma debe preparar y participando como vocalista-emisora de sonidos guturales en la banda rockmetalera Gholem Introtyl Dies Irae (con voz Katy Ramos), y Él paralizado en sus rituales diarios para hacinarse en vagones de Metro y llegar tarde a pasar el día como aburrido dependiente de la anacrónica tienda de Discos Aquarius, ambos dentro de un sinsentido rutinario donde recuerdan sus amores cuando aún se citan o encuentran o Ella visita a él en su depto para pasar la noche juntos, apenas interactuando con sus compañeros de labor y con el entorno en general, hasta que, luego de que Ella se hace readaptar sus valiosos lentes oscuros para el sol y Él ingresa a un grupo de meditación hinduista, se enfrascan en una discusión acaso idéntica a las del pasado, aunque cada uno a su aire los dos luchan por trascender su estrecho pero atrapante y anónima esencia cíclica.

La esencia cíclica se afirma de principio a fin y de lleno como una desdramatizada película-objeto a la vez concentradísima y digresiva, hundida y cual atrapada en el cautiverio de la cotidianidad, bellamente sostenida en la ausencia casi total y absoluta de trama o intriga o conflictos principales y colaterales, surgida y trepada en la vida diaria pura y laxa e insignificante en apariencia y no obstante transfigurada (transmutada diría el autor), montada en la corriente fundamental del tiempo, en el correr del tiempo, al modo punketo y rupturista del visionario itinerante kilométrico En el transcurso del tiempo del primer Wim Wenders (75), pero cuánto más compacto y plásticamente estallado, dependiendo en gran medida de la palpitante fotogenia de cada espacio y cada acción mínima capturadas por las imágenes-enigma del fotógrafo Ricardo Cabrera Ávalos como alter ego del formalmente aventadísimo realizador, debidamente valoradas por un diseño sonoro de Zvook con timbrazos y clicks sustitutivos de toda música (salvo la generada por ensayos o performances en vivo de los Gholem) y valorados por una deslizante edición polirrítmica del heterodoxo docente excuequero Gabriel Herrera Torres, aparte de sus juegos de profundidad, fantasías a base de colores y texturas u oquedades, flashazos y silencios lapidarios.

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Maria Lara es la actriz protagonista de La rueda conoce mi nombre./ESPECIAL
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La esencia cíclica semeja entonces un nítido e impresionista continuum estético de semiabstractas circunvoluciones citadinas cuyas percepciones más insistentes e impactantes serían los campos vacíos o apenas habitados por gestos sociales: paredes blancas, un ventilador doméstico, cubos del edificio departamental en subjetivas cenitales, un plenilunio entre nubes negras, pies enroscados bajo sábanas, cuerpos fragmentados, pasillos cual túneles prismáticos, el motivo recurrente de las llamas azules de una hornilla vista en contrapicado o los flashazos de Ella cantando multiplicada con edisoniano fondo negro.

La esencia cíclica logra entonces que grandes temas espirituales fluyan y pesen de manera subrepticia pero determinante a lo largo de todo el relato al parecer divagante, en forma a menudo implícita o subyacente, a modo de una corriente oculta, como un misterio prolongado que, sin embargo, llega a hacerse explícito, a través de los diálogos o del monólogo, por ende muy escasos, en las secuencias clave que fungen como fundamentales ejes del relato, tales como el tema de la posibilidad de renacer que formula un barbudo cliente de LPs demasiado vehemente a propósito del legendario líder leucémico-satánico Nergal (“La vida es dolor y sufrimiento, terrible, ‘aforme’; por eso, decía Nietzsche, prefieren treparse sobre un Dios”), el tema del cambio de enfoque existencial para ver lo mismo con otra curvatura de los lentes en simbólica consulta con un optometrista (Francisco Verona), el tema de la exasperada añoranza metafísica en ese amigo de infancia (Rubén Pérez Téllez) que en el orden alfabético de los CDs lee la causa de la diversión antes de increpar por dormilón a Él arranado con capucha, y el tema de superación del esencial dolor inmanente merced a la liberación de los ciclos vitales (“Una realidad mental que puede tener un pie en el samsara, pero también en algo más trascendente, que es el nirvana”) según cierto venerable maestro de meditación (Juan Carlos Gil).

La esencia cíclica incluye así dinámicas de discursos apenas insinuados aunque significativos, entre la movilidad y la parálisis primigenias, que semejan repetirse hasta la desesperación, allí donde la espiral se vuelve hacia sí misma y cada constructo de imágenes-indicio abre a distintos espacios imposibles de abarcar, quizá porque “aparecerán sentidos nuevos para detectar la carencia, degustar la ausencia, ser capaces de una particular precognición. Saber lo que no sucederá” (Olga Tokarczuk en Los errantes).

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Y la esencia cíclica no culmina ni acaba, simple y complejamente va disolviéndose, deshaciéndose, fundiéndose en el desasosiego concertante, dejándose ganar también por el juego de los ciclos, mientras conclusivamente Ella de perfil con gafas oscuras va perdiéndose entre las miradas de reojo de otros conductores al volante por el Periférico y Él se deja devorar por la muchedumbre tras las ventanillas de un vagón de Metro en furiosa marcha anónima, en pos de un voraz espacio negro por fin triunfante, al final dueño de su propio laberinto metalista-mentalista.

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